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Orgullo.

En estos tiempos que nos han tocado vivir periódicamente se ponen de moda determinados vocablos, no precisamente por casualidad, sino tras hábiles campañas de propaganda, a las que se les dedica ingentes cantidades de dinero.

En cada época existen vocablos que, sea por méritos propios o debido a determinadas circunstancias, se cargan de un prestigio tal que acaba siendo casi imposible toda clase de cuestionamiento o de revisión crítica pues se les atribuye el summum de la bondad, de la excelencia, y se considera que acaparan en sí todos los bienes, y por supuesto, impregnan de esas mismas cualidades a todas las palabras a las que acompañan, por simple adherencia.

“Orgullo” es uno de esos vocablos de moda, o mejor dicho determinadas acepciones de la palabra “orgullo”, y que ha acabado por convertirse en “vocablo talismán”.

Tras  el uso y abuso de la palabra orgullo subyace la idea de cómo debemos tratar a los demás y de cómo debemos ser tratados por los demás.

Viene al caso recordar una cita de la filósofa Ayn Rand:

“El ser humano, -cada humano-, es un fin en sí mismo, no el medio para los fines de otros. Debe existir por sí mismo y para sí mismo, sin sacrificarse por los demás ni sacrificando a otros para sí mismo. La búsqueda de su propio interés, propio racional y su propia felicidad es el más alto propósito moral de su vida”.

Evidentemente Ayn Rand condenaba inequívocamente el egoísmo irracional de entregarse a los propios caprichos irracionales. Llamaba a esta actitud “whim-worshipping” (adoración del capricho), y a sus practicantes les daba el gráfico nombre de “egoístas sin ego”.

Hablaba también de que egoísmo, orgullo y extremismo no son vicios sino virtudes.

Definía el egoísmo racional desde el punto de vista de que no hay ningún motivo racional para poner las necesidades de los demás por delante de las necesidades racionales propias.

Al hablar de que el orgullo es una virtud, -el orgullo racional- y el corolario, el resultado lógico de las demás virtudes, estaba afirmando que si uno se esfuerza en llevar una vida racional y productiva, uno se gana el derecho a estar orgulloso de los valores morales y materiales que uno obtenga con su propio esfuerzo.

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Cuando decía que el extremismo es bueno, se refería a que si una persona, partiendo de premisas correctas y siguiendo una epistemología correcta (un procedimiento correcto para adquirir conocimiento de algo)  acabad identificando algo como “bueno”, lo único moralmente aceptable es llevarlo hasta sus últimas consecuencias.

En las sociedades civilizadas existe una general aceptación de que debemos tratar con los demás de forma pacífica, llegar a pactos, a acuerdos voluntarios y no ser nosotros nunca quienes iniciemos el uso de la fuerza contra los otros.

En una sociedad “abierta”, en el sentido que le daba Karl Popper al vocablo, debemos respetar los derechos de los otros si deseamos que nuestros propios derechos sean respetados. Sólo si transitamos por este camino podemos obtener los beneficios que provienen de la interacción social: los beneficios que derivan del intercambio económico e intelectual, así como todo lo que resulta de establecer relaciones personales de cercanía, exentas de hostilidad, e incluso “íntimas”.

La fuente de estos beneficios es la racionalidad, la productividad, la individualidad de la otra persona, y todo ello requiere libertad.

Pero todo ello debe basarse en otras imprescindibles premisas, como también nos señala Ayn Rand:

Nadie que valore su propia vida puede aceptar resignadamente, de forma impuesta, la responsabilidad de ser el mantenedor de otros humanos.

 Por otro lado, la persona que intenta vivir controlando a otros es un parásito.

Bien, retomemos la palabra “orgullo”:

Generalmente siempre se ha considerado que el orgullo es una forma de autoestima exagerada o elevada, una forma desproporcionada de “amor propio”. También otras veces suele asociarse a motivos considerables nobles.

Etimológicamente la palabra orgullo proviene de la expresión francesa “orgueil”.

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El orgullo también se suele considerar que tiene una estrecha relación con la soberbia, que proviene de la palabra latina superbia, de ahí que se considere antónimo de humildad.

Cuando se dice que alguien es soberbio, se está hablando de alguien que tiene una imagen distorsionada de sí mismo, sobrevalorada, de una persona que tiene el convencimiento de que todo lo suyo es superior, que es capaz de superar en todo a cualquiera que se le ponga por delante. La soberbia incita a la persona a considerarse capaz de realizar cualquier, cosa por encima de los demás e incluso de sus propias capacidades, de las circunstancias o mejor dicho los contratiempos que se presenten.

Hablamos de un exceso de auto-estima y auto-eficacia. Todo ello conduce a que el soberbio desprecie a las demás personas, desde la ida de que sus capacidades o su valía no son comparables a las suyas, y casi de forma inevitable se acaba convirtiendo en un arrogante.

En la lengua española también hay otro vocablo que se considera sinónimo de orgullo: dignidad. Dignidad entendida como excelencia, realce, calidad y decoro en la forma de comportarse. Los diccionarios hablan del vocablo “digno” con el significado de “merecer algo, en sentido favorable o adverso”. Dignidad deriva del adjetivo latino dignus, el cual se traduce como “valioso”; es el sentimiento que nos hace sentir valiosos, sin importar nuestra vida material o social.

Puede leer:  Don Juan Carlos de Borbón se marcha de España. Así se lo han pedido

Si nos centramos en la connotación positiva del término, el orgullo se vincula al respeto y a la valoración que una persona tiene de sí misma, o de un ser querido, y directamente relacionado con su forma de vida y de acuerdo con lo que esa persona considera irrenunciable, innegociable.

En los últimos días la palabra “orgullo” se viene utilizando de forma machacona, hasta el hartazgo, acompañando a la palabra “gay”. En los últimos años se utiliza la expresión “día del orgullo gay” para nombrar al conjunto de actividades de diversa índole que se realizan el día 28 de junio en muchos lugares del mundo y que tienen como objetivo –según dicen los organizadores del evento- abogar por la tolerancia, por la igualdad de todos los seres humanos independientemente de su orientación sexual, por la libertad.

Aunque corra el grave riesgo de ser tachado de homófobo o lindezas por el estilo, todos los años por estas fechas siempre me hago una pregunta:

¿Por qué y para qué hay que darle especial relevancia, y dedicarle ingentes cantidades de dinero que sale de los bolsillos de los contribuyentes a la exaltación de supuestos “valores”, formas de vida, ideas, que guardan relación con apenas un tres por ciento de la población y presentarnos tales cuestiones como la máxima expresión de la excelencia y de lo moral y éticamente supremo?

Aunque escasamente el 3% (¡Tres por ciento!) de la población es gay, y más del 97% heterosexual, el apoyo institucional a cuestiones tales como la familia, la paternidad, la maternidad, la masculinidad, la feminidad, el noviazgo, el matrimonio, el nacimiento, la crianza; es exiguo, e incluso habría que decir “mezquino”. Tales asuntos no reciben apenas atención, por el mero hecho de concernir a gente heterosexual.

Si uno busca la palabra “heterosexual” en Google, encontrará que no hay más de 24.000.000 de entradas. Si por el contrario, buscamos “homosexual” nos llevaremos la enorme sorpresa de que hay más de 50.000.000 de entradas (casi 10.000.000 la palabra “lesbiana”) impresiona sobremanera que una cuestión que afecta a cerca de 210 millones de personas, respecto de más de 7.000 millones que pueblan el planeta Tierra, reciba tantísima atención.

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No es desmesurado afirmar que a todo lo concerniente a la heterosexualidad se le ha acabado haciendo el vacío cultural, al dar trato preferente a la homosexualidad, o mejor dicho al “homosexualismo”. Se está produciendo desde hace ya mucho tiempo una campaña de lavado de cerebro, de manipulación de tal calibre que, los heterosexuales han llegado a considerar que lo mejor, lo políticamente y socialmente correcto es funcionar de manera invisible, no haciéndose notar, para “no ofender” a los gays.

 

Basta echarle un vistazo a cualquier televisión para darse cuenta de que en general, la heterosexualidad se muestra como algo a evitar, como si fuera algo perverso, vicioso, degenerado, anacrónico… y que no es recomendable. Por el contrario, la televisión (y el resto de los medios de información) nos muestran el homosexualismo como lo más “más”, como lo moderno, lo “progresista”.

Los diccionarios, a los que he recurrido bastante en este artículo, hablan también de la palabra orgullo como sinónimo de suficiencia, soberbia, altivez, endiosamiento petulancia, engreimiento, vanidad, pedantería,  jactancia o afectación de una persona.

Lo contrario de la modestia o el recato.

Inevitablemente todo esto me hace volver al objetivismo, la filosofía de Ayn Rand, que condena sin tapujos todas las formas de orgullo irracional: el orgullo de ser de determinado país, de pertenecer a una u otra raza o tribu, de pertenecer a una determinada religión, de tener unas determinadas inclinaciones sexuales, de tener grandes riquezas heredadas, de pertenecer a una familia con títulos nobiliarios… En ninguno de estos casos el individuo ha hecho algo para ganarse el derecho a estar o sentirse orgulloso de sí mismo.

De lo anterior también deriva que todos los seres humanos merecemos ser respetados sin importar origen, raza, religión, estatus, etc. Y que esto solo es posible cuando se reconocen  toleran, y consienten sin restricciones las diferencias de las demás personas, para que se sientan dignas y libres.

Sin duda nadie debería tener ningún inconveniente contra quienes decidan unirse por amor, independientemente de si son o no del mismo sexo, o tener unas determinadas inclinaciones al ira al encuentro de los otros, pero poseer un “exceso de orgullo” conduce en muchos casos a desarrollar la sensación o la convicción de poseer o ser merecedor de derechos exclusivos, o de trato de favor, o de privilegios.

Las personas con amor propio, con autoestima, no son las que se sienten superiores a los demás; no buscan probar su valor comparándose con los demás.

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Disfrutan siendo quienes son, y no necesitan sentirse mejores que los demás.

 

 

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