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Cataluña carlista (I)

No hay en España plumífero o historiador a la violeta, gacetillero con ínfulas y, en fin, analfabeto con balcones a la calle que, al referirse a la crisis catalana, no repita como un  lorito que el independentismo es hijo del carlismo. Se trata de una mamarrachada colosal que, misteriosamente, ha calado entre las masas cretinizadas.

Pero el independentismo no es hijo del carlismo, sino precisamente de la doctrina adversa. En su famoso opúsculo Qué es una nación, el liberal Ernest Renan establece que es la voluntad de los individuos la que afirma la existencia de una nación. En lo que no hace sino reelaborar los conceptos que Rousseau proclamaba en su Contrato social, en donde se consagra la existencia de una “voluntad general” que es una forma de soberanía total, incondicionada e inalienable. Esta exaltación de la voluntad se completaría después con un retórica romántica que invoca el “espíritu del pueblo” (Volkgeist), un principio subjetivo que se impone colectivamente a los hombres para unificarlos, a la vez que segrega a quienes se perciben como extraños. Todos los nacionalismos se nutren de estos conceptos liberales; y tanto el centralismo españolista como el independentismo catalán son sus hijos legítimos. Pues, en efecto, por más que anden a la greña (como tantas veces ocurre con los hijos de mala madre), el movimiento independentista y el españolismo centralista son hermanos de sangre: igualmente liberales, laicistas y enemigos de la tradición catalana e hispánica.

El carlismo, por el contrario, se reconoce en esa tradición. Frente a la orgullosa exaltación de la soberanía propia de todas las formas de nacionalismo (lo mismo centralistas que independentistas), la tradición no reconoce otra soberanía que la divina; frente a la exaltación de la política prometeica propia de todas las formas de nacionalismo (la política entendida como pura poiesis o arte de construir abstracciones), la tradición se funda en una política aristotélica, en la praxis que parte de la realidad histórica para introducirle correcciones y mejoras al servicio de la comunidad. Y la realidad histórica española es el reconocimiento de una diversidad cordial, integrada solidariamente a través de una fe común. Tal unidad en la diversidad se logró a través de lo que Montesquieu denominó “gobierno gótico” (que calificó como la “forma mejor temperada de gobierno” que haya habido jamás sobre la faz de la tierra), fundado en el pactismo: el monarca reconocía las libertades concretas de los pueblos y las instituciones que las protegían; y a cambio los pueblos juraban lealtad al monarca. Y, mientras rigió este “gobierno gótico” sobre el que se funda la tradición catalana e hispánica, Cataluña demostró, como nos enseña Tirso de Molina, que “si en conservar sus privilegios era tenacísima, en servir a sus reyes era sin ejemplo extremada”. Así se explica que, en 1714, nadie defendiera tan ardorosamente la tradición como los patriotas catalanes, con Rafael de Casanova a la cabeza, quien en su célebre pregón del 11 de septiembre escribiera: “Todos los verdaderos hijos de la patria, amantes de la libertad, acudirán a los lugares señalados, a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España”. Así se explica también que no haya habido pueblo tan perseverante y heroico como el catalán en su lucha contra las infiltraciones liberales, que combatió en siete guerras contrarrevolucionarias, desde 1794 a 1875: la Guerra Gran o Guerra del Rosellón; la Guerra de la Independencia; la Guerra Realista durante el trienio liberal de 1820-1823; la Guerra dels Malcontents contra la deriva afrancesada de la Década Ominosa; la Primera Guerra Carlista, entre 1833 y 1840; la Guerra dels Matiners o Segunda Guerra Carlista; y, en fin, la Tercera Guerra Carlista, entre 1872 y 1875.

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Y en todas estas guerras, Cataluña no combatía por la independencia, sino por el restablecimiento de sus libertades e instituciones.. Cataluña se mantuvo fiel a los reyes de España y los sirvió extremadamente, mientras esos reyes cumplieron lo pactado; y, cuando los reyes dejaron de cumplir lo pactado y trataron de suplantar la tradición política hispánica con importaciones liberales (tales como el centralismo), Cataluña se revolvió contra ellos. Pero la Cataluña carlista, siendo muy amante de sus tradiciones e instituciones, amaba también (hasta el derramamiento de la sangre) a España, en la que veía una unión de pueblos querida por la Providencia. ¿Cómo se convirtió ese amor en odio separatista? Precisamente porque Cataluña dejó de ser carlista; porque renegó de su tradición, haciéndose liberal. Lo explicaremos en una próxima entrega.

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