Desde hace ya unas cuantas décadas ha ido penetrando en España, como en el resto de Europa, y ha acabado instalándose entre nosotros, con intención de perdurar, una cultura política profundamente simplista, dicotómica, maniquea, reñida con cualquier forma de pluralismo, una visión de la realidad entendida como una constante lucha entre contrarios irreconciliables.
Por un lado están “los buenos”, absolutamente convencidos de poseer el monopolio de la bondad y de estar caracterizados por una superioridad moral incuestionable (erigiéndose en vanguardia revolucionaria con pretensiones de ser los nuevos gestores de la moral colectiva); y por otro lado, “los demás (malos, perversos, egoístas, retrógrados, anacrónicos y un largo etc.), acomplejados y permanentemente supeditados a los buenos en lo que concierne a las ideas. En el debate político, lo que más teme cualquier miembro del grupo de los demás es que cualquiera que dice ser de los buenos –aunque sea un perfecto energúmeno- lo aniquile moralmente, lo linche, lo exponga al escarnio público, lo reduzca a escoria humana, recurriendo generalmente a la falacia ad hominem, o a alguna de las falacias “lógicas” que forman parte de un repertorio, tan escaso en número como los dedos de una mano, y del que hacen uso como arsenal dialéctico.
Quienes forman parte de la disidencia, los integrantes del grupo de “los malos”, tienden generalmente a callar, a intentar pasar desapercibidos, para no sufrir la ira de “los buenos”, y suelen recurrir a toda clase de eufemismos, circunloquios, contorsiones argumentales, e incluso hasta ser más papistas que el papa, a la manera de los conversos, o pedir perdón por sistema cada vez que abren la boca o escriben, para evitar ser tildados con lindezas tales como: “facha”, “reaccionario”, “neoliberal”, “machista”, “misógino”… epítetos, todos ellos expelidos con la intención clara de intimidar y paralizar.
El miedo a esos calificativos provoca un extraño y entusiasta consenso, por doquier, que está por encima de tendencias o partidismos. Desde hace aproximadamente medio siglo, el pensamiento único y políticamente correcto ha acabado dominando a la sociedad occidental. Arropados por él, han ido prosperando casi todos políticos considerados progresistas, pero también multitud de políticos liberales y conservadores, muy temerosos de que les colgaran algún sambenito… La denominada perspectiva de género, o la teoría del cambio climático, idolatradas por la izquierda y obedecidas sin rechistar por la derecha, son ejemplos de ese único y universal consenso.
Las ideologías son como paraguas contra cualquier clase de idea, y a la vez son un instrumento que sirve para divulgar principios, dogmas, tópicos y más tópicos todos ellos acríticos e irreflexivos. El paraguas de las ideologías preserva determinadas “realidades”, a la manera de un fósil, petrificadas, a salvo de la realidad cambiante, plural, desigual, diversa… El paraguas ideológico da cobijo al odio, al dogma y al poder; fuera están la duda y el amor. Bajo el paraguas está la certeza, la seguridad, la ausencia de duda, la suficiencia, la intolerancia; fuera, la frágil verdad, la inseguridad, el sentimiento de vulnerabilidad, la enorme responsabilidad de la libertad. Como es obvio, los buenos están cubiertos por el paraguas ideológico: arrogantes, satisfechos, en comunión, convencidos de ser parte de un grupo de “iguales”, parte de un todo homogéneo…
Esta cultura simplista, de pensamiento único va acompañada de una arrogante ignorancia.
¿Les suena aquello, tantas veces repetido, de “pero no me negarás mi derecho a opinar, pues mi opinión también es importante y respetable como cualquiera…”?
Albert Einstein decía que todos somos ignorantes, pero que no todos ignoramos las mismas cosas. Es más, en la “era de la información” es casi imposible saber de todo, tener un saber enciclopédico… Si alguien decide estudiar Medicina, pongo por caso, inevitablemente elige voluntariamente “ser ignorante” de otras disciplinas, tales como aeronáutica, o astronomía, o economía, o derecho… es impensable que alguien sea capaz de abarcar todo el “conocimiento”.
Por supuesto que ello no es malo. La mente humana es limitada. Es imposible saber de todo. No es posible conocer la mayoría de las cosas. Es por ello que inevitablemente somos selectivos con lo que aprendemos. Y por lo tanto, acabamos decidiendo consciente o inconscientemente en qué nos mantendremos ignorantes. Es más, incluso se puede afirmar que la ignorancia en muchas ocasiones es una opción “racional”.
Cuando decidimos ser ignorantes, primero seleccionamos lo que nos interesa o es útil conocer, y descartamos lo que a priori consideramos – o más bien intuimos- que nos va a obligar a utilizar mucho tiempo y mucha energía.
Por ejemplo, si alguien se ve en la necesidad de ir a comprar un detergente, podría encargar a algún experto una investigación detallada y completa de todas las marcas, o hacerla por su cuenta, para saber cuál es el que lava más blanco… Pero a nadie se le ocurre tal cosa, pues cuesta tiempo y/o dinero… La gente recurre en tales casos a alternativas más baratas como preguntarle a sus amigos, o dejarse influir por la propaganda. La gente renuncia a efectuar una investigación o encargársela a un laboratorio; simplemente porque resulta muy caro, y tiene la idea de que no le compensaría, “no valdría la pena”.
Cuando la gente se ve en la circunstancia de participar en unas elecciones, tal como ha ocurrido hace muy pocas semanas en España, quienes deciden votar lo suelen hacer, también, como “ignorantes racionales”.
La gente no “estudia” a cada candidato, no los compara, no trata de discernir sobre las ventajas e inconvenientes de votar a uno u otros, tampoco lee sus programas (si es que presentan algún programa). Generalmente, quienes votan lo hacen ignorando cuál es “la mejor opción”. Por llamarlo de alguna manera, “votar bien”, elegir la mejor opción requieren emplear tiempo y esfuerzos a los que la mayoría de los electores no están dispuestos. Evidentemente, los promotores de las diversas candidaturas y partidos políticos saben sobradamente que la gente “funciona así”.
Esto explica que acabemos teniendo a los gobernantes que tenemos, y padecemos; es por ello que cualquier “famoso” tiene muchas opciones de salir elegido en cualquiera de los comicios, sea una elección municipal, regional, nacional, o supranacional. Es por ello que cualquier “artista”, o famoso de las revistas “del corazón”, o un futbolista, pongo por caso, goza de muchas posibilidades de ser elegido.
¿Por qué será que en un país tan aparentemente politizado, como España, las cuestiones políticas están tan lejos de las preocupaciones del ciudadano corriente?
La falta de interés del ciudadano en lo concerniente a la política se puede interpretar desde la perspectiva de costes y beneficios. Para la mayoría de los ciudadanos, poder comprender a fondo de la actualidad política y poder formarse una opinión acertada es costoso, pues requiere bastantes tiempo y esfuerzo; y se percibe como poco beneficioso, dado que la probabilidad de cambiar la situación, e influir en la gestión de los asuntos públicos, a través de su voto es muy escasa.
Por otro lado, el debate público aborda generalmente cuestiones complejas que, a pesar de su trascendencia social, la gente no tiene idea de que le afecten directamente y, por lo tanto, no considera que haya que poner mucha atención en ellas.
¿Reforma de la Administración de Justicia? ¿Forma de organización del Estado, necesidad o no del Senado, necesidad de recentralización y eliminación del “estado de las autonomías”…? ¿Inmigrantes que intentan entrar en España por Ceuta y Melilla? ¿Política exterior? ¿Aborto, Eutanasia? ¡Uffff… no me “caldees la cabeza” -que diría un extremeño-… Bastante abrumado me siento ya con las actividades en mi vida cotidiana, como para atender a esos problemas!
El ciudadano que acaba optando por ser voluntariamente ignorante se plantea la siguiente dilema: dejarse llevar y actuar “ciegamente” al dictado de otros, o abstenerse de participar (votar).
Ante la gran cantidad y complejidad de la información que necesita cualquier personas, para poder tomar una decisión a la hora de decidir a qué candidato o a qué agrupación política vota —teniendo en cuenta el perfil del candidato, su proyecto, programa electoral, su trayectoria personal, formación académica, su currículo profesional, su trayectoria personal— el común de los mortales prefiere mantenerse voluntariamente desinformado y tomará la decisión de votar al candidato que “sienta más cercano a su propia posición ideológica”.
Por todo ello son tan importantes las ideologías (etimológicamente “ideas lógicas”, nada más lejos de la “lógica” que las ideologías…): las diversas ideologías funcionan como una especie de atajo, el camino más corto, más cómodo para tomar decisiones políticas. En vez de tener que dedicarle horas a la búsqueda de información, a la lectura, a la comparación y al análisis de las propuestas de gobierno de cada candidato; el elector cuenta con que, si el candidato es de derecha, de centro o de izquierda, éste adoptará una orientación y un estilo de gobierno, y hará unos planteamientos de política pública, más o menos previsibles.
Y, por el contrario ¿qué estimularía a un ciudadano corriente a buscar información, a adquirir un conocimiento suficiente de los problemas políticos de su país, de su ciudad, de su región, para poder formarse una opinión meditada, razonada sobre ellos? Un estudio exhaustivo de los múltiples asuntos públicos obligan a dedicarle atención, energías y tiempo, mucho más de los que empleamos en la lectura apresurada del periódico cuando nos tomamos el desayuno.
Cuanto mayor es la cantidad de información a la que tenemos acceso, que hoy es de una magnitud abrumadora, precisamente porque está al alcance de cualquiera como nunca lo ha estado, más tiempo necesitaremos para procesarla, analizarla de forma minuciosa y sacar conclusiones relevantes; y por supuesto, estar “al día”, estar informado de la actualidad requiere dedicación y constancia.
Un ciudadano bien informado tendrá siempre que asumir de forma particular “los costes de informarse bien”; mientras que los posibles beneficios de su actuación acabarán repercutiendo en el conjunto de la sociedad, él solo será uno más del conjunto, lo cual le llevará a la conclusión de que todo el esfuerzo empleado, y tiempo -y dinero-, no le compensan…
De todos modos, hay un factor aún más importante: ¿Cuál es la probabilidad de que el voto de una persona bien informada sea decisivo a la hora de elegir a los mejores gobernantes, y la mejor política, teniendo en cuenta que el peso de su voto se diluirá entre un enorme grupo, numerosísimo, de electores “ignorantes racionales”?
En unas elecciones generales como las que tendremos hacia final de año, la probabilidad de que un voto bien meditado e informado llegue a ser determinante, influyente en el resultado de las elecciones, es prácticamente cero. En suma, puesto que el elector bien informado acaba llegando más pronto que tarde a la conclusión de que su capacidad de influencia es insignificante y que con su voto probablemente no cambiarán las cosas, y que su afán de estar bien informado no es una inversión “rentable”, el ciudadano corriente acabará perdiendo cualquier aliciente que tuviera para ir más allá de una información superficial y “barata”.
No es de extrañar que los escándalos sexuales, la vida de los “famosos”, y lindezas por el estilo consigan mayor atención informativa que los análisis de política en general, o de economía, o alguna propuesta legislativa, sea del asunto que sea…
A nadie se le escapa una consecuencia importante de todo esto: la desinformación convierte a los ciudadanos en presa fácil de las estrategias propagandísticas de líderes, o partidos políticos, o lobbies, o grupos políticos populistas, y de las informaciones sesgadas y adulteradas que divulgan, publicitan para defender sus puntos de vista…
Hay que reconocer que el análisis, el diagnóstico de la situación que sufre nuestro país no es nada halagüeño, que no es alentador, ni estimulante; sí, es cierto que no invita a tirar cohetes… pero, la ignorancia voluntaria de los ciudadanos, o su falta de juicio en cuestiones políticas, que no guarda relación con el nivel de educación o la formación académica de cada cual, hunde sus raíces en la misma naturaleza humana y, según parece, no se soluciona apabullando, o abrumando a la gente con más información.
A estas alturas, supongo que a nadie le caben dudas de que lo que vengo hablando es un asunto de trascendental importancia, porque nuestra calidad de vida, la calidad de nuestro sistema político, de nuestra “democracia” depende de que los electores estén bien informados, pues es la única manera de que sean responsables a la vez que exigentes con sus representantes.
¿No sería cuestión de tomarse en serio lo de instituir alguna clase de “educación cívica y para ser buenos ciudadanos”?