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Historia

Una aproximación a las fraternidades masónicas militares -I-

La auténtica historia de la masonería española se inicia, curiosamente, con una logia exclusivamente militar auspiciada por la francmasonería gala.

La reunión de San Martín (derecha) y Simón Bolívar (izquierda) en Guayaquil, Ecuador, el 26 de julio de 1822, donde se decidió la campaña de liberación de Sudamérica del control español.

“A los idealismos franceses sin significado, Libertad, Igualdad y Fraternidad, les oponemos las realidades prusianas: Infantería, Caballería y Artillería”
Bernhard von Bulow


 

La reunión de San Martín (derecha) y Simón Bolívar (izquierda) en Guayaquil, Ecuador, el 26 de julio de 1822, donde se decidió la campaña de liberación de Sudamérica del control español.

Ha habido siempre logias de militares. Piénsese en el famoso Affaire des fiches[1] de hace un siglo. En España ha habido también masones y fraternidades masónicas. Ahora hay militares masones y presumiblemente también “fraternidades”. No me consta[2] que hayan elaborado un fichero de militares masones como en el caso de las “fichas” en Francia y como determinó una de las asambleas extraordinarias del GOE el 20.2.1932. Afectaba ésta, no solo a los militares sino también a los restantes masones, especialmente a los políticos, incluidos los activos y los durmientes o en sueños. En la ficha debía consignarse “su ocupación actual, los empleos que ejercen o han ejercido en el Estado o en empresas privadas, así como su hoja de servicios con sus méritos y sus trabajos masónicos… Se vigilará para que esta fraternidad masónica esté por encima de todas las divergencias que pudieran distanciarlos en las luchas políticas”. Es decir, ellos a lo suyo, a conseguir los objetivos que se marcan.

La auténtica historia de la masonería española se inicia, curiosamente, con una logia exclusivamente militar auspiciada por la francmasonería gala. Se trata de la denominada La Reunión Española, con sede en la ciudad francesa de Brest, corriendo el año de 1801 porque ni la efímera logia madrileña fundada por el Duque de Wharton (el adorador del diablo) en 1728, ni las también británicas de Gibraltar y de Menorca, pueden considerarse, en puridad, españolas.

La logia de Brest estaba compuesta, como toda logia militar, por oficiales y “asimilados”, en este caso particular, de la armada española. Al disolverse este «taller» en abril del año siguiente, los miembros de esta sociedad decidieron llevar a España esta anatematizada forma de sociabilidad, logrando su empeño en Cádiz y, más tarde y que sepamos, en La Coruña. Con la invasión bonapartista que da inicio a la Guerra de independencia, España se verá dividida en dos grandes zonas, por un lado la juntista España patriota de las Cortes de Cádiz que prohibirá la masonería al asociarla a la francesada y, por otro lado, la España administrada por la monarquía josefina, donde la masonería gozará por primera vez en esta nación de total libertad y, lo que es más, de total protección por parte del nuevo Estado, cuya jefatura, es decir, José I, será además, el Gran Maestre de la Gran Logia Nacional de España. Esta obediencia compartirá con el Gran Oriente de Francia la existencia masónica en la versátil territorialidad de su reino, al depender las numerosas logias militares bonapartistas de esta obediencia francesa.

José Bonaparte retratado por François Gérard.

En estos bélicos años no se pueden olvidar a los oficiales prisioneros españoles -como Riego, Espinosa de los Monteros, Fernández San Miguel, etc.,− británicos y franceses que, en sus respectivos campos de concentración se dejaron iniciar o, siendo ya «hermanos», se organizaron en logias en sus obligados «destinos» de Francia, Menorca, Mallorca, etc. Más tarde, cuando el derrotado ejército francés abandona el suelo español y Fernando regresa, comienza su inesperada «caza de brujas» contra liberales y masones. Aparece, entonces, un nuevo tipo de masonería española fruto de la influencia o proyección cultural que el masonismo bonapartista francés había dejado en España. Conocemos hasta ahora dos sociedades de estas características, las dos con sede en la liberal ciudad de La Coruña; la segunda sucederá a la primera por razones de estricta seguridad, dada la clandestinidad en la que vivieron estas dos logias. La primera, fundada en 1814, la Logia Constitucional de la Reunión Española, contrae en sí misma una serie de trascendentales singularidades como, por ejemplo, la antiestatutaria. Primer y único caso conocido en toda la historia universal de la masonería en el que una logia olvida ostentosamente una de las principales obligaciones de las célebres Constituciones de Anderson que, taxativamente, prohíben cualquier tipo de influencia política.

Este «taller» dirigido curiosamente por el francés Pierre Alexandre Auber, llegado a España con las tropas bonapartistas como funcionario de los hospitales militares y ascendido y asimilado a la afrancesada Administración del Estado josefino como Jefe de Contabilidad de la Administración Central del Hospital del Ejército Español, va a estar compuesto, mayoritaria y paradójicamente, por militares y civiles liberales patriotas como Marcelino Calero, Sebastián Iguereta, el capellán de la armada que había sido iniciado en Brest Salvador Daroca; nada menos que el entonces recientemente cesado capitán general del Reino de Galicia Luis Lacy, los capitanes del ejército español Joaquín Domínguez, Domingo Aldanesi, Carlos Balassa, Joaquín de Aldecoa, Benito María Labora, así como otros miembros del ejército español patriota.

Un poco más tarde, en 1816, se unirán a esta logia liberal otros oficiales del ejército español con altos grados masónicos y habiendo sido iniciados algunos de ellos -como, seguramente, también le pasó a Rafael del Riego-, por la masonería francesa en sus obligadas estadías francesas en los campos de prisioneros. Al año siguiente, esta numerosa logia coruñesa que recogía con su denominación la tradición masónica española iniciada por la logia de Brest, se va a reconvertir en una pequeña y secretísima logia militar de artilleros formada por esos «hermanos» de altos grados, llegados el año anterior. El título que le darán al «taller» en esta ocasión, recogerá la vieja tradición revolucionaria francesa de los clubes políticos: Los Amigos del Orden muy pronto conocida sólo por el nombre del café donde se reunía: La Fontana de Oro, mencionada por Galdós.

En dicha logia los tres cargos o «dignidades» más importantes de esta discretísima y reducidísima logia militar eran, nada más y nada menos, los oficiales artilleros que habían planificado, desde 1817 -o sea, desde la fundación de su singular «taller»- y realizado victoriosamente, el 21 de febrero de 1820, el golpe de mano incruento de la toma de la Capitanía general de La Coruña y la posterior entrega de armas (136 años después volverán a hacerlo) a los civiles involucrados en esta conspiración constitucionalista, llevada a cabo, como se recordará, para apoyar el ya casi extinto grito de Riego en Las Cabezas[3], quien sublevó la expedición de 20.000 soldados destinados al Río de la Plata para auxiliar a los realistas de América. Esto acabó para siempre con las expediciones de refuerzos de España.

Un capítulo importante en la historia de las fraternidades militares es su participación en la independencia de los países americanos. La Masonería se escuda en que la motivaba su filantropía, su amor fraternal por los pueblos a los cuales quería libres viviendo en regímenes democráticos. Así en América, de norte a sur, se presenta a la Orden, en gran medida. a partir de referentes ligados a luchas independentistas y a la gestión necesaria para la consolidación de las libertades públicas y privadas en aquellos pueblos. No podemos dejar de plantearnos, viendo la situación  en que se encuentran esos países, el poco éxito que la masonería tuvo en este aspecto y nos planteamos cuál fue el motivo real por el que participó con tanto ahínco en contra de España. La explicación la encontramos en el afán de Inglaterra por aumentar su poderío económico y a la masonería, dada su vinculación con aquélla, su empeño por ayudarla.

El año 1810, en Londres, estuvo dominado por las noticias que llegaban de España acerca del desmoronamiento de la monarquía, ante la consolidación de la ocupación napoleónica y el resurgimiento de las autonomías locales como mecanismo de resistencia ante el invasor. Se expandía igualmente el temor de que los codiciados territorios americanos cayeran también en manos del emperador francés. Dado el aislamiento en que Napoleón había colocado a Inglaterra, a ésta no le quedaba otro camino, si no quería asfixiarse económicamente, que impedir que el emperador incorporara América a sus dominios; y esto sólo podría lograrlo ayudando a estas colonias a conquistar su independencia y así apoderarse del comercio.

De modo que ya desde fines del siglo XVIII la corona inglesa, por medio de la Compañía de Indias Orientales, venía realizando planes para la conquista de esta parte de América, con el propósito de insertar sus productos y manufacturas en la sociedad hispanoamericana. Así que en  1799, un hombre vinculado al gobierno británico de William Pitt, el joven, que había tomado parte en todas las discusiones acerca de una posible acción militar sobre los asentamientos españoles en el nuevo mundo, Sir John Coxe Hippisley, encomendó la realización de un plan militar para conquistar las tierras españolas de ultramar. Este plan entraría en ejecución después 13 años, luego de alianzas y enfrentamientos entre ingleses y españoles.

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Hippisley había vivido varios años en Roma donde desempeñaba tareas secretas para el gobierno británico y no hacía muchos años que a instancias de España, Portugal y Francia el Papa Clemente XIV había suprimido a la sociedad de Jesús en 1773, pero fueron admitidos de nuevo en el Vaticano poco después. Hippisley logró obtener de esos jesuitas información valiosa sobre los modos de atacar las colonias españolas[4] y hay más de un memorial del militar Wellesley sobre los modos de atacar las posesiones de España.

Fue precisamente en un periodo de guerra anglo-española, a comienzos de 1800, cuando Hippisley escribió un memorial a Thomas Mitland adjuntando toda la información obtenida de los jesuitas y encomendándole la elaboración de un plan para una rápida acción sobre las colonias españolas. Éste, que era un militar estratega destacado por su eficaz administración en las colonias encomendadas a su gobierno, estuvo en India, participó en el fracasado intento de ingresar a América Central y terminó sus días en Malta, siendo uno de los mejores gobernantes que haya tenido la corona inglesa en aguas del Mediterráneo. Maitland estudió al detalle la documentación proporcionada por Hippisley y encontró que en todos los planes para atacar Hispanoamérica los emolumentos de los individuos eran la parte más importante a considerar. Las expediciones solían ser movidas por la perspectiva de un beneficio inmediato. Thomas tuvo una concepción distinta al priorizar, sobre el beneficio individual, el interés comercial de su país que realmente era lo que más les interesaba.

Al tiempo de la guerra de la Península, Inglaterra se debatía entre dos objetivos contradictorios. El principal era, por supuesto, detener a Napoleón, y a estos fines España y Portugal eran los únicos aliados que Inglaterra tenía en Europa. Por otro lado, un clamor público demandaba, en Inglaterra, que la corona extendiera sus conquistas al Nuevo Mundo, al tiempo que convenía mantener un equilibrio, lo cual era importante tanto desde el punto de vista militar como comercial. Napoleón había impuesto un bloqueo al continente e Inglaterra se sentía en la necesidad de encontrar nuevos mercados cuanto antes, de modo que Inglaterra luchaba en la Península a favor de España y en Hispanoamérica en contra de ella pero a favor de sus propios intereses.

Los revolucionarios americanos sabían que la resistencia española en preservar sus territorios de ultramar era lo que más inquietaba a Inglaterra. Por lo tanto, ellos prometían libre comercio, y aun facilidades territoriales, a cambio de la ayuda militar que Inglaterra pudiera prestar a los movimientos independentistas. La oferta tentaba a Inglaterra, pero la necesidad de no irritar a sus aliados europeos frenaba toda acción práctica explícita. Como asociación consagrada a la Libertad, Igualdad y Fraternidad, portadora de ideas supranacionales y amparadas por el más estricto secreto y ocultación de los miembros que realizarían el trabajo, la moderna masonería (fundada en Londres en 1717) era ideal para prestar asistencia indirecta a los revolucionarios hispanoamericanos, así que la secta fue el conducto por el cual se logró la emancipación de América, lo cual tenía su lógica teniendo en cuenta que entre sus miembros  se encontraban el futuro Jorge IV que había sido iniciado en 1787 por su tío Henry Frederick, Duque de Cumberland, en la Logia Príncipe de Gales, en Londres. En 1811, el príncipe era Gran Maestre de la Moderna Masonería Constitucional Inglesa.

Puede leer:  El club Bildeberg versus España

Por aquella época circulaba en Londres Francisco de Miranda quien en 1798 fundó la logia que aglutinaría a los padres de la emancipación americana: “La Gran Reunión Americana” epicentro donde se gestó el plan para libertar América. Miranda había intentando desde 1791 persuadir a la corona inglesa a que participara en la emancipación. En 1812 lograría que zapara la fragata George Canning en la que irían San Martín, Alvear, Bello, O`Higgins a poner en marcha el plan redactado por Maitland.

En 1811, San Martín había viajado a Londres, y haciendo uso de la fraternidad masónica, entró en contacto con liberales masones como Simón Bolívar y Francisco de Miranda. Al año siguiente, San Martín pide permiso al ejército real para abandonar España rumbo a Lima, un viaje que lo vinculó con las actividades de la Logia Lautaro, que en 1812 se reunía por primera vez en Buenos Aires. “Todo estaba entrelazado siguiendo la cadena masónica”, de modo que los enfrentamientos se producían por defender intereses de la masonería, representante, a su vez, de los intereses de Inglaterra.

 

En enero de 1812 llegan los del Canning al puerto de Buenos Aires y desde aquí la historia ya es conocida por todos. Ganar el puerto de Buenos Aires; Tomar posiciones en Mendoza; Coordinar acciones con un ejército en Chile; Cruzar los Andes; Derrocar a los españoles y controlar Chile; Continuar por mar a Perú; Emancipar Perú.

Tradicionalmente se ha venido diciendo que la independencia americana se produjo exclusivamente por la rebelión del ejército criollo, sin embargo, la naciente historiografía latinoamericana con los historiadores Benjamín Vicuña Mackenna (1860) y Bartolomé Mitre (1869 y 1887), demostraron la importancia de la actuación de sociedades secretas durante las guerras de la independencia desde mediados del siglo XIX, como fueron la famosa logia Lautaro y otras creadas por todo el territorio, todas las cuales eran Operativas, es decir, tenían una meta específica, en éste caso, en contra de tanto como pregonan de no ser políticas, su acción se centraba en conseguir la independencia de las colonias españolas. Contaban además de las fraternidades militares entre los ingleses y los llamados liberales como Francisco de Miranda, Simón Bolívar, Sucre (Venezuela),O´Higgins (Chile), José de San Martín, Manuel Belgrano, Alvear, Monteagudo (Argentina) todos Masones, con militares como Santander, Antonio José de Sucre, José Antonio Páez, O’Higgins, Agustín Gamarra, José de Canterac, José de la Serna e Hinojosa, conde de los Andes, entre otros, todos ellos con importancia relevante en la pérdida de América.

Un claro ejemplo de aquella fraternidad masónica, lo relata Javier Agüero, Gran Canciller de la Gran Logia Mixta de San Juan – Oriente del Perú, al contarnos cómo se preparó la deslealtad de los militares masones españoles quienes sellaron con un abrazo, el de Maquinguayo celebrado antes de la batalla de Ayacucho y donde los hermanos masones de ambos bandos se reconocen entre sí para luego evitar herirse durante el combate, de modo que se firmó la capitulación sin apenas lucha tal como habían quedado. Según el Gran Canciller  lo que parece reafirmar el complot masónico es el hecho que siendo la batalla de Ayacucho el combate decisivo para la independencia o la continuación del virreinato, fue sin embargo la que menos bajas y heridos produjo.

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Es decir, los militares masones españoles entregaron la batalla con armas y bagajes sin luchar por mor de los fraternales lazos que les unían a sus hermanos ingleses sin tener en cuenta los intereses de su nación. Esa victoria de los independentistas supuso la desaparición del contingente militar realista más importante que seguía en pie, sellando la independencia del Perú con una capitulación militar que puso fin al Virreinato del Perú. No obstante, España no renunció formalmente a la soberanía de sus posesiones continentales americanas hasta 1836. Sin embargo, a pesar de sus éxitos, el gobierno de Simón Bolívar en el Perú (1824-1826) no fue bien visto ni por las elites políticas recién conformadas, ni por la antigua elite criolla, quienes vieron en el libertador a un dictador y usurpador napoleónico que quiso establecer un gobierno absoluto basado sólo en su figura.

A partir del advenimiento del Trienio constitucional y de la enorme repercusión internacional que este triunfo del liberalismo poseyó en plena Restauración salida del Congreso de Viena, se fue forjando el arquetipo «militar-liberal-masón» con una amplia proyección, no solo nacional, sino también internacional. Así, este arquetipo revolucionario desarrollado por los militares masones del Sexenio negro español, será remedado por los «veintistas» portugueses o los decembristas rusos, teniendo in mente todos estos representantes de la subversión liberal europea el ejemplo de la universalmente celebrada Spanish Revolution de 1820. La fuerte persecución policial tanto durante el periodo del absolutismo fernandino y en la era Isabelina, propició que para conspirar contra ellos los militares y civiles progresistas tuvieran estructuras de organización secretas por influencia de la masonería en estas organizaciones del progresismo; de modo que siguió utilizando la costumbre masónica española y portuguesa (iniciada por la ya citada logia militar coruñesa del Sexenio negro), del nombre simbólico o de guerra como método de supervivencia en la clandestinidad. Surgen así  las sociedades patrióticas y secretas del Trienio liberal, los anilleros, el carbonarismo…, etc. pero al partido político moderno aún le faltaba por superar algún que otro tramo en su evolución histórica −como inteligentemente intuyó, desde la cárcel, Antonio Gramsci− para llegar a su auténtica realidad existencial.

Una vez victorioso el golpe de Estado de Prim, en las juntas revolucionarias que ahora van a pasar de la clandestinidad a la pública institucionalización, se encuentran muchos miembros de aquellas juntas los cuales serán parte activa de las logias. Según el profesor Cardona, «la revolución de 1868 supuso el triunfo del liberalismo militar y la conversión de Prim, en árbitro del poder. Hasta que el progresismo militar fue arruinado por el asesinato del general y el enfrentamiento entre el federalismo y el Ejército. Los oficiales se decantaron hacia posturas más conservadoras, impulsados por un sentimiento de defensa corporativa. En realidad los más célebres militares del liberalismo decimonónico español ostentaban la condición de masones. Por citar sólo unos pocos, nombraremos a los tenientes Daoíz y Velarde; a los generales Castaños, Espoz y Mina, Milans del Bosch, Juan Martín «el Empecinado», Cayetano Lacy, Juan Van Halen, Rafael de Riego, José María Torrijos, Enrique O’Donnell, Juan Prim, Baldomero Espartero; los almirantes Juan Bautista Topete y Casto Méndez Núñez… y así un largo etcétera como el contumaz y quijotesco militar zorrillista, natural de Betanzos, el célebre general Manuel Villacampa y del Castillo. Este miembro de la clandestina Asociación Republicana Militar,[5] (A.R.M) acaudilló las tropas que, en 1886, proclamaron la república en Madrid, siendo condenado a muerte, fue conmutada su pena y murió en su presidio melillense en 1889.

El capitán Santiago Gálvez-Cañero Gómez de nombre simbólico Juan de Padilla, era descendiente de una acrisolada estirpe de militares liberales como el célebre mariscal de campo Teodoro Gálvez Cañero o de aquel Santiago Gálvez Cañero, miembro de la Sociedad patriótica de Lucena en pleno Trienio liberal. Este culto militar, convencido republicano, desarrollará una amplísima y fructífera «carrera» masónica. Incansable fundador de logias por diferentes lugares de la geografía española allí donde era destinado, poseedor de los grados masónicos más elevados, reputado publicista en prensa masónica y republicana, sufrirá en 1883 la persecución, posiblemente por su pertenencia a la A. R. M. «…por una vil delación fue disuelta su logia y él encarcelado y procesado juntamente con sus hermanos Julio y Enrique y otros dignos obreros de dicho taller.» Todo esto que narramos habiendo sucedido en la villa logroñesa de Calahorra, justo un mes antes de que la conspiración efectuada por la zorrillista Asociación diese su primer intento de golpe de Estado con las sublevaciones cruel y expeditivamente abortadas de Badajoz, Santo Domingo de la Calzada y de La Seu de Urgell. Morirá el «hermano» Juan de Padilla en Valladolid en 1894, a los cuarenta años y con el grado de capitán.

La masonería, tras su profunda crisis finisecular se mantuvo inicialmente en una situación de total precariedad hasta el segundo decenio del nuevo siglo, momento éste en que comenzará a gozar de un imparable desarrollo, recobrando viejos prestigios en cuanto a su proyección cultural en medios sociales como la clase media de tradición familiar liberal. En los momentos previos a la Dictadura militar de Primo de Rivera, hallamos ya con frecuencia oficiales del ejército en muchos «talleres» de la geografía nacional y en las logias del Protectorado Español de Marruecos. Nada menos que dos militares eran los grandes maestros de las grandes logias regionales del sur (Fermín Zayas) y del sudeste (Ángel Rizo) al tiempo que el descontento se iba generalizando en el ejército, volviendo a aflorar, cada vez con mayor fuerza, el decimonónico militarismo; pero de esta etapa nos ocuparemos en un próximo artículo.


[1] El negocio de las tarjetas (a veces llamado el “caso de las  cacerolas“) se refiere a una operación de registro político y religioso en el ejército francés de 1900 a 1904. Fue llevado a cabo por las logias masónicas del Gran Oriente de Francia por iniciativa del General Louis André, Ministro de Guerra al establecer un sistema de jerarquía paralela. De este modo, se estableció para cada funcionario una hoja informativa política y confesional independiente de las notas atribuidas por los superiores.

[2] Este artículo está basado en el muy docto trabajo titulado “¿Cómo influye la masonería en la sociedad española?” del experto Padre Manuel  Guerra Gómez publicado originalmente en la revista “Altar Mayor”, reproducido por Gabriel  Ariza en InfoVaticana.

[3] ALBERTO VALÍN FERNÁNDEZ: “Botas y espadas en la secreta sociedad de la escuadra y el compás: la masonería y los militares en la Historia de España” pg 236. “Era la primera vez que en la historiografía española, se podía demostrar -por medio de los correspondientes documentos originales- que, en este caso particular, el tan manido mito complotista tenía ciertos visos de verosimilitud. La metodológicamente jamás contrastada afirmación -de base exclusivamente literaria y «mitológica»-, tantas veces repetida, tanto por la historiografía liberal como por la conservadora y clerical hasta la actualidad, de que el advenimiento del Trienio era obra de liberales organizados en logias masónicas para poder sobrevivir en la clandestinidad, era completamente cierta”.

[4] Christian Gadea Saguier  http://losarquitectos.blogspot.com/2008/04/la-masones-en-la-independencia.html

[5] Fundada a primeros de octubre de 1880 en Madrid por el teniente Miguel Pérez @ Siffler-725 sobre el modelo de las agrupaciones secretas, cuyo ejemplo más significativo hasta ese momento había sido la Orden Militar Española que, apoyada por la reina madre Mª Cristina y dirigida por Narváez, O’Donnell y Fernández de Córdoba, precipitó la caída de Espartero en julio de 1843 (E. GLEZ CALLEJA: La razón de la fuerza: orden público, subversión y violencia política en la España de la Restauración (1875-1917) p 103

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Licenciada en Geografía e Historia, fue profesora hasta su jubilación.

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