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Teoría de la decadencia

El peronismo es el símbolo de esa decadencia y desde hace 70 años nos arrastra hacia la más vulgar decadencia, sin resistencia digna de ser mencionada (salvo la de Lonardi en 1955 que duró dos meses).

Imagen Pixabay

COSME BECCAR VARELA

La política, de suyo, es un arte innoble por varias razones.  En primer lugar porque como se practica desde los albores de la Historia y como la percibe el pueblo que la sufre, política es el arte de conseguir, por medio de la mentira, la amenaza, la fuerza bruta o el soborno que la masa de un pueblo haga lo que quiere una minoría de individuos que son los políticos y cuyo objetivo no es el bien común sino su propio engrandecimiento y enriquecimiento.

En el terreno de las utopías podría imaginarse una política que no recurriera a los medios aberrantes que acabo de enumerar y sería una política que tuviera por objeto el bien común y se  guiara por un ideal conforme a la ley de Dios. Eso no excluye el uso de la fuerza porque sin ella es imposible reprimir las fechorías de los malos e impedir el daño que causan. Pero esa especie de política casi no existió y, desde luego, hoy no existe.

Ahora bien, como el bienestar general resulta del trabajo honesto y libre de trabas injustas, lo cual a su vez exige una Autoridad ejercida por personas que tengan temor de Dios, amor a la Justicia, inteligencia y laboriosa dedicación al servicio del bien común, faltando esas condiciones y rigiendo las contrarias, o sea, políticos como los que tenemos, es inevitable el malestar general y la decadencia de la Nación.

Un país que tiene un territorio rico en recursos de los más variados debería producir riqueza y sus habitantes tener lo necesario para vivir bien, cada uno en su condición, y poder mirar el futuro con una esperanza razonable de progreso. Si eso no ocurre es porque los políticos impiden el trabajo honesto, destruyen las jerarquías legítimas, desprecian la Ley de Dios, Creador de todas las cosas y fuente de todos los bienes y corrompen a la población en general.  Esa corrupción crea un desorden que lo abarca todo y desalienta a los que todavía conservan algo de salud moral y que podrían trabajar honestamente, con empuje, imaginación y amor a la Patria, si hubiera un mínimo de orden en el contexto en el que viven. Pero no lo hay, por lo cual estos también participan de la dejadez general.  

Como consecuencia de todo eso, la riqueza natural queda inerte y no rinde frutos y, salvo los políticos y sus amigos, todos son más o menos pobres y débiles. Un pueblo así, no se anima a nada, sólo piensa en sobrevivir y en divertirse groseramente, es incapaz de cualquier acción heroica y hasta de la posibilidad de imaginarla.

Para entender mejor lo que es la decadencia de una nación, veamos el ejemplo de una nación que era lo contrario, que era pujante, como la España del Siglo de Oro. Los españoles realizaron hazañas impresionantes en la guerra contra los moros para recuperar su territorio, en el descubrimiento y conquista de América y en las artes, dando pruebas de que era un pueblo, aquel de los siglos XV y XVI, capaz de todas las hazañas y que sólo huía de la mediocridad. Cervantes no sólo fue un gran escritor sino que también brilló como guerrero, combatiendo en Lepanto bajo Don Juan de Austria y perdiendo un brazo en la aventura. Es decir, el español del siglo de oro lejos de ser decadente vivía en la esplendidez de su genio y de su fuerza.

Otra nación enérgica fue la inglesa. Su territorio eran pequeñas islas, su población era escasa, pero corría por sus venas una sangre ardorosa e intrépida y resolvió conquistar los mares para después dominar inmensos territorios. Sin embargo, al contrario de España lo hizo con la osadía del pirata y no con la del conquistador de pueblos para Nuestro Señor Jesucristo, lo cual demuestra que se puede ser pujante sin ser bueno pero también se puede ser un decadente medianamente virtuoso…  

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La decadencia es como la vejez. A medida que pasa el tiempo, el hombre va perdiendo fuerzas y ya no puede hacer las cosas que hacía en años anteriores. Ni siquiera tiene ganas de hacerlas y, por ende, no siente nostalgia de su vigor perdido.

La Argentina es un país decadente por definición. Pocos casos hay en la Historia más típicos que el de este país, con su grande y rico territorio, con un pueblo relativamente capaz de trabajar bien, que conserva algunas tradiciones católicas y, sin embargo, casi no ha crecido en valor desde su independencia y que no ha hecho más que decaer desde hace más de un siglo. La caída ahora es vertiginosa y tanto que los argentinos no se dan cuenta de que ya no tienen “clase dirigente”, “conditio sin qua non” de cualquier sociedad organizada, ni hay miras de que la tengan en un futuro por lejano que sea. No se puede llamar así a los políticos pero tampoco a los tenidos por “señores” pero que no son más que “señorones” dispuestos a venderse al mejor postor, de sumirse en la más indecente indiferencia por el bien común e incapaces de pensar con alguna inteligencia.

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El peronismo es el símbolo de esa decadencia y desde hace 70 años nos arrastra hacia la más vulgar decadencia, sin resistencia digna de ser mencionada (salvo la de Lonardi en 1955 que duró dos meses). Ese monstruo multiforme siempre fue de izquierda pero ahora lo demuestra con más desenfado. Sin embargo, no ha empezado a aplicar el programa marxista en su integridad, aunque todos sabemos que tiene el poder de hacerlo cuando quiera. Por el momento, nos deja “en remojo”, sumergidos en una cloaca, con excrementos hasta el cuello (tortura ésta inventada por el castrismo según relata Armando Valladares en su libro “Contra toda esperanza”). Con eso aceleran la decadencia y nos acostumbran a la inmundicia.

Esta es la teoría de la decadencia. La práctica la tiene a la vista.  Si no quiere ser parte de ella, rece, piense, reaccione y actúe.

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