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Don José María de Pereda y el Espíritu de La Montaña

Creímos conveniente que los lectores de Tradición Viva pudieran acercarse, aunque fuese desde las modestas palabras de un aprendiz entusiasta, a la figura y obra de José María de Pereda.

La raza indígena pura del mareante santanderino, tal cual existía aún, desde tiempo inmemorial, diez u once años ha, iba en aquel ataúd a enterrarse con Tremontorio [uno de los marineros protagonistas del cuento], porque bien puede asegurarse que éste fue el último de los ejemplares castizos y pintorescos de ella.

José María de Pereda, Escenas Montañesas: “El fin de una raza” (1864)

Pero lo verdaderamente admirable y maravilloso de aquel inmenso panorama [las vistas desde la subida hacia Polaciones desde Tudanca] era cuanto abarcaban los ojos por el Norte y por el Este. En lo más lejano de él, pero muy lejano, y como si fuera el comienzo de lo infinito, una faja azul recortando el horizonte: aquella faja era el mar, el mar Cantábrico hacia su último tercio, por la derecha, y unida a él como una rama al tronco de que se nutre, otra mancha menos azul, algo que se internaba en la tierra y formaba en ella como un lago: la Bahía de Santander. Pero es el caso (y aquí la verdadera originalidad del cuadro, lo que más me desorientaba de él y me sorprendía) que la faja azul se presentaba a mis ojos mucho más elevada que el perfil de la costa, y que con ella se fundían otras mucho más blancas que iban extendiéndose y prolongándose hacia nosotros, quedando entre la mayor parte de ellas islotes de las más extrañas formas; picos y hasta cordilleras que parecían surgir de una repentina inundación.

José María de Pereda, Peñas Arriba (1895). [Sobre Pereda] No fue un artista erudito ni siquiera un curioso, sino un vidente de la realidad, un explorador de un mundo nuevo , intérprete apasionado de ciertos aspectos de la vida. (…) Fue un clásico sin intención deliberada de serlo y sin ponerse ningún modelo (…).

Marcelino Menéndez Pelayo, Discurso para la inauguración del monumento a José María de Pereda en Santander (11-02-1911)

Sinceramente, no creemos que haya muchos hijos de la Montaña (y de la Bien Aparecida, por supuesto) entre nuestros lectores. Ésta ya no es, pensamos, una tierra que se preocupe por mantener y preservar vigentes los valores de la Santísima Tradición. No, pues, como se ve desde hace décadas, se ha entregado en cuerpo y alma al turismo de masas, la especulación inmobiliaria y los vicios civilizatorios de las grandes urbes (sobre todo los que importan en el periodo estival los moradores y vecinos de la Villa y Corte). En este lugar, antaño cuna de ilustrísimos y celebérrimos hijosdalgo que extendieron su fama a ambos lados de la Mar Océana (espoleados por las necesidades que genera, en ocasiones, un entorno tan bello como agreste e indómito) ya no recuerda, siquiera, a aquellos que, en tiempos más recientes, dieron testimonio, a través de su genialidad (re)creadora de lo que sus ancestros habían legado a la Eternidad. Uno de ellos, sin duda, fue Don José María de Pereda.

José María de Pereda (1833-1906): un hombre antiguo en los Tiempos Modernos

Testigo privilegiado de los estragos de la Modernidad (anuladores, junto con las perversiones liberales, del tradicional geist montañés)y exponente superlativo de la vertiente costumbrista del Realismo español, Pereda (1833-1906) fue, en palabras de Benito Madariaga un “extemporáneo”, o sea, un hombre fuera del tiempo en el que le tocó vivir. Tremendamente descontento con su época, el de Polanco se resistía a dejar fenecer la secular herencia recibida por sus mayores, recurriendo en la mayoría de sus obras a la sátira y el esperpento (en ocasiones, demasiado crueles), además de a la “deformación” (máx. de la lengua cántabra, al mezclar el dialecto costero con el de los valles del interior) con respecto al “intermedio dramático” (concepto acuñado por Ernest Jünger para referirse a los interregnos o períodos históricos de transición) en el que, con enorme entereza, se desenvolvió. Solamente el cúmulo de fatalidades que siguieron al suicidio de su hijo Juan Manuel en 1893 (mientras él escribía Peñas Arriba), consiguieron achantar su genialidad y sumirlo en el mayor de los silencios.

Pese a que muchos podrían considerarlo un “intransigente” -término despectivo utilizado por los entusiastas del Progreso para referirse a los tradicionalistas y a los partidarios de la Legítima Causa– por su crítica mordaz a las cada vez más “relajadas” costumbres aristocráticas (el “desprecio de la corte y la alabanza de la aldea”), por su feroz antiigualitarismo y su indiscreto desprecio por lo madrileño (y urbanita), el reconocimiento que obtuvo en sus tiempos excedió lo meramente provincial y provinciano. José Manuel González Herrán nos presenta a José María de Pereda, no sin fundamento, como un escritor de prestigio y renombre nacional –invitado en numerosas ocasiones a los juegos florales que se celebraban en el Principado de Cataluña- e internacional, a la altura (y, quizá, por encima) de contemporáneos suyos tales como Émile Zola o Benito Pérez Galdós, más benevolentes con las “maravillas” del Nuevo Tiempo. De hecho, las diferencias de ideario no impidieron que se estableciese una fructífera y benéfica amistad entre el prolífico autor canario de los Episodios Nacionales y Fortunata y Jacinta con nuestro paisano, de quien habló maravillas en lo personal (lo consideraba muy “atento” y hospitalario) llegándolo a catalogar como el “el más español de todos los escritores”.

Puede leer:  Reseña: «Una enmienda a la totalidad» de Juan Manuel de Prada

Las criaturas de la “afilada pluma” perediana

No obstante, debemos retomar el hilo de algo que habíamos enunciado anteriormente y que, de esta manera nos permitirá completar (“redondear”, si se quiere) el pequeño escrito que todavía tenemos entre manos.

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En uno de los párrafos de suso describíamos y caracterizábamos las obras de Pereda como “satíricas” y “deformantes”, reveladoras, paralelamente, del descontento (por el Hoy)  y la nostalgia (hacia el Ayer). Es más, a pesar de que podríamos acusarlo de estar “tergiversando” la realidad, esa no es nuestra intención (más bien todo lo contrario). Observar y conocer para, posteriormente -a través del instinto y la intuición-, interpretar y recrear no es sinónimo de manipular, puesto que ese es el proceso que da origen de toda obra de arte. ¿Acaso a Galdós, con la paternal benevolencia hacia sus propios personajes, no podría recriminársele e imputársele la misma falta? ¿Por qué muchos todavía piensan que el verdadero costumbrismo debe plasmar de forma “objetiva” e incluso aséptica lo que se percibe? ¿No es más conveniente pensar que en el Arte no se debe hablar de “objeto” sino de “sujeto”? ¿Quién se empecina, todavía, en seguir asimilando esta corriente dentro de la Literatura Universal con el paradigma científico predominante en la segunda mitad del XIX: el positivismo? ¿No estaríamos, entonces, “confundiendo el culo con las témporas”?

En nuestra opinión, tres son las obras más representativas, coincidentes con el período de madurez literaria, del apego al “terruño” y de la crítica a la Modernidad por parte de nuestro autor: Escenas Montañesas (1864), Sotileza (1883) y Peñas Arriba (1895). En todas ellas, pese a los intervalos temporales que las separan, el mensaje subyacente es el mismo: lo nuevo (el ferrocarril y los barcos de vapor, el servicio militar en las colonias de Ultramar, las nuevas costumbres e instituciones, etc.) se va abriendo camino a costa de todo lo anterior (el paternalismo señorial, las reuniones de los cabildos o la pesca en las traineras). La coincidencia de estas contradicciones cada vez más agudas, provocan el desconcierto y la extrañeza de unos personajes con tintes antiheroicos (Marcelo Ruiz de Bejos, Robustiano Tres Solares o Silda, entre otros), cuando no el rechazo a lo que ven. Junto a ello, están esas escenas inmortales e intemporales que, todavía a salvo de lo que está por llegar, nos ponen en contacto con lo que fueron las costumbres montañesas más genuinas: la “buena gloria”, los viajes a caballo hasta las poblaciones vecinas, las tertulias hasta más allá de la media noche, al calor de la lumbre o en las bodegas de los pescadores, sin olvidar el atávico temor a las brujas. En estos últimos relatos, el Espíritu de la Montaña parece no sucumbir totalmente ante los envites de los tiempos y, de esa guisa, manifestarse sólo ante los interesados en conocerlo.

Por último y, a modo de cierre debemos explicar el porqué de nuestra elección del susodicho tema para escribir esta reflexión. Como en anteriores ocasiones, creímos conveniente que los lectores de Tradición Viva pudieran acercarse, aunque fuese desde las modestas palabras de un aprendiz entusiasta, a la figura y obra de José María de Pereda. Si bien es cierto que es difícil para todos aquellos ajenos a la realidad montañesa (o cántabra) comprender sus ideas o, en su defecto, ponerles imágenes a muchos de los paisajes y paisanajes descritos en las páginas de las antedichas novelas y cuentos, no cesamos en nuestro empeño de dar a conocer a los demás algo que nos es más natural. Pues, ¿quién podría negar que el intercambio de información y pareceres es uno de los fundamentos para seguir fortaleciendo los cimientos de la Res Publica de las Letras? ¿Por qué no va a poder éste mi escrito despertar la curiosidad de los que tengan la deferencia de abrirlo y leerlo?

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