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Lo que la Navidad revela acerca de la dignidad humana

La imagen del niño Jesús acostado en el pesebre es la máxima reprimenda a estos pecados contra la dignidad humana.

Imagen con licencia Pixabay

Ninguna fiesta en el calendario litúrgico justifica, celebra y encarna más perfecta y completamente la causa provida que la Navidad. El Papa San Juan Pablo II destacó esta conexión en los párrafos iniciales de su gran encíclica provida – Evangelium Vitae – donde cita el saludo triunfal de los ángeles a los pastores de Belén: “‘Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor (Lucas 2:10-11)”.

“‘La Navidad’, siguió diciendo el Santo Papa en este mismo no. 1 de su encíclica: “‘Pone también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace’ (cf. Juan 16:21)”.

Llamados a la vida eterna

Como partidarios de la vida que contemplan la escena de la Natividad, no podemos dejar de sorprendernos por dos cosas: 1) que el niño Jesús, acostado en el pesebre, había sido hasta hace poco tiempo un niño por nacer que descansaba en el útero de su madre María y 2) que este diminuto cuerpo humano, tan débil e indefenso, es el tabernáculo de Dios mismo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad.

Durante más de 2000 años, los cristianos han meditado y explicado el significado de esta revelación divina, la revelación de Dios en la carne. Y una de las muchas intuiciones que han cambiado el mundo ha sido esta: si Dios Hijo pudo unirse tan completa y perfectamente a Su naturaleza humana, entonces debe haber algo en la naturaleza humana misma de tan alta dignidad para que esta unión fuese incluso posible.

Al comienzo del Antiguo Testamento, en Génesis 1:27, las Escrituras señalan que Dios hizo al hombre a su “imagen”. Si el lenguaje del Génesis afirma rotundamente la dignidad y el valor inconmensurable de la persona humana, el gran acto de humildad del Hijo, su kénosis, el vaciamiento de sí mismo para asumir la naturaleza de su criatura, confirma de manera asombrosa cuán grande es esa dignidad (véase Filipenses 2:5-11).

El Dios Omnipotente consideró oportuno asumir la naturaleza humana de Su criatura, a fin de restaurar a esa criatura a su antigua dignidad. “Porque sabéis la obra de gracia de nuestro Señor Jesucristo”, proclama San Pablo, “que por vosotros se hizo pobre, aunque era rico, para que por su pobreza vosotros os volváis ricos” (2 Corintios 8:9). Dios descendió para elevar al hombre.

Si Cristo, entonces, se unió así a la naturaleza humana, fue en parte para mostrar que toda persona humana está llamada a estar unida con Dios, no, por supuesto, como lo está el Hijo de Dios hecho hombre, ya que esa unión es propia y única del Hijo de Dios porque se trata de Dios mismo, que ha asumido una naturaleza humana, es decir un alma y un cuerpo humanos. Nuestra unión con Dios hecho hombre se basa en el hecho de que, por el Bautismo, hemos sido hechos partícipes de la naturaleza divina; mientras que en el caso del Hijo de Dios hecho hombre no se trata de una participación en la naturaleza divina, sino de una posesión plena de dicha naturaleza divina por ser Él mismo Dios. Nosotros somos hijos adoptivos de Dios; Jesucristo, en cambio, es Hijo de Dios no por adopción sino por naturaleza divina. “Porque tanto amó Dios al mundo”, se maravilla el Evangelista San Juan, “que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).

Solo los seres humanos, de todas las criaturas del mundo material, llevan en sí mismos esta “imagen” de Dios, una semejanza que los hace capaces de ver a Dios cara a cara y de relacionarse con Él por medio de una íntima comunión interpersonal. La asombrosa verdad es esta: cada persona humana que ves es un ser inmortal, llamado a alturas incomprensibles de dignidad. Los teólogos incluso hablan de “divinización” de la persona humana, es decir, la transformación y elevación de la persona por la gracia, la vida de Dios actuando en la persona, atrayéndola hacia Sí.

“El hombre”, escribió San Juan Pablo II en Evangelium Vitae, no. 2, “está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana”.

Vale la pena vivir la vida

La vida puede ser dura. El sufrimiento y el dolor son inevitables. Y, al final, está la muerte. Sin embargo, al principio, dice la Escritura, no fue así. El sufrimiento y la muerte no estaban en el plan original de Dios para la raza humana. Fue el pecado lo que trajo estas consecuencias negativas. Pero, aun así, como el Venerable Fulton Sheen repetía con tanta frecuencia y fama: “Vale la pena vivir la vida”.

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El sufrimiento y el dolor son inevitables. Pero en comparación con la gran dignidad de nuestra naturaleza humana y la inconmensurable felicidad a la que estamos llamados, estos sufrimientos son intrascendentes. Cristo mismo soportó sufrimientos mucho más allá de lo que podemos imaginar. Lo hizo en parte para mostrarnos cómo estos sufrimientos son eclipsados ​​por el hecho de la resurrección. La muerte es solo un precursor de la vida eterna.

Los padres del Concilio Vaticano II, en su Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual, no. 22, expresaron:

En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había que venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona.

Como también enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, en los nos. 356 y 357: “… sólo el hombre está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios… ésta es la razón fundamental de su dignidad… Por haber sido creado a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien”.

San Pablo exhorta a sus lectores: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Corintios 3:16). San Juan Evangelista se hace eco de este mismo mensaje en una de sus cartas: “‘Mirad qué clase de amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; y así somos’ (1 Juan 3:1-2)”.

Dado que toda persona irradia lo trascendente, nuestras respuestas y acciones con respecto a la dignidad humana deben afirmar y reflejar esta profunda realidad.

Debido a la Encarnación (el hecho de que Dios se hizo hombre), este mensaje de la dignidad humana que comparte todo ser humano se eleva aún más por una nueva conciencia de cuán grande es el amor personal de Dios por cada ser humano y cuán elevado es el destino humano.

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Vale la pena defender la vida humana

Si Cristo, al tomar sobre sí mismo la carne humana (ver Juan 1:14), nos mostró que la vida vale la pena vivirla, al mismo tiempo mostró que vale la pena defenderla. En Evangelium Vitae, no. 81, el Papa San Juan Pablo II expresó: “La vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable”.

No solo no se debe quitar la vida humana, sino que debe protegerse con amorosa solicitud. El sentido de la vida se encuentra en dar y recibir amor, y bajo esta luz la sexualidad humana y la procreación alcanzan su verdadero y pleno significado. El amor también da sentido al sufrimiento y la muerte; a pesar del misterio que los rodea, pueden convertirse en eventos salvadores. El respeto a la vida requiere que la ciencia y la tecnología estén siempre al servicio del hombre y su desarrollo integral. La sociedad en su conjunto debe respetar, defender y promover la dignidad de toda persona humana, en todo momento y en cada condición de su vida.

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Durante su viaje apostólico a Alemania en 2011, el Papa Benedicto XVI expresó enérgicamente la necesidad de hacer la transición del “es” al “debemos” en el que se basan o deberían basarse nuestras decisiones y acciones morales. Explicaré lo que quiso decir con eso un poquito más adelante.

El Santo Padre escribió:

En este punto, el patrimonio cultural de Europa debería acudir en nuestra ayuda. La convicción de que hay un Dios Creador es lo que dio origen a la idea de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todas las personas ante la ley, el reconocimiento de la inviolabilidad de la dignidad humana en cada persona y la conciencia de la responsabilidad de las personas por sus acciones. Nuestra memoria cultural está moldeada por estos conocimientos racionales. Ignorarlos o descartarlos como algo del pasado sería desmembrar totalmente nuestra cultura y despojarla de su integridad. La cultura de Europa surgió del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma, del encuentro entre el monoteísmo de Israel, la razón filosófica de los griegos y el derecho romano. Este encuentro de tres vías ha dado forma a la identidad interior de Europa. En la conciencia de la responsabilidad del hombre ante Dios y en el reconocimiento de la inviolable dignidad de toda persona humana, nuestra cultura ha establecido criterios de derecho: son estos criterios los que estamos llamados a defender en este momento de nuestra historia. (Septiembre de 2011, Bundestag.)

Utilizando la reflexión del Papa Benedicto, el “es” al que me referí anteriormente es la verdad de que la persona humana está hecha a imagen de Dios. De este “es” se desprende que “debemos” respetar y defender el valor incomparable de toda vida humana, desde el momento de su concepción hasta su fin natural.

Desde el momento de la concepción, existe una persona humana que debe ser acogida, amada, protegida y apreciada, sin excepción. El “es”, el hecho de que el hombre haya sido creado a imagen de Dios, es la condición previa de todos los derechos humanos, que tenemos el sagrado deber de defender. Este “es” deja claro que “debemos” rechazar enérgicamente todo acto que irrespete la dignidad humana, todo acto que pretenda determinar quién tiene valor y quién no en base a criterios arbitrarios y discriminatorios.

El respeto a la vida humana es el único fundamento seguro y garantía de los bienes más preciados y esenciales de la sociedad. No puede haber verdadera paz sin el reconocimiento y la promoción de la dignidad inmutable de cada persona y sin el respeto de sus derechos inalienables, que se originan en esa dignidad humana inmutable.

Occidente, al aceptar el modernismo – ideología de principios del siglo pasado que rechaza la dimensión sobrenatural de la revelación de Dios de quién es el hombre – ha rechazado estos principios fundamentales, lo que nos ha dejado vulnerables y expuestos a la “cultura” de la muerte.

No puedo dejar de pensar en el constante rechazo de San Juan Pablo II al consumismo, el utilitarismo, el pragmatismo, el individualismo y el colectivismo (socialismo o marxismo). Cada una de estas ideologías niega y falsifica la verdad de la dignidad humana, valorando en cambio la productividad, la eficiencia, la utilidad, el placer, la gratificación o el Estado como si fuese un dios.

La imagen del niño Jesús acostado en el pesebre es la máxima reprimenda a estos pecados contra la dignidad humana. El niño Jesús fue un bebé humano, físicamente incapaz de satisfacer sus necesidades físicas más básicas. Y, sin embargo, ese diminuto cuerpo humano contenía la plenitud de Dios.

Los magos tuvieron razón al postrarse con religioso sobrecogimiento ante ese niño, reconociendo su incomparable valor. Lo mismo es cierto también, en menor grado, de cada niño humano. Toda persona humana, no importa cuán pequeña o indefensa sea, es un tabernáculo, lleva impresa la imagen de Dios. La persona humana no necesita hacer ni tener nada para justificar su existencia o para ganarse la dignidad. El mero hecho de que él o ella existan es suficiente. Posee esa dignidad inconmensurable por el mero hecho de ser persona humana.

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San Juan Pablo II, en su Exhortación Apostólica Familiaris consortio sobre la familia cristiana en el mundo actual, en el no 30, lo expresó bellamente con las siguientes palabras: “La Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque débil y enferma es siempre un don espléndido del Dios de la bondad”.

En esta Navidad, contemplemos sobrecogidos el nacimiento del Niño Jesús en Belén, meditemos en el gran misterio del amor de Dios por todos y cada uno de nosotros, y renovemos nuestra determinación de luchar para proteger la dignidad de toda persona humana, desde su concepción hasta su muerte natural.

¡Feliz Navidad para ti y todos tus seres queridos!

Vida Humana Internacional agradece a José Antonio Zunino la traducción de este artículo. Publicado originalmente en inglés el 21 de diciembre de 2020 en: https://www.hli.org/2020/12/christmas-reveals-human-dignity/

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