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¡Creer o morir! Historia políticamente incorrecta de la Revolución Francesa

Es un libro magnífico, de esos que hay que leer lápiz en mano, subrayando, y al que hay que volver con regularidad para refrescar esos hallazgos.

Homo legens nos acaba de presentar ¡Creer o morir! el libro de Claude Quétel sobre la Revolución Francesa que pone en cuestión los grandes relatos asumidos como correctos de la revolución. Les ofrecemos el prólogo del mismo escrito por Jorge Soley donde ya se atisba la importancia que este libro va a suponer para la historiografía de este periodo de la historia de Francia que ha influenciado en nuestro presente de manera definitiva.

Es probable que una gran mayoría responda afirmativamente. ¿Para qué añadir más páginas a una bibliografía que ya supera lo que se puede leer durante una vida entera?

Claude Quétel, por el contrario, ha tenido la audacia de responder que no, que no todo estaba dicho. Aún más, se ha atrevido a escribir ese libro que faltaba… ¡y ha salido airoso! Porque, digámoslo ya, esta “historia políticamente incorrecta de la Revolución francesa” es un libro magnífico, de esos que hay que leer lápiz en mano, subrayando, y al que hay que volver con regularidad para refrescar esos hallazgos, esos apuntes, esos retratos que aportan una poderosa luz a sucesos que nos han llegado envueltos en brumas.

¿Cuál es el secreto de Quétel?

En primer lugar y, ante todo, un conocimiento exhaustivo y profundo del periodo. Saber, y saber mucho, es la primera condición para escribir algo original sobre cualquier tema, y aquí Quétel cumple con nota. Investigador en el CNRS (Centre national de la recherche scientifique), director científico del Mémorial de Caen, comisario del Centro nacional del libro en Francia, un dato nos pone sobre aviso acerca de con quién estamos tratando: sobre la toma de la Bastilla, un momento particular del proceso revolucionario, Quétel ha escrito tres libros en los que está todo, absolutamente todo, analizado y explicado.

En segundo lugar, una mirada despojada de apriorismos ideológicos. Quétel no solo ha estudiado la Revolución francesa, sino también la historiografía de la misma y es muy consciente de hasta qué punto la toma de partido previa puede distorsionar la lectura que se hace de los hechos, resaltando unos, ocultando otros, retorciendo el relato para que encaje en aquella interpretación que se había decidido de antemano. El anexo final de ¡Cree o muere!, un repaso a las obras que han ido configurando a través del tiempo nuestra visión de la Revolución francesa, es la demostración de que la metáfora del lecho de Procusto es una realidad bien palpable.

Quétel adopta la actitud contraria. Y empieza confesando su ambición: “hacer el relato, libre y detallado, de la Revolución francesa, fuera de todo academicismo y de toda postura. Un relato sincero”. Ni a favor, ni en contra… lo que a veces puede resultar más devastador que aquellos relatos que, cargando en exceso las tintas desde sus primeras líneas, quedan irremisiblemente desacreditados. Algo, por otra parte, muy sencillo de enunciar pero que solo está al alcance de quien ha leído mucho, ha entendido mucho y ha llegado a esa madurez que te permite ver el bosque sin olvidar cada uno de los árboles. Quétel se sabe al dedillo toda la historiografía, pero precisamente por ello prefiere ir directamente a los hechos, a las fuentes, a los textos contemporáneos. Los resultados son espectaculares, consiguiendo un relato apasionante que se lee casi como una novela (como de costumbre, la realidad supera a la más exuberante ficción), en el que nada está predeterminado por fuerzas ciegas, en el que sus protagonistas no son peleles del destino, pero en el que las causas, por escondidas que estén, provocan invariablemente sus consecuencias.

Así, con ¡Cree o muere!, Quétel nos muestra una Revolución francesa liberada de tantas capas como se le han ido añadiendo a lo largo de dos siglos. El ejemplo de la “épica” toma de la Bastilla es paradigmático. Los liberadores de la Bastilla, nos explica el autor, a pesar de lo mucho que buscaron y rebuscaron, solamente encontraron a siete presos: cuatro falsificadores en espera de juicio que aprovecharon para escaparse mientras que los tres otros eran paseados por las calles entre aclamaciones. El problema fue que enseguida resultó evidente que dos de esos tres son dementes que hay que encerrar al día siguiente en Charenton. El único prisionero, supuesta víctima de la crueldad absolutista, que se puede mostrar en público está preso por delito de incesto y pronto hay que apartarlo para no desprestigiar la memorable gesta. En definitiva, ni un prisionero presentable.

¿Qué hacer? ¿Cómo erigir un mito heroico con estos mimbres? Claude Quétel nos explica que esta aparentemente difícil tarea no será problema para los revolucionarios, artistas de la propaganda y la manipulación: se inventarán un octavo prisionero, creación de su fantasía, un tal “conde de Lorges”, cubierto de cadenas y encerrado desde hacía 32 años, que pasa a ocupar las portadas de las gacetas y panfletos del momento y del que se informa que, cuando desorientado expresó no saber adónde ir, la multitud, con una sola voz, le respondió: «la nación te alimentará». Todo producto de la calenturienta imaginación de los panfletistas revolucionarios, reforzada por cuadros poco escrupulosos encargados por los revolucionarios tras tomar el poder. Como se suele decir, así se escribe la historia.

Nos preguntábamos al inicio si tenía sentido aún escribir (y leer) sobre la Revolución francesa. ¿Vale la pena dedicar nuestro tiempo a unos sucesos de hace más de dos siglos? Me atrevo a afirmar que es imposible que, tras la lectura de este libro, alguien tenga la más mínima duda de que sí, y mucho. Y es que, para bien y para mal, la Revolución francesa es el acontecimiento que de forma más evidente inaugura el mundo en que vivimos. En cierto modo, lo que ocurre durante unos años en Francia está tan cargado de sentido que resulta como una condensación de todo lo que va a desplegarse en el ámbito sociopolítico desde entonces. Permítanme la exageración, pero todo lo que ocurre después ya sucedió durante la Revolución francesa. La demagogia parlamentaria, el terror, la manipulación de las masas, el arribismo, la reescritura de la historia, la propaganda política… Todo aquello que consideramos típico de diversos momentos y regímenes está ya presente en esa especie de tragedia griega (con su inexorable destino en forma de mecánica revolucionaria y sus insaciables saturnos devorando a sus hijos) que se desarrolla en Francia durante la última década del siglo XVIII. Conocerla a fondo es comprender la historia contemporánea: no solo tiene sentido seguir estudiándola, sino que es crucial si queremos orientarnos en el presente.

Algunos ejemplos servirán, o al menos eso espero, para convencerlos de la que quizás parezca a algunos una atrevida afirmación. Empezando por la constatación de que con la Revolución francesa se inicia el reinado de la opinión pública y, en consecuencia, los esfuerzos para conformarla. Pronto descubrirán los revolucionarios que la influencia de las obras baratas y populares es mucho mayor que la de las obras caras y prestigiosas. Quétel lo ilustra con una carta de Voltaire a d’Alembert en 1756 en la que podemos leer: «Querría saber qué daño puede hacer un libro que cuesta cien escudos. Jamás veinte volúmenes in-folio harán una revolución: son los libros pequeños de treinta sueldos los que hay que temer. Si el Evangelio hubiese costado doscientos sestercios la religión cristiana nunca habría sido establecida». Hoy podríamos decir que un youtuber es capaz de movilizar más que veinte tesis doctorales.

Otro de los mecanismos que ya aparecen bien a las claras durante las jornadas revolucionarias y que nos resulta por desgracia muy familiar es la descalificación absoluta, radical, del discrepante, de quien se aparta de la doctrina oficial. Quétel nos advierte de que ya en la Revolución francesa el discrepante es declarado enemigo de la humanidad: «se convierte ipso facto en cómplice del oscurantismo y enemigo del progreso, es decir, del género humano». No es que pueda estar errado, algo siempre posible y en ocasiones incluso probable, es que se convierte en enemigo del pueblo, que es algo muy distinto. Como escribe Taine, «como el jacobino es la Virtud, no se le puede resistir sin cometer un crimen». Hoy son cada vez más quienes equiparan discrepancia con crimen y pretenden convertir en delito (de odio, climático, discriminatorio…) cualquier opinión que se desvíe de la doxa oficial del momento.

Pero no se confundan, Quétel no es un nostálgico del Antiguo Régimen, dispuesto siempre a cargar las tintas contra los revolucionarios y a exonerar de toda responsabilidad a Luis XVI y los suyos. Lo decíamos antes, la originalidad de su enfoque es esa mirada libre, no predispuesta por ninguna toma de partido. Una mirada que le permite ver cómo el mito de una revolución “buena” y pacífica que va ser traicionada por una revolución “mala” y violenta es una invención que no resiste el más mínimo análisis de los hechos, que gritan a los cuatro vientos que el terror empieza con sus primeros pasos (para convertirse en Terror, con mayúscula, de forma natural, progresiva y consecuente). Sí, la «leyenda rosa» de la Revolución francesa queda herida de muerte tras la lectura de este libro.

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Pero esa misma mirada también muestra sin rodeos ni disimulos todas las deficiencias y errores del rey, sumido en la indecisión y que solo está a la altura de su estirpe y posición en los últimos momentos de su vida. Quétel no nos oculta, al contrario, el desacertado camino tomado por Luis XVI, combinando imprevisión, rigidez e indecisión, como cuando llama a los regimientos suizos a Versalles pero no les ordena actuar, sin comprender que, tal y como escribe Quétel, «la amenaza sin acción es la peor de las soluciones». Algo que, desde padres a gobernantes, deberíamos grabar a fuego en nuestras mentes.

¿Necesitan aún más muestras de que vivimos en el mundo nacido de la Revolución francesa?

Fíjense en esta descripción de un conocido y popular político: «Sabía que el hombre de genio habla más a los sentidos que al espíritu: también su gesto, su mirada, el sonido de su voz, todo, hasta su manera de peinarse, estaba calculado sobre un conocimiento profundo del corazón humano. Su elocuencia ruda, salvaje, pero rápida, animada, repleta de metáforas audaces, de imágenes gigantescas, dominaba las deliberaciones de la Asamblea. Su estilo duro, rocalloso, pero expresivo, abundante, hinchado con palabras sonoras, parecido a un duro martillo en manos de un hábil artista, modelaba a su voluntad a hombres a quienes no se trataba de convencer, sino de aturdir y subyugar». Es la descripción que el marqués de Ferrières hace de Mirabeau y que Quétel recoge en este libro, pero encaja a la perfección, al menos parcialmente, en numerosísimos líderes políticos desde entonces, algunos, me atrevo a afirmar, presentes entre nosotros (les dejo a ustedes la tarea de ponerles nombre). Por cierto, que Rivarol, refiriéndose al mismo Mirabeau, nos dejó esta perla a medio camino entre el elogio y la crítica mordaz: «Es capaz de todo, incluso de una buena acción».

Y ya que destacamos las citas que recoge Quétel, no hay duda de que su método de dar voz al juicio, a la opinión, a los comentarios de quienes viven en presente la Revolución francesa es una de las claves que dan valor a este libro y que lo convierten en algo vivo y apasionante, muy alejado del árido tratado abstracto y aleccionador. Como cuando acude a los escritos de Arthur Young, un agrónomo inglés de visita en París, que es testigo de la escasez de trigo en París en 1789. Young se percata enseguida de cuál es la actitud de los revolucionarios y escribe: «Me parece que a los violentos amigos de los comunes no les molesta el alto precio del grano, pues es de gran ayuda para sus posturas y facilita así la apelación a los sentimientos apasionados del pueblo y facilita sus proyectos mucho más que si el precio fuera bajo». Aquello de cuanto peor mejor ya funciona a pleno rendimiento en los albores de la Revolución francesa.

O también cuando reproduce extractos de la carta del intendente de Alençon el 18 de julio de 1789, en la que explica la situación que se vive en aquella localidad del noroeste francés conocida hoy en día por ser la localidad natal de Santa Teresita de Lisieux: «Las revueltas se multiplican y la impunidad de que se jactan, porque los jueces temen irritar al pueblo con ejemplos de severidad, no hace más que enardecerlos». Observaciones que desde entonces han cruzado los Pirineos y son de aplicación a nuestra actualidad más próxima.

O por seguir con los paralelos entre la Revolución francesa y la historia de España más reciente, llama la atención las similitudes entre el ambiente posterior a la caída de Robespierre, el «posTerror», y nuestra Transición, marcados ambos por el veloz realineamiento a la nueva situación. En cuestión de días el gorro rojo, «glorioso ayer, de repente se convierte en objeto de oprobio». París, ciudad sans-culotte, ahora es thermidoriana: se recupera el hablar de usted, el trato de monsieur reemplaza al de ciudadano y el famoso pintor David, que antaño glorificara entre otros a Marat, diseña ahora el traje de los nuevos cinco directores que gobiernan Francia tras el golpe. Se llega incluso a que lo más chic sea tener un pariente guillotinado, que vendría a ser como el haber corrido delante de los grises.

Confío en que si alguien lee estas líneas y duda aún si embarcarse o no en la lectura de ¡Cree o muere! deje atrás sus titubeos y se embarque en esta travesía por la sacudida que cambió el mundo. Se sumergirá en una década (1789-1799) inflamada de pasión, peligrosa, tremenda y cargada de enseñanzas, asistirá a sucesos decisivos casi como si de un espectador contemporáneo se tratara (con la ventaja de que no pondrá en riesgo su vida) y comprenderá mucho mejor no solo aquellos hechos, sino el mundo en que vivimos. Una propuesta que, aunque se pueda rechazar, hará bien en aprovechar.

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