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La traición de la Constitución de Cádiz

Resulta vergonzoso ver como algunas corrientes liberales en la actualidad pretenden reivindicar el concepto de la hispanidad, por cuanto fue precisamente el liberalismo el que asestó el golpe de gracia a la unidad de los territorios que formaban el Imperio Español.

Una fecha 1812, y un acontecimiento, la Constitución de Cádiz, fueron la verdadera causa del fin de la hispanidad. Mientras los heroicos españoles peninsulares regaban los campos de España con su sangre para expulsar al invasor francés, y mientras los españoles americanos permanecían fieles a la monarquía hispana, los liberales masónicos se arrodillaban ante el imperio inglés y traicionaban al pueblo español elaborando la infecta Constitución de Cádiz.

Para descubrir la realidad de la nefasta Constitución de Cádiz la Asociación Editorial Tradicionalista reedita el libro “Reflexiones sobre la constitución política de la monarquía española publicada por las Cortes de Cádiz en 1812”, un libro impreso en 1821 que sigue conservando toda su actualidad por cuanto descubre, no sólo la traición de Cádiz, sino la antinatural ideología que inspira el constitucionalismo moderno que haciendo abstracción de las necesidades y tradiciones de los pueblos impone constituciones contrarias al sentir popular.

Efectivamente, en 1812 el pueblo español ni pedía, ni soñaba con una constitución, dedicando todos sus esfuerzos a la expulsión del francés invasor y propagador de doctrinas disolutas. Entonces, ¿por qué se le dio una Constitución? ¿No sería acaso el ánimo de dividir al pueblo lo que impulsó la promulgación de un texto constitucional por nadie pedido, y por nadie querido? Ante esta situación solo nos cabe preguntarnos, ¿cómo hubo temeridad para arrojar en medio del pueblo una manzana que podía serlo de discordia, y de discordia inextinguible que enfrentó y sigue enfrentando a los españoles? 1812 tendría que haber sido un año de unidad en la lucha contra el invasor, y no un año de oprobio en el que las redes masónicas ayudadas por los traidores constitucionalistas decidieron dar el golpe de gracia al imperio español.

Era cosa indudable que era imposible aplicar la Constitución de 1812 a España, cuya existencia estaba amenazada, y cuyo estado futuro no podía preverse con la debida precisión, y exactitud. La Constitución era un vestido hecho para la boda de un niño, encerrado todavía en el vientre de una madre atacada de convulsiones, y no era extraño que el que menos hallase ridículo el pensamiento de hacerlo coser tan de antemano.

La intención de la Constitución de 1812 era que el alma del pueblo no fuese una, una su idea, y uno su pensamiento. Viva la Religión, Viva el Rey, Viva España. Estos eran los tres puntos capitales sobre los que no se admitía capitulación, y que estaban impresos idénticamente en el corazón de todos, y que todos entendían de una misma manera. Más se publicó la malhadada Constitución y principiaron los comentarios sobre sus numerosos artículos, se sintió el ataque que en ella se daba a las antiguas leyes y costumbres, se puso al descubierto la reforma general a la que se aspiraba, y de repente, opiniones, preocupaciones, religión, intereses, pasiones, todo se encontró en movimiento. Se plantaron dos banderas enemigas en medio de la Patria, se oyó por primera vez los nombres de serviles y liberales, alistándose entre aquellos todos los amantes de las antiguas instituciones, y entre estos los decididos por una mutación total con el título de reforma, manteniéndose los unos con la firmeza del que posee, y acometiendo los otros con la animosidad del que procura adquirir, y aquella nación, cuya unidad había sido el pasmo del mundo entero, se halló dividida con el dichoso presente en dos campos encontrados, dispuestos a venir a las manos, y a convertir contra si las espadas en las que humeaba todavía la sangre de los invasores.

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En una palabra, la Constitución era muy probable, por no decir enteramente cierto, que debía dividir los ánimos de los españoles, y la experiencia vino a confirmar este fundadísimo temor de la manera más solemne.

La Constitución puso en el olvido que las leyes fundamentales de la sociedad son obra de Dios, y no de los hombres, y que los hombres en vez de tener autoridad para destruirlas y variarlas tienen una obligación indispensable y rigurosa de sujetarse a ellas, es decir los padres de la constitución olvidaron que la sociedad es obra de Dios y no de los hombres. Así prostituyendo el orden político reconocieron la soberanía nacional, cuando lo cierto es que la soberanía no es otra cosa que la autoridad misma, o el poder en su último recurso, o la autoridad y el poder en su misma fuente, y si la soberanía residía esencialmente en la nación, era necesario que la fuente del poder, o la autoridad, se hallara en la nación, negando con ello que el poder o la autoridad indispensable para la formación y conservación de la sociedad, dimana de Dios y de Dios solo.

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El texto de Cádiz llevó a la tolerancia con el error, con las falsas religiones, con las falsas creencias, y la tolerancia llevó al pueblo español a la discordia, y esta a la indiferencia precursora de la disolución. Acostumbró al pueblo a creer que el hombre había nacido para el gobierno, y que no debía existir sino para el mismo gobierno, por lo que el constitucionalismo llevó a pensar al pueblo español que lo único que le importaba saber es lo que le enseñara el gobierno a través del monopolio de la educación, que lo que le importaba obrar es lo que prescribía el gobierno, olvidando así las libertades civiles y regionales, que la moral de sus acciones dependía de los dictados del gobierno, olvidándose de la ley natural, y de la ley de Dios, es decir, la Constitución de Cádiz dio carta de naturaleza al régimen totalitario liberal al hacer creer al pueblo que el gobierno es su dios, y que no existe otro Dios que el gobierno.

La Constitución instauró el estado liberal por lo que al gobierno le atribuye la dirección exclusiva de la enseñanza, y supone en él la posesión exclusiva de la verdad, la infalibilidad y por tanto la divinidad. La Constitución supone que no hay verdad ni error, ni bien ni mal, y que el hombre no es otra cosa que una combinación mecánica dirigible por el gobierno cuya voluntad debe ser la única regla.

En resumen, la Constitución de Cádiz supuso la gran traición al pueblo español, por más que algunos quieren blanquearla y defender su herencia. Fue una traición inspirada en los principios de la revolución, fue una traición pues jamás se sometió al juicio del pueblo, fue una traición pues se aprovecho la invasión del francés para coger desprevenido al pueblo español, fue una traición pues se obligó al pueblo a arrodillarse ante falsos dioses, y se le obligó a aceptar la inspiración masónica que presidió todas las Cortes Constituyentes. ¿Cómo se pensó en tomar por única maestra a la misma revolución que se estaba combatiendo, y por oráculos a los mismos doctores cuyas teorías habían puesto el cetro en la mano del verdugo que nos oprimía? ¿Por qué especie de hechizo se fue a copiar lo que puesto en práctica un momento solo en el reino más floreciente de la Europa, puso la civilización del mundo entero a punto de perecer? ¿Lo qué ocasiono los mayores crímenes y los mayores desastres que recuerda la historia? ¿Lo que no pudo presentarse en público sino precedido de turbulencias espantosas, y seguido de cadalsos, de víctimas reales y del ateísmo? Porque tal fue la Constitución francesa de 1791, madre natural de la nefasta Constitución de Cádiz.

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Abogado, académico de la Academia Internacional de Ciencias, Tecnología, Educación y Humanidades y colaborador de numerosas publicaciones y revistas, exdirector de la sección cultura del periódico digital Minutodigital, e impulsor de numerosas iniciativas de la sociedad civil para fomentar la participación ciudadana real en la vida política y social, como el Centro Jurídico Tomás Moro, el Centro de Estudios Históricos General Zumalacárregui, o la Asociación Editorial Tradicionalista. Actualmente es director de Tradición Viva

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