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A propósito de las respuestas a los dubia sobre Traditionis custodes

La respuesta coherente y valerosa a un gesto tiránico de las autoridades eclesiásticas debe ser la resistencia y la desobediencia a una orden que es inadmisible.

Por Mons. Carlo Maria Viganò

« REDDE RATIONEM VILLICATIONIS TUÆ »A propósito de las respuestas a los dubia sobre Traditionis custodes – 28 de diciembre de 2021

Vos estis qui justificatis vos coram hominibus :

Deus autem novit corda vestra :

quia quod hominibus altum est,

abominatio est ante Deum.Lc 16, 15

Al leer la Respuesta a los dubia  recientemente publicada por la Congregación para el Culto Divino, uno se pregunta si la Curia Romana podría caer más bajo para apoyar a Bergoglio con semejante servilismo en una guerra cruel y despiadada contra la parte más dócil y fiel de la Iglesia. En estos últimos años de gravísima crisis eclesiástica, nunca se habían mostrado tan  determinadas  y severas las autoridades de la Iglesia. No lo han hecho con los teólogos herejes que infestan los ateneos y seminarios pontificios; no lo han hecho con los clérigos y prelados fornicarios; como tampoco han aplicado castigos ejemplares en los casos de escándalos provocados por obispos y cardenales. Eso sí, contra los fieles, sacerdotes y religiosos que sólo piden que se pueda celebrar la Misa Tridentina, no hay piedad, piedad ni aceptación. ¿Fratelli tutti? ¿Todos hermanos?

Nunca han sido tan palpables como en este pontificado los abusos de poder por parte de las autoridades, ni siquiera cuando dos mil años de lex orandi fueron inmolados por Pablo VI sobre el altar del Concilio al imponer a la Iglesia un rito tan equívoco como hipócrita. Aquella imposición, que incluía la prohibición de celebrar según el rito antiguo y la persecución de los disidentes, tenía por lo menos la excusa ilusoria de que un cambio podría cambiar mejorar la suerte del catolicismo en un mundo cada vez más secularizado. Hoy, al cabo de cincuenta años de tremendos desastres y catorce de Summorum Pontificum, aquella endeble justificación no sólo ha perdido validez, sino que su incoherencia ha quedado en evidencia. Todas las novedades que introdujo el Concilio han demostrado ser perjudiciales, han vaciado iglesias, seminarios y conventos, han acabado con las vocaciones, han apagado todo  impulso espiritual, cultural y civil en los católicos, han humillado a la Iglesia de Cristo y la han desterrado  a los márgenes de la sociedad, haciendo que quede ridícula en sus torpes intentos de complacer al mundo. Y viceversa: desde que Benedicto intentó sanar esa herida reconociendo plenos derechos a la liturgia tradicional, las comunidades vinculadas a la Misa de San Pío V se han multiplicado, los seminarios de los institutos Ecclesia Dei se han extendido, las vocaciones e han incrementado, así como la asistencia de los fieles, y la vida espiritual de numerosos jóvenes y familias ha cobrado un  impulso  inesperado.

¿Qué enseñanzas se podrían extraer de esta experiencia de la Tradición que en su tiempo invocó también monseñor Lefebvre? La más evidente, que es también la más sencilla: lo que Dios ha dado a la Iglesia está destinado a triunfar, mientras que los añadidos humanos fracasan estrepitosamente. Un alma que no esté cegada por la furia ideológica reconocería el error que ha cometido y procuraría reparar los daños, reconstruir lo destruido y restablecer lo que había sido abandonado. Pero para eso hace falta humildad, mirada sobrenatural y confianza en la intervención providente de Dios. Y para eso también hace falta que los pastores sean conscientes de que son administradores, y no dueños, de los bienes del Señor: no tienen derecho a enajenar esos bienes, ocultarlos ni sustituirlos por inventos de su propia cosecha. Su deber es limitarse a custodiarlos y ponerlos a la disposición de los fieles, sine glossa, y teniendo siempre presente que habrán de dar cuenta a Dios de toda oveja y todo cordero de su grey. El Apóstol advierte: «Hic jam quæritur inter dispensatores, ut fidelis quis inveniatur» (I Cor. 4, 2): se exige a los administradores que sean fieles.

Las respuestas a los dubia son coherentes con Traditionis custodes y ponen de manifiesto la naturaleza subversiva de este pontificado, en el que se ha usurpado la autoridad suprema de la Iglesia con miras alcanzar un fin que es la antítesis de aquel por el que Nuestro Señor constituyó en autoridad a los sagrados pastores y a su Vicario en la Tierra. Una autoridad indócil y rebelde a Aquel que la instituyó y la legitima. Autoridad que se cree fide solutus, por así decirlo, con arreglo a un principio intrínsecamente revolucionario, y por lo tanto herético. No olvidemos que la Revolución se arroga una autoridad que justifica en el mero hecho de ser revolucionaria, subversivo, conspiradora y opuesta a la autoridad legítima a la que aspira a derrocar; ni tampoco que en cuanto alcanza el cargo institucional lo ejerce con un autoritarismo tiránico, precisamente porque le falta la aprobación de Dios y la del pueblo.

Permítaseme subrayar el paralelo entre dos situaciones que en apariencia no tienen nada que ver entre sí: así como en presencia de la pandemia niegan validez a los tratamientos eficaces imponiendo en su lugar una vacuna inútil, perjudicial e incluso mortal, también sucede así con la Misa Tridentina, verdadera medicina para el alma: en momentos de gravísima dolencia moral, se la niega culpablemente a los fieles, suplantándola por el Novus Ordo. Los médicos del cuerpo hacen dejación de funciones existiendo tratamientos, e imponen tanto a pacientes como a sanos un suero experimental, obstinándose en administrarlo pese a la evidencia de su total ineficacia y sus efectos adversos. Análogamente, los sacerdotes, médicos del alma, incumplen sus obligaciones cuando existe un remedio infalible probado a lo largo de más de dos mil años, y se desviven por impedir que cuantos han experimentado su eficacia puedan seguir sirviéndose de él para curarse de los pecados. En el primer caso, las defensas del organismo se debilitan o destruyen para crear enfermos crónicos a merced de de las empresas farmacéuticas; en el segundo, las defensas del alma quedan comprometidas por una mentalidad mundana y por la negación de la dimensión sobrenatural y trascendente, dejando el alma indefensa a las arremetidas el demonio. Valga esto como respuesta a quienes pretenden afrontar la crisis religiosa sin tener en cuenta paralelamente la crisis social y política, porque precisamente esta duplicidad lo hace tan terrible y trasluce que obedece a una misma mente criminal.

No quiero detenerme en analizar los delirios de las respuestas. Basta conocer la ratio legis para rechazar Traditionis custodes como un documento ideológico y partidista redactado por personas vengativas e intolerantes, lleno de veleidades y errores canónicos, con la intención de prohibir un rito canonizado por dos mil años de santos y pontífices a fin de imponer una falsificación copiada de los luteranos y amañado por los modernistas, que en cincuenta años han ocasionado una catástrofe tremenda al cuerpo de la Iglesia, y que precisamente por su potencia devastadora no puede admitir excepciones. No hay sólo culpa; hay también dolo y traición por partida doble: al divino Legislador y a los fieles.

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Obispos, sacerdotes, religiosos y laicos se ven obligados una vez más a elegir bando: o están con la Iglesia Católica y su doctrina bimilenaria e inmutable, o con la conciliar y bergogliana, llena de errores  ritos secularizados. Todo ello en medio de una situación paradójica en la que la Iglesia Católica y su falsificación coinciden en una misma jerarquía, a la cual los fieles se sienten en el deber de obedecer en tanto que expresión de la autoridad de Dios y al mismo tiempo en el de desobedecerla en tanto que traidora y rebelde.

Hay que reconocer que no es fácil desobedecer al tirano; tiene reacciones despiadadas y crueles. Pero mucho peores fueron las persecuciones que hubieron de padecer a lo largo de los siglos los católicos que se las vieron con el arrianismo, la iconoclastia, la herejía luterana, el cisma anglicano, el puritanismo de Cromwell, el laicismo masónico de Francia y de México, el comunismo soviético o el de España, Camboya, China… Cuántos obispos y sacerdotes martirizados, encarcelados y exiliados. Cuántos religiosos asesinados, cuántas iglesias profanadas, cuántos altares destruidos. ¿Y todo eso por qué? Porque los ministros sagrados no han querido renunciar al tesoro más valioso que nos ha confiado Nuestro Señor: la Santa Misa. La Misa que Él enseñó a celebrar a los Apóstoles, que éstos transmitieron a sus sucesores, que los papas han custodiado y restablecido y que siempre ha sido blanco del odio infernal de los enemigos de Cristo y de la Iglesia. Pensar que esta Santa Misa, por la que se jugaban la vida los misioneros enviados a países protestantes y los sacerdotes presos del gulag está hoy prohibida por la Santa Sede es causa de dolor y de escándalo, además de una ofensa a los mártires que defendieron esa Misa hasta su último suspiro. Pero estas cosas sólo las puede entender quien cree, quien ama y quien espera. Sólo quien vive de Dios.

Quien se limita a expresar reservas o críticas a Traditionis custodes y a las Respuestas cae en la trampa del adversario, porque reconoce legitimidad a una ley ilegítima y no válida, deseada y promulgada para humillar a la Iglesia y a sus fieles, para menospreciar a los tradicionalistas que tienen la osadía de nada menos que oponerse a doctrinas heterodoxas que estuvieron condenadas hasta el Concilio Vaticano II, que éste hizo suyas y hoy son sello distintivo del pontificado bergogliano. No hay que hacer caso de Traditionis custodes y las Respuestas; hay que devolverlas al remitente. Hacer como si no existieran, porque salta a la vista el deseo de castigar, dispersar y hacer desaparecer a los católicos que se han mantenido fieles.

Me duele el servilismo de tantos cardenales y obispos que para agradar a Bergoglio pisotean los derechos de Dios y de las almas que les han sido confiadas y que quieren hacer méritos alardeando de su aversión a la liturgia preconciliar, creyendo hacerse acreedores a los elogios del público y la aprobación del Vaticano. A ellos van dirigidas las palabras del Señor: «Vosotros pretendéis pasar por justos ante los hombres, pero  

Dios conoce vuestros corazones; porque lo es para los hombres estimable es abominable ante Dios» (Lc.16,15).

La respuesta coherente y valerosa a un gesto tiránico de las autoridades eclesiásticas debe ser la resistencia y la desobediencia a una orden que es inadmisible. Resignarse a aceptar este enésimo abuso es añadir un precedente más a la ya larga serie de atropellos hasta ahora tolerados y con obediencia servil hacerse responsables de sostener una autoridad que es un fin en sí mismo.

Es necesario que los obispos, sucesores de los Apóstoles, ejerzan su sagrada autoridad en obediencia y fidelidad a la Cabeza del Cuerpo Místico para desbaratar el golpe de estado eclesiástico que se ha consumado ante nuestra vista. Lo exige el honor del Papado, hoy objeto de descrédito y humillación por parte del que ocupa el Solio de San Pedro. Lo exige el bien de las almas, cuya salvación es ley suprema de la Iglesia. Y lo exige la gloria de Dios, que no permite la menor transigencia.

El arzobispo polaco monseñor Jan Paweł Lenga ha afirmado que es el momento de llevar a cabo una contrarrevolución en la Iglesia católica si no queremos que la Iglesia se hunda bajo las herejías y los vicios de los mercenarios y los traidores. La promesa del Non prevalebunt, no prevalecerán, no excluye en lo más mínimo una acción firme y valiente, no sólo por parte de los sacerdotes y los obispos, sino también de los laicos, que hoy más que nunca son tratados como súbditos a pesar de los necios llamamientos a la actuosa participatio y la misión que deben cumplir en la Iglesia. Tomemos nota: el clericalismo ha llegado a cúspide misma bajo el pontificado que, hipócritamente, no hace otra cosa que despotricar contra él.

+Carlo Maria Viganò, arzobispo

(Traducido por Bruno de la Inmaculada para adelantelafe.com)

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