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El asalto de la fortaleza

Nuestra obligación no es recluirnos en nuestra conciencia, sino conquistar la plaza pública, y proclamar y difundir la verdad.

Imagen con licencia Pixabay

Wenceslao Fernández Flórez en su magistral libro «El terror rojo» (traducido al español 80 años después de ser escrito en portugués) nos describe como los milicianos del 36 convirtieron Madrid en una gran prisión en la que las ejecuciones eran diarias, y la muerte campaba a sus anchas.  El autor gallego nos recuerda como «hombres anidados por un fervor sombrío llevan a todos los sitios el germen de las ideas corrosivas, encienden en cada alma la luz, pequeña y pálida, del odio y colocan en cada corazón un barril de pólvora».

Con esa intuición que solo tienen los grandes espíritus Fernández Flórez nos describe como a lo largo de julio y agosto del 36 los crímenes en el Madrid republicano van en aumento, pero el autor en lugar de referir el incremente de los asesinatos lo que nos dice es que «el número de asesinos crecía en Madrid» pues efectivamente, el problema del mal no es que las mismas hordas revolucionarias incrementen su actividad, sino que dichas hordas aumentaban su número, y engrosan sus filas, es decir, que con el transcurso del tiempo y la inacción de los buenos, el mal anide en más almas y se extiende como una mancha de aceite.

Ya san Juan Pablo II nos advirtió de las «estructuras del pecado» al resaltar que la interdependencia de los sistemas sociales, económicos y políticos crea en el mundo actual múltiples estructuras de pecado en la que los católicos puede verse inmersos, y de las que es difícil salir en un mundo laico donde la verdad ha sido silenciada.

Fernández Flórez nos recordaba que el mal y la vileza se extienden en el cuerpo social en el caso de no existir un freno que actúe como salvaguarda, freno que evidentemente no existía en la República española. Ahora bien, los católicos también sabemos que la verdad y la belleza tienen un carácter difusivo, siempre y cuando se proclamen de forma pública, circunstancia que no se produce en los tiempos presentes, pues los católicos parecen haber asumidos los errores del liberalismo que proclamaban que la religión se ha de circunscribir al ámbito de la conciencia sin exteriorización pública. Así hemos dejado abandonada la actuación política, social y económica, y de forma cobarde nos hemos defendido argumentando que nuestras conciencias permanecen incólumes, sin darnos cuenta de que esas estructuras de pecado no solo invadían la sociedad, sino que conquistaban nuestros ámbitos familiares, y derrumbaban nuestras propias conciencias.

La cristiandad ha sido siempre una fortaleza que defendía en su interior el mensaje evangélico, y en la que fructificaba la verdad, la belleza y el orden, pero incautos, vimos primero como el enemigo tomaba los campos que la rodeaban, y seguros de la fortaleza de nuestras defensas no hicimos nada para alejarlo, y el enemigo, en forma de Revolución, no solo ocupó dichos campos, sino que traspasó la barbacana, y otra vez confiados en la fortaleza de nuestra muralla decidimos permanecer inactivos, y sucedió lo que tenía que suceder: el enemigo traspasó las murallas, ocupó el patio de armas, contamino el agua de las fuentes y fijó su mirada en la torre del homenaje que conquistaría sin resistencia alguna.

Ahora, una vez perdida nuestra fortaleza, nuestra misión es recuperarla, y para ello es necesario dar la batalla, pues sabemos que la religión verdadera no se puede encarcelar en el único espacio de la conciencia, por cuanto si la verdad no inspira las creaciones sociales, políticas y económicas la victoria del maligno será segura. La batalla será larga dado que los católicos llevamos años dando en el mejor de los casos la batalla defensiva, y una vez perdida cada batalla acomodándonos a la nueva situación creada; así nos olvidamos primero de combatir al individualismo social, después de combatir los errores del capitalismo, para abandonar más tarde la lucha contra el divorcio y convertir únicamente en testimonial la lucha contra el aborto, y ahora solo enfrentamos sumisamente la lucha educativa y contra la ideología de género, pero portando como única bandera la de la falsa libertad, cuando nuestro único estandarte debería ser la Cruz, compendio de nuestra redención y salvación, pues no es posible proclamar la libertad sin compañía de la verdad, y por cuanto la libertad con la que nos defendemos es la errónea libertad liberal, la del error, la mentira y el odio.

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«El número de asesinos crecía en Madrid» decía Wenceslao Fernández Flórez, y el número de malvados sigue creciendo en nuestras sociedades, sin que los católicos, como en la parábola de las 10 doncellas, nos atrevamos a mantener viva la llama de nuestras lámparas, sin que aportemos a nuestro mundo la luz que derribará las tinieblas. La verdad tiene un efecto difusivo, pero para ello hay que proclamarla, aunque sea en el desierto, pues si nuestras voces no retumban ¿quién nos escuchará? Nosotros deberíamos ser los hombres que «anidados por un fervor religioso llevan a todos los sitios el germen de la verdad, la belleza y el orden, encienden en cada alma la luz, pequeña y pálida, del amor y colocan en cada corazón un barril de esperanza», nuestra obligación no es recluirnos en nuestra conciencia, sino conquistar la plaza pública, y proclamar y difundir la verdad, y para ello es necesario salir a la luz del día, sitiar la nueva fortaleza de la Revolución, y proponernos tomar la torre del homenaje.

Carlos Pérez- Roldán Suanzes- Carpegna

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Abogado, académico de la Academia Internacional de Ciencias, Tecnología, Educación y Humanidades y colaborador de numerosas publicaciones y revistas, exdirector de la sección cultura del periódico digital Minutodigital, e impulsor de numerosas iniciativas de la sociedad civil para fomentar la participación ciudadana real en la vida política y social, como el Centro Jurídico Tomás Moro, el Centro de Estudios Históricos General Zumalacárregui, o la Asociación Editorial Tradicionalista. Actualmente es director de Tradición Viva

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