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Carlismo

Doctrina politica del Carlismo en cuatro palabras

El cuatrilema “Dios, Patria, Fueros y Rey” constituye la formulación de los principios doctrinales defendidos por el Carlismo a lo largo de sus casi ciento noventa años de existencia.

Ningún otro movimiento político fue capaz de tal capacidad de síntesis. Tampoco de tener un ideario cuya vigencia perenne está por encima de modas y circunstancias históricas, porque sus bases son el derecho natural y la tradición española.

Cada uno de los términos que componen el cuatrilema está cargado de un fuerte contenido doctrinal. Su afirmación y defensa constituye la esencia del ser carlista, y no la fidelidad a una u otra persona, a una u otra figura de sangre real.

Como afirmó Antonio de Lizarza en ocasión histórica, “los carlistas no hemos hecho cuatro guerras por una cuestión dinástica”, sino en defensa de unos ideales, de una concepción del mundo, de la sociedad y de lo que significa ser español:

Nada sin Dios

En la primera palabra del cuatrilema, DIOS, se proclaman los derechos de Dios no sólo sobre los individuos, sino también sobre las sociedades, las naciones y los estados, la afirmación del Reinado Social de Cristo, la idea de Cristo Rey.

También se contiene en ella la afirmación de la catolicidad de España, inseparable de nuestra tradición nacional y de nuestra grandeza histórica. Fue la Fe católica la que conformó España a lo largo del proceso secular de la Reconquista, y la que alentó su proyección en el mundo a través de su obra evangelizadora de la mitad del orbe. Fue la defensa del catolicismo contra la herejía protestante la que nos desangró durante nuestros siglos de oro. Es el haber sido luz de Trento, cuna de San Ignacio y Santa Teresa lo que constituye nuestro mayor timbre de gloria. Esa es nuestra grandeza, y no tenemos otra, como afirmó Menéndez Pelayo.

Es también la proclamación de los derechos de la Iglesia -independiente pero no “separada” del estado-, y de la unidad católica de España.

Es, finalmente, la expresión de una concepción cristiana del hombre, de una afirmación de su dignidad inviolable, del valor sagrado de toda vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. De una antropología cristiana que sostiene la existencia de una Ley natural y de una Ley divina, de unos derechos inmarcesibles de la persona, de un destino trascendente para el que hemos sido creados al que el ordenamiento jurídico debe coadyuvar y no poner obstáculos.

De esta afirmación primera del ideario del Tradicionalismo se derivan múltiples consecuencias en lo que tiene que ver al reconocimiento de la familia, de la educación cristiana de la juventud, de la preservación de la moralidad pública, de la igualdad esencial de todos los hombres, de los imperativos de la justicia social etc.

No pretendemos desarrollar aquí todas las perspectivas del Derecho público cristiano, pero si señalar que es este, desgranado en lo que llamamos Doctrina Social de la Iglesia, lo que se comprende bajo esta primera afirmación de “Dios” en el ideario del Carlismo.

El Carlismo no es nacionalista

PATRIA es la segunda afirmación del cuatrilema tradicionalista. Pero la concepción de la Patria para el tradicionalismo poco tiene que ver con el patriotismo derivado de la Revolución Francesa, ni con su vertiente nacionalista, ni con el hoy llamado “patriotismo constitucional”.

El patriotismo es un sentimiento que, consecuencia de la naturaleza social del hombre, le hace sentirse identificado con la comunidad natural de la que recibe su herencia humana.

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La Patria española es así el patrimonio o la herencia -espiritual y material-, que recibimos los españoles de las generaciones precedentes a través de la tradición.

Por eso, el “patriotismo” del que a veces han hablado Pablo Iglesias y sus secuaces no es verdadero patriotismo, porque reniega de los padres o antepasados y se funda en una ruptura con su mundo y sus valores. No hay patriotismo sin Tradición.

La Patria es herencia que es producto de la Historia, y se concreta en las Españas y la Hispanidad como la superior comunidad natural o histórica de la que formamos parte.

La conciencia de las naciones se desarrolla sobre todo en su unidad dentro de un destino común. Se alimenta por el recuerdo de un pueblo de su común Historia, de sus dificultades comunes, de las guerras y de las victorias, de los héroes del pasado más o menos lejano, de sus guerreros, de sus santos o políticos, por los que el pueblo se siente llamado a ideales colectivos.

La conciencia de la unidad de destino cobra especial fuerza en los tiempos de levantamiento de un pueblo contra la opresión exterior, cuando se trata de luchar por su independencia o por la subsistencia de su ser. Esta es la razón por la que la Patria española debe tanto a la gesta multisecular de la Reconquista, o a episodios como el descubrimiento y conquista de América, la batalla de Lepanto, la defensa de nuestro Imperio o la guerra de la Independencia.

Curiosamente, el actual liberalismo pretende reducir nuestro sentido de común pertenencia a la transición democrática, y por eso habla de “patriotismo constitucional”. Tal ha sido el signo de todos los liberales desde 1812.

Es este carácter decisivo de nuestra Historia en la génesis de nuestra patria el que pone de manifiesto la importancia de que la Historia sea conocida en su verdad, pues, si se ignora, se oculta o se desprecia, la conciencia de Patria tiende naturalmente a debilitarse e incluso a desaparecer. Demuestra también que, en ocasiones, falsas y artificiales conciencias de Patria se crean sobre la base de la falsificación o manipulación de la Historia, a veces bajo formas de mitificación irracional, como pretenden hoy los nacionalismos separatistas.

Al formar cada hombre parte de una pluralidad de comunidades ascendentes y concéntricas -nuestro pueblo, comarca, región, nación y hasta la comunidad internacional de naciones-, el patriotismo tiene un carácter abierto y ascendente, articulable en un orden de afectos compatibles y complementarios entre sí.

Este patriotismo abierto y ascendente, en contraposición a la visión de un nacionalismo cerrado y excluyente -sea españolista o de los nacionalismos periféricos-, permite lealtades compartidas a las comunidades de diferente nivel en que el hombre se desenvuelve y alcanza su plenitud.

El nacionalismo se diferencia netamente del patriotismo por su naturaleza racional o ideológica, frente a la afectiva existencial (la propia tierra) del patriotismo. Frente al sentimiento condicionado y jerarquizado, compatible con otros, del patriotismo, en el nacionalismo es la razón de Estado causa primaria e inapelable, y la Nación o Estado, hipostasiados como unidad abstracta, constituyen una instancia superior sin ulterior recurso.

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El Carlismo encuentra en la naturaleza humana, el principio de subsidiariedad, la historia común, la Tradición compartida y la misión que cumplir en el conjunto de los pueblos, la base de su patriotismo abierto y ascendente, que empezando en el amor al propio pueblo o comarca, se eleva hasta la Nación, la Hispanidad y la gran familia humana, formada por todos los hijos de Dios.

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¿Fueros en el siglo XXI?

FUEROS es el tercer término del cuatrilema carlista.

Los Fueros fueron leyes de origen consuetudinario. Sus fuentes eran los usos y costumbres del pueblo, reducidas a escrito (no todos los usos y costumbres lo fueron) y reconocidas o sancionadas por el rey, que se comprometía a respetarlos.

Los Fueros nacen de la manera de ser de un pueblo, no de la concesión graciosamente otorgada por un señor. Son un “ius”, no una “gratia”. Como señaló el historiador Palacio Atard, se basan en un pacto parte del proceso federativo de la unidad nacional, no en una mera unión accesoria. Por esta razón, los Fueros nunca se opusieron a la unidad nacional ni a la unidad de la Monarquía, sino que fueron, por el contrario, parte de su constitución histórica, haciendo posible la unidad en la diversidad (de un Imperio en cuyas fronteras no se ponía el sol).

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Los fueros tradicionales fueron suprimidos con el advenimiento de una visión centralista del Estado introducida por Felipe V a imitación de la existente en Francia, y definitivamente abolidos tras las Guerras Carlistas en los territorios en los que sobrevivieron.

Los Fueros, en cualquiera de sus rangos (municipales o regionales) son expresión de la soberanía social y la legitima autarquía de los cuerpos sociales intermedios, que son previos al estado. No constituyen, por tanto, ninguna forma de privilegio, sino que forman parte del derecho natural de las entidades infrasoberanas.

El verdadero foralismo se basa en el principio de subsidiariedad, que se traduce en el reconocimiento de la autonomía municipal, de las corporaciones profesionales, de las universidades, de la libertad de los padres para constituir centros educativos o elegir la educación de sus hijos etc.

Los fueros reclaman un régimen corporativo, de representación social no partitocrática, y son, por su propia naturaleza, incompatibles con la democracia liberal.

La supresión unilateral y revanchista del régimen foral -primero del catalán y valenciano y después de los Fueros vascongados- por parte de la importada democracia liberal y centralista, con su concepción nacionalista revolucionaria del nuevo “patriotismo constitucional”, causó un trauma tremendo en esas regiones, que a largo plazo se encuentra en el origen de los separatismos actuales. “En política -como señaló Vicente Palacio Atard- los errores pasan siempre factura”.

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El Carlismo defiende los Fueros como expresión de la verdadera democracia que rigió en la Monarquía tradicional española, mil veces superior a la actual partitocracia, que ese si que es el verdadero cáncer que amenaza la unidad nacional.

En la defensa de los Fueros, el Tradicionalismo no defiende tanto viejas leyes, usos o costumbres que puedan haber quedado desactualizadas con el tiempo, sino la protección de constitución orgánica de la sociedad, la defensa de la legítima autarquía de los cuerpos sociales intermedios dentro del ámbito de su competencia, y la afirmación del principio de subsidiariedad, principio de fundamental importancia en la recta organización de la sociedad, y única garantía de las libertades concretas y valladar contra el estatismo liberal o socialista que devienen, inevitablemente, en formas de totalitarismo.

Monárquicos aun sin rey

Y, por último, REY. Porque el Carlismo no es accidentalista en cuanto a las formas de gobierno, sino monárquico a carta cabal.

La historia de España es la historia de su Monarquía, de forma tal que no puede existir un patriotismo español sin la defensa de la Monarquía Hispánica.

Quizás por ello, las dos únicas y fugaces experiencias republicanas en los cinco siglos de vida de la nación española, demostraron ser profundamente alteradoras de la convivencia y pusieron en grave riesgo la continuidad de la nación.

El Carlismo es monárquico porque monárquica es la tradición española. Fue la monarquía hispánica, católica, social y representativa, la que forjó la Unidad Nacional, la que creo un Imperio en el que no se ponía el sol, merced a un régimen político capaz de aunar la unidad con la diversidad, y la que protagonizó nuestra grandeza histórica.

Pero el Carlismo no es sólo monárquico por razones históricas, sino también por convicción doctrinal, por razones de bien común, por considerar que la monarquía contiene unas notas de unidad, imparcialidad  y continuidad que la hacen superior, como forma de estado, a otras formas que, sobre el papel, podrían ser también legítimas.

La Monarquía hizo posible la Unidad Nacional y forjó nuestra Patria, y sin monarquía España correrá siempre el riesgo de desmembrarse y perder su identidad nacional.

La Monarquía Hispánica nada tiene que ver con la llamada monarquía constitucional, en la que el rey reina pero no gobierna, y que con más propiedad puede considerarse una “república coronada”.

La monarquía configura el Reino, formado por una democracia o república social en la base, una aristocracia o meritocracia en las instituciones y una corona en el remate de la pirámide así constituida. En la monarquía tradicional el rey reina y gobierna a través de sus ministros y Consejos, ejerciendo la soberanía política sometida a la ley natural y limitada por la representación del pueblo en Cortes. Es por eso una monarquía templada, ni absolutista ni meramente decorativa.

En la Monarquía Hispánica el rey lo es de las Españas, siendo la corona vínculo de unidad de los antiguos reinos, principados, condados, señoríos y regiones que las componen. Es también representante de la Hispanidad ante el conjunto de los pueblos hispanos, hoy separados de la madre patria, pero unidos a ella por vínculos espirituales e históricos imperecederos.

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El rey, para serlo, debe ser legítimo de origen y legitimarse cada día en el ejercicio del poder, que no es ni absoluto ni arbitrario.

La falla en la legitimidad de origen, y sobre todo la adopción contra natura de los principios de la Revolución Francesa, con la consiguiente corrupción de la forma monárquica bajo forma de monarquía constitucional, es lo que llevó a los carlistas a no reconocer a los monarcas reinantes, reclamando a cambio la vigencia de la monarquía tradicional española.

El Carlismo defendió los derechos al trono de la rama legitima de la Familia Real española frente a la dinastía usurpadora descendiente de Isabel II, hasta la extinción de sus representantes a la muerte de Alfonso Carlos I.

Hoy el Carlismo carece de un rey que pueda invocar por su origen su legítimo derecho al trono, pero mantiene la defensa del principio monárquico, a la espera de una restauración futura que nunca puede considerarse imposible. No será ya el derecho sucesorio o la herencia civil quienes determinen qué príncipe puede o debe encarnar ese principio monárquico defendido por los carlistas, sino la identificación con una Causa -representada en ese cuatrilema de Dios, Patria, Fueros y Rey que comentamos- a la que se debe demostrar querer servir sin restricciones.

Entre tanto, el Carlismo mira con indiferencia a la actual monarquía constitucional, considerándola una forma de república coronada, siempre en riesgo de ser desenmascarada y de recibir un puntapié por parte de quienes, al tiempo que se valen de ella, proclaman la soberanía y el sufragio popular como única fuente de legitimación democrática.

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