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Historia

ARGENTINA: La revolución de 1943

El Gral. Eduardo Lonardi

Tomado del libro “Cinco siglos de Hispanidad”XXXIV  MISTERIO POLÍTICO DEL SIGLO XX 

El fracaso de la Argentina como nación es estudiado en el exterior como “El misterio político más grande del siglo XX”. Siendo uno de los países más extensos y ricos del mundo, y con una población homogénea, sin guerras y sin conflictos raciales o religiosos, lo tenía todo para convertirse en una gran potencia. En 1910 la economía argentina era la 7ª del planeta, y años después economistas y premios Nobel habían vaticinado que para fines del siglo, su ingreso per cápita relacionado con el PBI, sería sólo inferior al de EE.UU. Pero hoy seguimos siendo un país subdesarrollado, endeudado y desarmado; con la mitad de la población entre la pobreza, la desocupación y la indigencia; con alta inflación, crisis energética y el transporte ferroviario desmantelado; la red de carreteras semi destruidas; la educación y la salud en colapso, con la muerte de miles de niños por desnutrición crónica, a pesar de producir grandes cantidades de alimentos; con villas miserias que crecen, con el narcotráfico ya instalado, y una inseguridad insoportable (datos del año 2015).

Esto es sólo un resumen entre tantas otras cosas que se podrían señalar. ¿Qué es lo que nos pasó? Es verdad que la Argentina comenzó a frustrarse después de la batalla de Caseros, que permitirá la construcción del Estado liberal y masón, que consolidará el pacto neocolonial con el imperialismo británico y luego angloamericano, y que mantendrá a Iberoamérica balcanizada y subdesarrollada hasta hoy. Por supuesto que este pacto no se podría consolidar sin los agentes locales que necesita la intrusión extranjera, como lo prueba el fundamentado libro “El Subdesarrollo Sudamericano”, del Prof. Federico Daus, donde se explica que se convierte en todo un proceso de alienación, aplicado por etapas y destinado a aflojar los resortes morales y psicológicos de un pueblo. Pero a pesar de ello, los enormes recursos naturales del país y los millones de inmigrantes europeos que comenzaron a poblar este gran espacio vacío,  permitieron que la Argentina junto con Japón, fueran los países con más alta tasa de crecimiento anual entre 1875 y 1945. Además, las dos guerras mundiales impulsaron un proceso de industrialización para sustituir importaciones, al que sólo le faltaba el complemento de la industria pesada.

O sea que a mediados del siglo XX la Argentina estaba lista para dar el gran salto e incorporarse al mundo desarrollado, así como lo hicieron en ese tiempo países sin recursos naturales, que incluso habían sido arrasados por la guerra: Alemania, Japón, Italia, España, Corea del Sur, etc. Pero ya Churchill había anticipado: “No dejen que la Argentina se desarrolle”, y luego expresó eufórico en el Parlamento: “La caída del nacionalismo argentino (1955) es el hecho más importante desde la derrota del Tercer Reich”.Sin embargo, la caída del peronismo no tendría que haber impedido nuestro desarrollo, sino por lo contrario, tendría que haber llevado al país a su plena realización en todos los órdenes, ya que la llamada Revolución Libertadora se hizo con el mejor de los propósitos, y contaba al comienzo con gran apoyo de la población. ¿Qué es lo que ocurrió entonces

1 LA REVOLUCIÓN DE 1943

La esperanzada Revolución del 4 de  junio de 1943, de la que se cumplieron 75 años en el 2018, se había realizado para corregir los fraudes y vicios políticos, y reparar el golpe de Estado de 1930. Fue de tendencia nacionalista y católica, y mantuvo la neutralidad del país a pesar de todas las presiones (hasta que Perón –Vicepresidente, Ministro de Guerra y Secretario de Trabajo y Previsión– con el visto bueno del presidente, el general Edelmiro Farrell, le declaró la guerra al Eje en 1945, y luego se sometió a los EE.UU. en el Tratado de Chapultepec, a pesar de las grandes marchas y protestas del nacionalismo). La Revolución reimplantó la enseñanza religiosa en las escuelas, impulsada por hombres como Gustavo Martínez Zuviría,y ante el inminente final de la segunda guerra mundial, se comenzó a hablar de la tercera posición, la necesidad de la industria pesada y hasta de iniciar las investigaciones en el tema de la energía nuclear.

Todo esto era mal visto por los Aliados, pero Londres siempre contaba con el arma formidable de las logias masónicas, ramificadas en todos los ámbitos relevantes de la Nación, como las FF.AA. (en la Marina sobre todo), los partidos políticos (los más trabajados por ellas fueron el radicalismo, los socialistas, la democracia progresista y la democracia cristiana, y luego el mismo peronismo), los magistrados, intelectuales, periodistas, empresarios, etc. Y las logias, más el accionar de los servicios angloamericanos, trabajaron sin cesar para erosionar al gobierno del Movimiento Nacionalista.

Perón con su esposa Eva y miembros de su gobierno en 1951, época en la que comenzará la decadencia argentina que llega hasta nuestros días.

Lo que muchos no pudieron comprender es porqué el Gral. Perón le hizo el juego a  esa trama,  Es que él ya había traicionado a los nacionalistas de la Revolución. Cuando se sintió fuerte y protegido por el presidente Farrell, desplazó a militares influyentes, desmanteló las organizaciones civiles, y fue cooptando a la Alianza Libertadora Nacionalista, en la que introdujo activistas sionistas, como un Patricio Kelly por ejemplo. Desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, con calculada demagogia consiguió el apoyo del movimiento obrero, el que se manifestó en los días  de octubre de 1945.

El emblemático 17 de octubre

¿Qué ocurrió realmente el 17 de octubre de 1945, fecha que se convirtió en emblemática para el movimiento peronista?  Veamos lo que nos dicen los testimonios de los protagonistas, con cartas, diarios y testigos de esos momentos que terminaron siendo un gran quiebre en la historia de la Nación.

Ante el rumbo que tomaban los acontecimientos, por la política demagógica de la Secretaría de Trabajo con el movimiento obrero, se realizó una gran manifestación de opositores a Perón, con más de 200 mil personas que se concentraron en la Recoleta. Entonces, el presidente Farrell convocó a una reunión con los representantes políticos, empresarios, de la Justicia, etc., para encontrar una salida decorosa al Gobierno Militar.

El 8 de octubre de 1945, por la agitación política que se vivía, Perón tiene un fuerte enfrentamiento con el Gral. Eduardo Ávalos, Jefe de la poderosa guarnición de Campo de Mayo. Una votación entre los oficiales superiores decidió la renuncia de Perón, que simultáneamente ejercía la Vicepresidencia, la Secretaría de Guerra y la Secretaría de Trabajo y Previsión. Perón se recluirá en una isla del Tigre, para enterarse luego que se pedía su procesamiento y detención, que se concretó en la isla Martín García. Perón ya tenía 52 años.

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El domingo 14 Perón le escribió una carta a su amigo el coronel Mercante en la que le dice entre otras cosas: “Con todo, estoy contento de no haber hecho matar un solo hombre por mí y de haber evitado toda violencia. Ahora, he perdido toda posibilidad de seguir evitándolo y tengo mis grandes temores que se produzca allí algo grave… Le encargo mucho a Evita, porque la pobrecita tiene sus nervios rotos y me preocupa su salud. En cuanto me den el retiro, me caso y me voy al diablo”.

El mismo día le envía otra a Eva, de la que transcribimos lo principal: “… Hoy he escrito a Farell pidiéndole que me acelere el retiro, en cuanto salgo nos casamos y nos iremos a cualquier parte a vivir tranquilos… ¿Qué me decís de Farrell y de Ávalos? Dos sinvergüenzas con el amigo. Así es la vida… Te encargo le digas a Mercante que hable con Farrell para ver si me dejan tranquilo y nos vamos al Chubut los dos… Trataré de ir a Buenos Aires por cualquier medio, de modo que puedes esperar tranquila y cuidarte mucho la salud. Si sale el retiro, nos casamos al día siguiente y si no sale, yo arreglaré las cosas de otro modo, pero liquidaremos esta situación de desamparo que tú tienes ahora… Con lo que yo he hecho estoy justificado ante la historia y sé que el tiempo me dará la razón. Empezaré a escribir un libro sobre esto y lo publicaré cuanto antes, veremos entonces quien tiene razón…”

Perón ya había decidido alejarse de la política, pero el día 17, con la complicidad de la Policía Federal, que no levantó los puentes sobre el Riachuelo en Avellaneda, ocurrió la concentración de no más de 150 mil personas en la Plaza de Mayo. Varios generales cambiaron de opinión, y permitieron a Perón regresar y ser candidato en las elecciones de febrero de 1946. Muchos recuerdan esta fecha como el advenimiento de la “Nueva Argentina”, pero otros muchos la ven como el comienzo de la gran decadencia, inexplicable por lo que es la Argentina, con el agravante que trajo una profunda división y odio entre sus habitantes.

Una vez presidente, Perón colocó a funcionarios masones confesos (entre ellos estará luego el vicepresidente, contralmirante Teisaire). A los que le reclamaron, con un inaudito sincretismo y eclecticismo dijo que “los masones, mientras fueran buenos peronistas, lo tenían sin cuidado”. Y esto lo aplicó también con otras posturas confesionales o sectarias, usando a los protestantes y a los espiritistas, los dejó crecer, les dio espacio público, para vejar a la Iglesia Católica. Y también “se convirtió en felpudo de los sionistas”, como reaseguro de “corrección política” nacional e internacional. Y a su turno, estrechó vínculos con los miembros de la comunidad árabe, cuando vio que crecían en número y recursos económicos.

Pronto vino el amordazamiento a la prensa y persecución de los opositores (nadie podía conseguir un puesto público si no era afiliado al partido), y todo esto con una descarada demagogia y un culto a su persona –y a su esposa Eva Duarte– que llegaba a la idolatría. Los niños aprendían las primeras letras en libros con las figuras de Perón y su esposa, y en 6º grado se leía el libro “escrito” por Evita “La razón de mi vida”. Se le puso el nombre de Perón a la provincia del Chaco y de su esposa a La Pampa, como también a la cuidad de La Plata.Y se inundaron los pueblos del país con sus nombres y estatuas en instituciones, calles, plazas, edificios, etc.

Pensando siempre en el corto plazo, reformó la Constitución para hacerse reelegir, dando una muestra más de su falta de ética ciudadana, ya sea civil o militar. Con el “aplauso de los obsecuentes”,  la Nueva Argentina se estaba convirtiendo en una “republiqueta”.

Y con una pésima política económica despilfarró los recursos que se acumularon durante la guerra, dando la sensación al pueblo de un bienestar que ya no se detendría, mientras se iniciaba un proceso inflacionario que llega hasta el día de hoy, después de habérsele quitado a la moneda ¡trece ceros! Además, descuidó a Y.P.F. y se tuvo que importar petróleo, hasta recurrir apurado a las inversiones de la Standard Oíl de California, que desmentía su aplaudido antiimperialismo yanqui.

Por su demagogia y egolatría ya indisimulables, perjudicó al país nacionalizando los Ferrocarriles, cayendo así en la trampa que hábilmente le tendieron los ingleses. Aquellos ya eran obsoletos en su material rodante, y la “pérfida Albión” buscaba una salida urgente, acosada como estaba por sus deudas de la guerra. Además, terminaría en poco tiempo el largo plazo de la eximición de impuestos que obtuvieron por sus inversiones. Se pagó el doble del precio fijado (en libras esterlinas no convertibles que los ingleses debían, en vez de pesos), y el presidente del Banco Central, Miguel Miranda, justificó la operación por razones sentimentales, ya que ¡la Argentina tanto había recibido de Inglaterra durante su historia! Y para colmo, se le puso a las diferentes líneas ferroviarias los nombres de Mitre, Sarmiento, Urquiza, y una también que debía llevar el de Rivadavia, todos símbolos de la Patria sometida. ¿Dónde había quedado el nacionalismo de este general? No pudo soslayar los nombres de San Martín y Belgrano, pero ¿nunca se le cruzó el nombre de Juan Manuel de Rosas, a este “nacionalista” anti imperialista?

El “Tren a las nubes” en el ramal Salta-Antofagasta. Los FF.CC. y la pampa húmeda hicieron de la Argentina la 7ª economía mundial, pero al no desarrollar la industria pesada entró en una decadencia que perdura hasta hoy.

La revolución inevitable

Luego, en 1954, se atacó a la Iglesia Católica, comenzando por la aprobación de leyes contrarias a la tradición cristiana del país, como la del divorcio vincular, entre otras, con lo que quebró su propio frente interno. Se dividieron las FF.AA., la clase media se enfrentó con los obreros, y la división alcanzó a todos los niveles, desde las universidades hasta las propias familias de los argentinos. En 1955 se sucedieron los hechos de violencia, entre ellos el bombardeo de la Plaza de Mayo, con muchas víctimas civiles, seguido por la quema de numerosos templos de Buenos Aires (se había acusado a los católicos de quemar una bandera, durante la gran precesión de Corpus Cristi, hecho realizado por el propio gobierno) y la muerte del sacerdote Jacobo Wagner. Siguieron la detención de párrocos y obispos, y su expulsión del país, lo que le acarreó la excomunión de la Iglesia al Presidente y a los funcionarios responsables. Pero se llegó al colmo cuando Perón permitió que se sustituyera el nombre de Dios por el suyo, en las fórmulas de juramento para los funcionarios, y en su libro “Conducción Política” sostuvo que la doctrina por él formulada debe ser “artículo de fe”.

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El paroxismo llegó cuando el ministro Raúl Mendé dijo:”Nuestro Dios en la tierra es Perón. Cristo tuvo el defecto de su gran corazón. En eso corren parejos Perón y Cristo (…). Ahora que Cristo se conformó con proponer al mundo el Cristianismo, Perón le sacó ventaja. Realizó el Cristianismo. ¡Nada de contentarse con sermoncitos! Cristo, palabras. Perón, hechos (…). Por eso Perón es el rostro de Dios rutilando en las tinieblas de esta hora”. Y el senadorsantiagueño Carlos Juárez decía en mayo de 1955: “El verbo que se encendió hace dos mil años en Galilea se ha cristalizado socialmente en el contenido justicialista y libertario de la doctrina de Perón”. 

Y una circular del Partido Peronista Femenino, había pedido que toda dirigente que se sintiera más religiosa que peronista, tenía que renunciar, porque una dirigente tiene que ser más peronista que otra cosa. Todavía después de una década de estos blasfemos desvaríos, que el “Líder” nunca desautorizó, el neurocirujano Dr. Raúl Matera, le escribía a Perón diciéndole: “La gente reclama de usted como un mesías, para que vuelva el maná como una bendición sobre nuestro pueblo, que ya se muere de hambre”. ¿Es que ninguna de estas personas tenía, no digamos ya temor de Dios, sino simplemente temor al ridículo?

Por todo ello y mucho más, se hizo inevitable el levantamiento civil y militar, que comenzó el 16 de septiembre. La revolución selló su triunfo en la mañana del 21 de septiembre de 1955 cuando, a las 9.58, la Jun­ta Militar que había asumido el poder anunció por la Cadena Nacional de Radiodifusión, que el general Eduardo Lonardi, jefe del movimiento revolucionario, asumiría como presidente provisional de la Nación. Mientras tanto, Perón había decidido huir, con desprestigio total y cobardemente, en una cañonera paraguaya.

Lonardi intentó mantener la vigencia de las libertades políticas y sindicales. A esos fines se reunió durante su breve mandato con el secretario general de la CGT, Hugo Di Pietro, quien terminó renunciando a su cargo el 5 de octubre de 1955. Sin embargo, estos gestos de pluralidad no eran compartidos por algunos sectores de las Fuerzas Armadas cuyo objetivo era la destrucción del peronismo. Por lo tanto, la autoridad de Lonardi comenzó a ser prontamente socavada. Un ejemplo de ello fue la Comisión Nacional de Investi­gaciones que procedió a efectuar detenciones, excediendo el marco de sus atribuciones. Lonardi se opuso a ello y ordenó el cese de tales procedimientos, orden que nunca fue acatada.

La trama masónica destinada a desplazar a Lonardi del poder comenzó a urdirse a poco de instalado el gobierno provisional de facto. Se hablaba del entorno de Lonardi que se corporizaba en la persona de Clemente Víllada Achával, su cuñado. La idea que se extendía era la de un presidente débil, afectado en su salud y manejado por su asesor a la manera de un títere. Lonardi decidió hacer frente a quienes querían imponerle a la Revolución Libertadora un claro sesgo antiperonista. Dictó entonces el decreto por el que se determinó que la Comisión Nacional de Investigaciones tras­ladara todo su material a la Justicia. Además se le ordenó al Coronel Carlos Eugenio Morí Koenig que disolviera los grupos civiles que eran, en verdad, fuerzas parapoliciales. También, se dictó el decreto del 12 de noviembre de 1955, por el cual se des­dobló el Ministerio del Interior y Justicia. A cargo del Ministerio del Interior se designó el doctor Luis María de Pablo Pardo. Al doctor Eduardo Busso, quien estaba al frente de la cartera con­junta, se le ofreció la del Ministerio Justicia, propuesta que no aceptó. En consecuencia, en su lugar se nombró al doctor Ber­nardo Velar de Irigoyen.

Consciente de las dificultades del momento y para tratar de sos­tener su gobierno, Lonardi hizo un llamamiento a la buena voluntad de sus colaboradores: “Ante el honor y el peso de seme­jante responsabilidad histórica, se sobrecoge mi espíritu y sólo atino a pedir a mis colaboradores a los más encumbrados y a los más modestosy a todos mis conciudadanos que me ayuden a resolver los problemas de la Patria, que no planteen dificultades que puedan superar con buena voluntad, que se excedan a sí mismos en sacrifi­cio y comprensión”.

2 EL FATÍDICO 13 DE NOVIEMBRE DE 1955

Todos los esfuerzos del presidente fueron en vano. El 12 de noviembre, por la noche, el general Lonardí cenaba con su familia y el Dr. Horacio Morixe y su esposa Ada cuando, alrededor de las once y en for­ma sorpresiva, llegaron a la quinta presidencial de Olivos varios jefes y oficiales. Tenían como objetivo presentar una petición en representación de las Fuerzas Armadas. Lonardi se sorprendió y decidió atender a los visitantes en el salón principal de la resi­dencia. Había ministros y jefes superiores de las tres fuerzas jun­to con algunos altos funcionarios de la Presidencia. La tensión era enorme. Lonardi estaba lejos de imaginar el requerimiento del cual sería objeto. El presidente provisional estaba sentado en el centro del salón. A su lado se hallaban los ministros militares, coronel Arturo Ossorio Arana, almirante Teodoro Hartung y bri­gadier Ramón Abrahín. A su alrededor, se sentaron el secretario general de la presidencia, coronel Emilio Bonecarrére; el jefe de la Casa Militar, coronel Bernardino Labayrú; los generales D’Andrea, Huergo, Videla Balaguer y Dalton; los contralmirantes Toranzo Calderón y Rial y el jefe del Regimiento de Granaderos, teniente coronel Alejandro Agustín Lanusse.

El requerimiento fue claro. Le pedían las renuncias del mayor Juan Guevara y de Clemente Villada Achával, asesores de la pre­sidencia; del general Juan José Uranga, ministro de Transportes; y del Dr. Luis María de Pablo Pardo, ministro del Interior. El fundamento de esta demanda tenía que ver con una inquietud producida por “el carácter netamente nacionalista que tomaba el gobierno, no sólo por las designaciones recaídas en personas de esa tendencia, sino también por el contenido del comunicado dado al país por el general Lonardi ese mismo día 12 de noviembre de 1955”. En ese comunicado, el presidente de facto había hecho una defensa cerrada de sus colaboradores más cuestionados. Es increíble que se cuestionara al Presidente por tener colaboradores nacionalistas, es decir patriotas, lo que revela con claridad la trama masónica que respaldaba esta petición.

El malestar de un sector minoritario de las Fuerzas Armadas se expandía y abarcaba tambien a la Junta Consultiva, integrada por civiles, y a la Corte Supre­ma de Justicia, ya que los integrantes de una y otra amenazaban con renunciar. Ante esta situación, Lonardi no dudó e inmediatamen­te, ofreció su dimisión. Ante la sorpresa que produjo esta respues­ta, se le aclaró que no era eso lo que se buscaba. Lonardi volvió a manifestar claramente que de ninguna manera estaba dispuesto a aceptar los condicionamientos que se le querían imponer y, a continuación, comenzó a hacer la defensa individual de cada uno de los funcionarios cuestionados. Habló durante una hora y 45 minutos. Al término de su exposición, tomó la palabra el contralmirante Arturo Rial, quien explicó que el problema tenía que ver con tres asuntos esenciales, a saber: primero, la creación de una Junta Mili­tar, integrada por tres ministros pertenecientes a la Fuerzas Arma­das, para que compartiera con el Presidente las responsabilidades de gobierno; segundo, la intervención de la Confederación General del Trabajo y la implementación de una política dura contra los obreros; y tercero, la disolución inmediata del Partido Peronista.

Puede leer:  La Guerra de los Matiners

Lonardi rechazó de plano los tres pedidos. Respecto de la inter­vención de la CGT, dijo; “A cañonazos no conseguirán nada más que exacerbar a los obreros y fortalecer al peronismo, en forma tal que no sería extraño que dentro de seis meses estuviera nuevamente Perón en el gobierno o una guerra civil asolara el país”. Con respecto al justicialismo, expresó: “Sería un procedimiento muy poco hábil, desde el pun­to de vista de la vida democrática, poner al movimiento peronista en la clandestinidad y robustecerlo con la persecución”. Estas palabras del Gral. Lonardi resultaron proféticas. De hecho, Perón que había comenzado como militar liberal mitrista, ayudando a derrocar a Yrigoyen, y por oportunismo se enroló en el nacionalismo, pasó a ser luego sólo peronista, y en el exilio será de todo,hasta marxista, y fomentó la subversión criminal, con todo tipo de atentados y sabotajes, que tanto daño le hizo a la Nación.

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Cuando estos hechos tenían lugar en la residencia de Olivos, en el Congreso la trama de la conspiración contra Lonardi avanzaba. Ese sábado 12 de noviembre, se realizó una inusual reunión de la Junta Consultiva. La presidió el vicepresidente provisional de la Nación, contralmirante Isaac F. Rojas. La reunión de la Junta dio comienzo a las 18.55 y estuvo rodeada del mayor de los secretos. Además de Rojas estaban presentes 17 de los 19 miem­bros de la Junta. Faltaban sólo dos: Américo Ghioldi, que se hallaba en Montevideo, y Miguel Ángel Zavala Ortiz, que estaba en Cór­doba. Hubo un cuarto intermedio a las 23.30. A esa hora, sin embargo, ya había trascendido el tono de preocupación que tenía la reunión en la que se hablaba como un desvío por parte del gobier­no de Lonardi respecto del programa pautado por la Revolución. Las deliberaciones se reanudaron a las 0.15 del domingo 13, ya con la presencia del profesor Ghioldi, quien había llegado de Montevi­deo. A la 1.23 el contralmirante Rojas se retiró y quedó al frente de la reunión la Dra. Alicia Moreau de Justo, vicepresidenta de la Jun­ta. A las 2.35 sus miembros renunciaron en pleno.

Mientras, en Olivos, el plan para desplazar a Lonardi seguía en marcha. El desasosiego ganó la noche. Tras la primera reunión en la que rechazó los pedidos del grupo rebelde, Lonardi estaba a punto de irse a dormir cuando una segunda comitiva lo importunó otra vez. Estaban ahí el ministro de Transportes, general Juan Uranga, el gene­ral Francisco Imaz, el general León Justo Bengoa, el capitán Daniel Alberto Correa, Ernesto y Eduardo Lonardi, hijos del presidente, y Manuel Víllada Achával. Allí los jefes militares le pidieron a Lonardi que autorizara el inicio de operaciones militares tendientes a neutra­lizar los movimientos de los que pretendían rebelarse en su contra. Le advirtieron del golpe de palacio que se estaba gestando. Esta segunda reunión duró 3 horas y media. Lonardi, fatalmente para el país, se rehusó a conceder la auto­rización que le demandaban y a los efectos de reconsiderar su actitud decidió esperar hasta las 19 de ese día, lo que terminaría cambiando el curso de nuestra historia.

A esa hora Lonardi estaba muy agotado. Su salud era débil y el estrés de la gestión se hacía sentir en su organismo. Viéndolo tan fatigado, el doctor Villada Achával decidió no prolongar más la reunión y desistió de poner en su consideración un punto que para él era fundamental: era necesario tomar medidas urgentes para frenar la insurgencia militar en ciernes. Esa falta de decisión constituyó un error garrafal.

El General se fue a acostar. Para asegurase un buen descanso, tomó dos pastillas para dormir. Sin embargo, el sueño habría de ser cor­to. A las dos horas fue despertado por los ministros militares quie­nes se hicieron presentes, una vez más, en la residencia de Olivos. Lonardi, aún somnoliento, se vistió a las apuradas y salió hacia el salón en donde había tenido lugar la última reunión. Iba bajando de su dormitorio cuando se encontró, al pie de la escalera, con sus ministros. Entonces, el coronel Ossorio Arana le salió al paso y, tras saludarlo, le dijo: “Señor general: debo manifestarle, en nombre de la Fuerzas Armadas, que han perdido su confianza y exigen su renuncia. Otorgan sólo cinco minutos para presentarla. Vencido ese plazo se adop­tarán medidas de fuerza y habrá derramamiento de sangre”.

El presidente no demoró ni un segundo en responder: “Vea Ossorio: puede anunciar al Ministerio que me dispongo a presentar la renun­cia”. Se le pidió entonces su renuncia por escrito. En principio, Lonardi aceptó redactarla. Entonces, un miembro de su familia, el Dr. Villada Achával lo instó, con firmeza, a que no la presentara, diciéndole:“Nadie que le aconseje presentar la renuncia obra como amigo suyo. Usted, señor general, ha sido víctima de una verdadera confabulación. Anoche, antes de venir a verlo como amigos para plantear problemas del Estado, han tomado preso a Goyeneche, en la Secretaría de Prensa, aunque no ignoran que ha presentado su renun­cia y que el cargo fue ofrecido a uno de los representantes del Partido Demócrata Cristiano, el doctor Rodolfo Martínez. Este ha renun­ciado junto con otros representantes de la junta, pero los miembros de la Unión Federal, doctores Storni y Ariotti, se han negado a hacerlo y han protestado por la traición al país que significa la actitud de sus colegas, que no tiene otra finalidad que la de dar pretextos a los ene­migos de su gobierno. El doctor Ariotti me ha denunciado que oyó a varios delegados hablar sin reparos de la forma en que los edecanes de Rojas urgían la presentación de las renuncias. ¿Qué valor tiene esa maniobra, cuidadosamente urdida, para dar a usted la impresión de que existe un movimiento de opinión en contra suya? Al venir hacia aquí no he observado ningún vuelo de aviones; y es seguramente men­tira la noticia de que renuncia la Corte. La prisión de Goyeneche se explica por el temor de que la información radial pueda alertar a las guarniciones del interior. La presentación de su renuncia de presiden­te en estas circunstancias significaría legitimar la posición de los que se disponen a usurpar el poder, y el olvido de lo que prometió en sus proclamas de Córdoba y de lo que dijo a los jefes adversarios, que no prosiguieron la lucha por la garantía moral que usted representaba para todos ellos”. Además, ya se había hecho popular la frase de que en esta revolución “no había vencedores ni vencidos”.

Ante esto, Lonardi, quien también ya había sido informado por el mismo Villada Achával de los hechos que se habían producido en la reunión de la Junta Consultiva en el Congreso, cambió de pare­cer y se negó a presentar la renuncia, novedad de la que los minis­tros que se la habían ido a exigir, fueron anoticiados a los gritos por el mismo Presidente. Sus palabras fueron: “¡Y que sepan que no renuncio! Ustedes me echan”.

Ese mismo día, Lonardi decidió ir a la Casa de Gobierno con la finalidad de retirar sus pertenencias. Fue un viaje azaroso porque su llegada a Balcarce 50 se produjo a la misma hora en que el general Pedro Eugenio Aramburu se disponía a jurar como nuevo presi­dente provisional. Por lo tanto, Lonardi debió hacer malabares para que lo dejaran entrar a sacar sus cosas. La tensión fue enorme. Algu­nos temieron que se lo detuviese. Ya de vuelta en Olivos, el general Lonardi dio a conocer un comunicado a través del cual desmintió su renuncia. El comunicado decía lo siguiente: “Comunico al pue­blo que no es exacto que haya presentado mí renuncia al cargo de pre­sidente-provisional, o que mi salud tenga algo que ver con mi retiro de la Casa de Gobierno. El hecho se ha producido exclusivamente por decisión de un sector de las Fuerzas Armadas”.

Sólo el Buenos Aires Herald lo publicó. El resto de los diarios de Buenos Aires lo ignoró. El gobierno le respondió a Lonardi ese mismo día, a través de un comunicado emitido a las 16.45 que decía así: “La crisis reciente del gobierno provisional se ha debido exclusivamente a la presencia, en el seno del mismo, de grupos influ­yentes en el espíritu del general Lonardi, que orientaron su política hacia un extremismo totalitario, incompatible con las convicciones democráticas de la Revolución Libertadora, los cuales consiguieron apoderarse, ante el estupor de la sana opinión revolucionaria, de puestos clave en la conducción del país”. Los hechos posteriores confirmarían que estas palabras eran exactas, pero aplicadas a los usurpadores que desplazaron a Lonardi, con cinismo realmente malvado, ya que ellos serían extremistas totalitarios, llegando a fusilar masivamente a opositores.

El comienzo de una dolorosa historia

El general Eduardo Lonardi sufría de hipertensión arterial, una enfermedad que lo aquejaba desde mucho tiempo antes del año 1955. Anteriormente, en algunas ocasiones había tenido episodios hípertensivos severos que originaron hemorragias nasales –epistaxis– que obligaron a realizarle un tratamiento enérgico. Tenía, además, un antecedente de úlcera esto­macal ocurrido en la época en que tuvo como destino la agregaduría militar de la embajada de la Argentina en Santiago de Chile. Los episodios de la revolución y de la posterior presidencia produ­jeron situaciones de estrés que alteraron el tratamiento prescripto. Esto afectó sensiblemente al organismo de Lonardi, de ahí la mala impresión que su aspecto le causó a su hija el día que llegó de Cór­doba para hacerse cargo del gobierno, afirmando que su padre ya no viviría mucho más.

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Producida su renuncia, Lonardi decidió viajar a los Estados Unidos con el fin ponerse en tratamiento con una nueva droga que estaba siendo experimentada por el Dr. Eduardo Freis, jefe de car­diología del hospital de la Universidad de Georgetown. Allí fue atendido por los doctores Francis Foster y Manuel Martínez. Lonardi salió de Buenos Aires el día 29 de noviembre de 1955 a bordo del buque Río Tunuyán. Lo acompañaba su esposa Merce­des Villada Achával. El viaje se hizo accidentado tanto por factores políticos como de salud. A los cinco días de la partida, cuando esta­ban arribando a Caracas, se enteró de que una comisión policial había allanado su domicilio, cosa que ni Perón se había atrevido a hacer. Enfurecido e indignado, el hijo del general Lonardi, Luis Ernesto, echó a esa comisión a punta de pistola. Llamativamente, unos días antes de este episodio, Lonardi había sufrido un cuadro de intoxicación alimenticia severa que le produjo fiebre, náuseas y vómitos. Extrañamente él fue el único pasajero del buque que padeció este percance, por lo que se sospechó de un intento de asesinato.

Arribó a Nueva York y desde allí marchó inmediatamente a Washington. Tras la primera consulta en el hospital universitario de Georgetown, comenzó a realizar el tratamiento instituido por el doctor Freís. En paralelo, se sometió a un minucioso control médi­co que incluyó análisis de laboratorio y estudios radiográficos. A través de ellos, se le detectó un nódulo pequeño en la parte poste­rior de la uretra, lo que obligó a realizar una intervención quirúrgi­ca a los fines de efectuar una biopsia. La intervención quirúrgica se llevó a cabo el 13 de enero de 1956 y el cirujano a cargo fue el Dr. Baker. La operación fue exitosa ya que los estudios histoanatomo-patológicos mostraron que la afección no era maligna. A pesar de ello, el postoperatorio se hizo doloroso y tórpido debido a una complicación que sería altamente detrimental para la salud de Lonardi. Esto fue producto de una infección de la herida no cica­trizada que apareció cuando el paciente ya estaba dado de alta. El cirujano, que no era un especialista en el manejo de los antibióti­cos, indicó dosis altas de cloromicetina sin antes haber consultado con un infectólogo, lo que constituyó un craso error.

La cloromicetina es uno de los nombres comerciales del cloranfenicol. El cloranfenicol es un antibiótico de amplio espectro que deriva del streptomyces venezuelae. Descubierto en 1949 por el doctor David Gottlieb, fue el primer antibiótico producido en forma sintética a gran escala. Debido a sus muchos efectos adver­sos, en la actualidad ha sido reemplazado por varios otros antibióticos más nuevos y mejor tolerados. Lonardi se vio severamente afectado por los efectos adversos del antibiótico que le ocasionaron una alteración de su flora intestinal y un consiguiente deterioro de su estado general. Ante este cuadro, los médicos que lo trataban en los Estados Unidos le aconsejaron adelantar la vuelta a Buenos Aires, a fin de reencontrarse con un ambiente afectivo que favoreciera su recuperación.

Este regreso anticipado de Lonardi motivó una gran inquietud en el gobierno del general Aramburu. Por consiguiente, se dieron órdenes para que se llevaran adelante gestiones tendientes a disua­dir al ex presidente de facto de su retorno. Así fue que el embaja­dor argentino en los Estados Unidos, Dr. Vicchí, le hizo saber que tenía la misión de ofrecerle el cargo de embajador de la Argentina en el país que él quisiera. Primero, lo tentaron con Madrid y, des­pués, con Washington, mas Lonardi rechazó ambos ofrecimientos. Ante esta negativa, llegó entonces el turno del teniente coronel Juan José Montiel Forzano, quien viajó a Washington para informarle que el gobierno de la Revolución Libertadora no creía conveniente su vuelta. Sin embargo, Lonardi no modificó su decisión y le hizo saber a su yerno, el Dr. José Alberto Deheza, que, si Aramburu y Rojas le impidiesen volver al país, se radicaría en el Uruguay.

Fue un momento muy difícil para Lonardi, quien se hallaba enfermo, lejos de sus afectos y con escasos recursos económicos. La situación le causó una profunda angustia, lo que llevó a los médi­cos que lo trataban a aconsejar a su familia la necesidad de asegu­rarle un entorno de tranquilidad. Finalmente, Lonardi llegó a Buenos Aires sin ningún problema. Poca gente lo fue a esperar a Ezeiza. Quienes lo recibieron lo vieron mal. Estaba tan delgado y pálido que sus amigos presagiaron el final. Del aeropuerto se dirigió a su casa de la calle Juncal, en don­de un grupo de sus simpatizantes pidió que hablara. Decidió hacer­lo desde el balcón del piso de una familia amiga, los Fernández Saralegui. Por lo tanto, se instaló un sistema de altoparlantes que gente enviada por el gobierno desactivó. A pesar de ello, Lonardi habló, pronunciando unas pocas palabras con una voz velada y casi inaudible que pocos pudieron escuchar. Esas serían sus últimas palabras en una aparición pública.

El 22 de marzo de 1956, Lonardi debió ser internado de urgen­cia en el Hospital Militar Central a causa de una nueva crisis hipertensiva. Para alivio de quienes gobernaban en nombre de la Revolución Libertadora, sería la última. El diario La Nación publi­có la siguiente crónica sobre su deceso:“La pérdida sorprendió a los íntimos del jefe revolucionario Lonardi en cuyo ánimo había renacido en los últimos días la mayor esperanza. En efecto, durante su descanso en Béccar, Lonardi había aumentado en pocos días cuatro kilos y supe­rado el estado nauseoso que se juzgaba indispensable eliminar para aplicarle una droga de procedencia norteamericana que se está experi­mentando con resultados favorables para dominar la hipertensión arte­rial, por lo que  iba a administrársele la nueva medicación. Su estado general se presentaba tan favorable que llegó hasta el centro de la metrópoli sin esfuerzo aparente. Un enfriamiento, empero, le provocó un estado gri­pal que detuvo el proceso terapéutico iniciado. A pesar de ello, las cir­cunstancias no parecían del todo desfavorables, tanto que anoche, a las 21, tomó el caldillo de su régimen para la comida en un excelente esta­do de ánimo, bromeando con su esposa y sus hijos. De pronto se produ­jo el fatal derrame. La hipertensión lo había vencido”. (Para decribir los graves problemas de salud que aquejaban al general Lonardi, hemos recurrido al libro del Dr. Nelson Castro, “Enfermos de poder”).

Así terminaron los días, para nuestra desgracia, de este verdadero patriota, y tuvieron vía libre los liberales y masones pro-británicos, los que continuarían con sus políticas un proceso de división, violencia, sometimiento y decadencia iniciado por Perón, que no se detuvo hasta el día de hoy. Inmediatamente comenzaron las persecuciones, proscripciones, confiscaciones, cesantías, y hasta la cárcel y el exilio para muchos. Pero los que consumaron esta infame trama no estaban solos, los apoyaron casi todos los partidos políticos en la Junta Consultiva. Esta se había creado por decreto del 28 de octubre y era presidida por el contralmirante Isaac Rojas, vicepresidente de facto, y la socialista Alicia Moreau de Justo fue elegida vicepresidente de la misma. Tenían cuatro representantes la U.C.R., el P. Socialista, el P. Demócrata Nacional, el P. Demócrata Progresista, y dos el P. Demócrata Cristiano y la Unión Federal. Salvo algunas excepciones y la nacionalista Unión Federal, todos eran furiosos antiperonistas (llamados luego “gorilas”), como Miguel Ángel Zavala Ortiz y otros radicales que respondían a Balbín.

Sin embargo, lo curioso era que Américo Ghioldi, presidente del P. Socialista, y también su hermano Rodolfo Ghioldi que lo era del P. Comunista, apoyaron la política nefasta de la “Hormiga Negra”, apodo de Isaac Rojas. Es que las izquierdas, prisioneras de sus elucubraciones teóricas y enajenadas de la realidad y de los intereses nacionales, creían ingenuamente que con la destrucción del peronismo por decreto, heredarían el control y los votos del movimiento obrero. Pero había hombres lúcidos que comprendieron el momento que atravesaba el país, como Arturo Jauretche en sus periódicos “El 45” y “Azul y Blanco”, clausurados, y Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Frondizi, Oscar Alende, Rogelio Frigerio y otros en la revista “Que”, los que alertaban sobre las consecuencias gravísimas para la Argentina si se persistía con el rumbo que había tomado la Revolución, a la que ya se comenzaba a llamar “Liberticida”.

En junio de 1956 militares y civiles se levantaron contra esta tiranía y, como no ocurría desde el siglo XIX, por razones políticas se fusiló a todos los que tomaron prisioneros. Así cayeron el general Juan José Valle, coroneles, y hasta subtenientes y ¡suboficiales de la banda de música!, junto con numerosos civiles. Este intento fue criticado por Perón, por considerarlo imprudente y por los móviles, con los que no coincidía. Sobre estos hechos Rodolfo Walsh escribió el libro “Operación Masacre”, y años después el responsable de los mismos, el general Pedro Eugenio Aramburu fue asesinado por los Montoneros.

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