De entrada es interesante notar que el concepto de representación posee en las todas las lenguas romances el mismo término: rappresentazione en italiano, representaçao en portugués, Repräsentation en alemán, représentation en francés, representation en inglés, reprezentare en rumano. En todas estas lenguas (y otras)[1] el término menta la idea de volver a presentar a alguien o algo. Por eso se afirma en derecho que representar es actuar en interés de algo o alguien. Y no está mal. ¿Pero la representación política no se agota en función del interés de alguien, por ejemplo, del pueblo que lo votó?
No, la representación política supone otro condimento, un paso más allá de la simple representación jurídica, pues se encuentra vinculada a la idea de bien común. Claro está que en los gobiernos de corte jacobinos, aquellos que gobiernan en función de los intereses de ciertos grupos, esta idea de bien común es descartada de plano.
La idea de bien común exige de la representación política un compromiso mayor que el mero representar, exige representar en función de la unidad de las partes representadas. En una palabra, hay una exigencia de concordia (cum cordis= con el mismo corazón) de la representación.
De modo tal, y aquí aparece un segundo rasgo de la representación política, permite que la pluralidad de opiniones del todo social no sea excluida ni negada.
Repetimos, la representación política va más allá de la simple representación jurídica de actuar en función del interés de tal o cual causa y por estar regida por la idea de bien común, tiene que buscar el logro de la unidad en la diversidad del todo político. Esto es, de la nación.
Fue Carl Schmitt (1888-1985) quien modernamente llamó la atención sobre esta distinción y tomando la genial caracterización de la Iglesia católica como complexio oppositorum realizada por el eximio exegeta Juan Maldonado,[2] la extrapoló al plano político para caracterizar la idea de representación.
Complexio podemos traducirlo por conjunto, reunión, unión, enlace, así la Iglesia sería ante todo aquella que pone unidad en la diversidad de los opuestos que en ella convergen. La Iglesia es la que mantiene la genuina unidad del mundo y al mismo tiempo la verdadera heredera de la jus romano.
El asunto es explicable en Schmitt para el cual las categorías de la política no son otra cosa que categorías teológicas desacralizadas o mundanizadas. Pero el asunto es complejo pues la representación de la Iglesia es personal, Ella representa a Cristo como Institución (algo que escandaliza al mundo protestante) y en cada celebración eucarística, en tanto que la representación política, al menos modernamente a través del sufragio, es colectiva.
Es cierto que el parlamento o asamblea es de suyo un punto de unión de la diversidad de opiniones, aunque raramente se ponen de acuerdo en una de ellas. Es cierto que la totalidad del parlamento o asamblea o congreso representa tanto la unidad como la pluralidad de una nación, pero lo que no es cierto que esa representación se haga a título personal.
Formalmente los diputados lo son de la nación y no del partido que los llevó a poder representar, pero ese representar está sustancialmente vinculado al colectivo que lo votó, y no a tal o cual persona en particular. En la práctica patidocrática los diputados lo son del partido y salvo cuestiones de conciencia siempre votan colectivamente con y como el partido.
La crisis de representatividad que vive en forma permanente la democracia está enlazada a este aspecto no tenido en cuenta. Pues la representación política al no ser una representación personal, como exige Schmitt que sea, tiene que revalidarse continuamente. La Iglesia en cambio no tiene esa exigencia pues su representación, sí es personal. Y entonces no tiene que revalidar ningún título.
La ruptura de la representación
Hace ya varios años que venimos sosteniendo que nosotros no estamos en crisis sino en decadencia[3], porque las crisis siempre son pasajeras (crisis de la adolescencia, de la andropausia, de la menopausia, etc.) en cambio la decadencia indica una declinación constante y permanente de la que difícilmente se pueda salir desandando el camino. Es necesario pasarla por arriba. La mejor definición que encontramos es la que nos brinda el periodista y pensador Gilbert Comte cuando la define como le refus du sacrifice, el rechazo del sacrificio “La décadence débute quand chacun refuse de prendre des risque pour les autres[4].
Ahora bien, la noción de decadencia encierra un enigma poco común, y es que siempre se puede ser un poco más decadente. Su concepto significa tanto naufragio, hundimiento, ruina, caída u ocaso. Encierra la idea de declinación necesaria de la que no se puede salir recorriendo el camino hacia atrás. Es necesario comenzar de nuevo como lo hace el sol luego del ocaso o el comerciante después de la ruina.
Así, pues, de la decadencia sobre todo de la social, política, económica y cultural que es la que nos afecta hoy, aquí y ahora, en Argentina solo se puede salir por dos vías: O la restauración o la revolución. Ejemplos históricos tenemos de ambos caminos. Así Augusto, luego de las desastrosas guerras civiles que sumieron en decadencia a la República comienza la restauración de las costumbres antiguas que habían hecho grande a Roma. De idéntica manera, mutatis mutandi, en nuestro país Rosas luego de la desastrosa anarquía de la década de 1820/29 que sumió en decadencia, se alzó como el Restaurador de las leyes.
Ejemplo de la vía revolucionaria lo ofrece Fidel Castro con la revolución cubana, con todos los reparos que pueden hacérsele, que vino a cambiar el orden constituido de prostitución, corrupción y decadencia que el régimen de Fulgencio Batista había sumido a Cuba. Esperemos que el levantamiento del embargo norteamericano lo que haga caer de nuevo en los viejos servicios.
Entonces del estado de decadencia no se puede salir remontando la decadencia, sino que se tiene que salir por afuera de la misma, sea por restauración si hubo un régimen donde se vivió mejor o por revolución si no hay una experiencia histórica donde referenciarse.
De la decadencia como del laberinto, no se sale desde el interior sino por arriba como Dédalo y su hijo Icaro lo hicieran del laberinto cretense.
Nuestros representantes rechazan sacrificarse por sus representados, no toman ningún riesgo a favor de los otros, sus representados. El pueblo en su conjunto es simplemente un convalidador de representaciones que sus dirigentes, los representantes, no se ven obligados a cumplir.
La única obligación que tienen es cumplir con el procedimiento jurídico formal de acceso a los cargos, a las representaciones. Una vez en posesión de las mismas su responsabilidad se diluye en un discurso político que dice y no dice: que promete sin comprometerse, ni moral ni existencialmente. En una palabra, promete pero no se obliga.
Esta ruptura de la representatividad que se da en todos los niveles y dominios de la actividad ha hecho que el pueblo llano busque la solución de sus problemas, a sus demandas, a través de las movilizaciones, las tomas de edificios, los piquetes en las rutas y calles, la ocupación de los espacios públicos, la interferencia en los servicios y las mil medidas y revueltas hechas ad hoc.
El pueblo ha tenido que tomar la representación en sus manos porque sus representantes, políticos y sociales, no lo han representado, no han estado a la altura de sus necesidades.
¿Para qué sirve el parlamento si con sus leyes no soluciona los problemas del pueblo que lo votó?. ¿Para qué sirven los sindicatos si no logran las reivindicaciones reclamadas por sus trabajadores?. ¿Para qué sirven los científicos si no investigan lo que es y lo que se necesita en lugar de descular hormigas o desentrañar sombras?. ¿Para qué sirven los pastores que no se ocupan de las necesidades de sus ovejas y las protegen del lobo?. ¿Para qué sirven los jueces que ignoran la noción de equidad, limitándose al procedimiento?. ¿Para qué sirven los dirigentes locales y barriales si en lugar de ocuparse del vecino se ocupan del ciudadano o peor, de la humanidad?
Cuando un dirigente enaltezca el sacrifico personal como su método en el ejercicio de la representatividad podrá, entonces, el pueblo confiarle su representación, en el mientras tanto, está la exigencia de construir en la lucha, que es donde se muestran los talentos, nuevos dirigentes que tengan como apotegma tomar riesgos personales a favor de sus representados. Sólo así se podrán reemplazar a los antiguos, de lo contrario se reciclarán automáticamente como lo vienen haciendo desde hace décadas. Así como lo hicieron ostensiblemente luego débacle del 2001, interpretando el grito popular: “que se vayan todos”, no yéndose ninguno.
[1] En polaco reprezentacja, et alii.
[2] Juan Maldonado (1534-1583) jesuita español fue y es reconocido como el mayor exegeta del siglo XVI. Nació en Casas de la Reina (Extremadura) en 1534. Aunque los franceses sostienen que era francés, tanto por sus escritos, por su inseparable amistad con Montaigne y su larga enseñanza allí. Fue profesor de teología y filosofía en París en donde gozó de un gran prestigio. Sus clases en el colegio de Clermont contaban con una asistencia regular de más de mil alumnos. Su biógrafo inglés dice: your courses in humane letters and philosophy, that crowds of excited students filled his classroom. Sometimes he had more than 1,000 students in his class and some even arrived two or three hours before the lecture to get a seat. Maldonado es a la teología lo que Werner Jaeger a los estudios de Aristóteles. Ellos han creado un antes y un después con sus aportes que no se pueden obviar o peor aún, ignorar.
[3] Buela, Alberto: Metapolítica y filosofía, Bs.As., Theoría, 2002, p. 59.-
[4] Comte, Gilbert: Notes sur un temps rompu, Paris, Le Labyrínthe, 2003.- redactor de Le Monde 1969 a1982.-
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