Habían pasado 100 años sin ser atendido el mandato del Corazón de Jesús al rey Luis XIV de consagrar Francia al Sagrado Corazón cuando sucedió la ejecución de Luis XVI, cuatro días después de que la Convención Nacional le sentenciase a muerte en una votación casi unánime.
El rey se despertó a las 5 de la mañana y se vistió asistido por su ayudante. Posteriormente se reunió con un sacerdote irlandés no juramentado para confesarse. Oyó misa y recibió la comunión. A las 7 expresó sus últimas voluntades al capellán, su anillo con el sello real sería para el delfín y su anillo de bodas para la reina, tras lo cual recibió la bendición. A su salida de la prisión del Temple, donde la familia real llevaba recluida desde el mes de agosto, el rey se sentó en un coche de caballos destinado a su servicio estacionado en uno de los patios del edificio. El sacerdote se sentó a su lado, mientras dos militares ocuparon los asientos opuestos. El carruaje salió de la prisión sobre las 9.
Durante más de una hora, la comitiva, precedida por el redoblar de tambores cuya finalidad era silenciar cualquier muestra de apoyo al rey y escoltado por una tropa de caballería con sables desenvainados, realizó el trayecto hasta la plaza de la Revolución, que en la actualidad es llamada absurdamente plaza de la Concordia, siguiendo un trayecto a cuyos lados se agolpaban alrededor de 80.000 personas entre hombres armados, soldados de la Guardia Nacional y los desarrapados.
A las 10 el carruaje llegó a la plaza y se adentró en la zona donde había sido erigido el cadalso que se hallaba rodeado por una multitud armada con picas y bayonetas. Después de cortarle el cabello y abrirle el cuello de la camisa, el rey subió al patíbulo. Una vez allí avanzó con paso firme e intentó pronunciar un discurso ante la multitud diciendo que moría inocente de los crímenes que se le imputaban, pero fue interrumpido por el sonido de los tambores temiendo un levantamiento del pueblo en ese último momento. Tras negarse inicialmente a que sus manos fuesen atadas, cedió ante la propuesta del verdugo de emplear su pañuelo en lugar de una cuerda. El monarca fue entonces tumbado sobre la plancha de madera de la guillotina, siéndole colocado el cepo con forma de media luna sobre el cuello para mantener fija la cabeza, tras lo cual la cuchilla cayó. Un ayudante del verdugo mostró la cabeza real a la gente, mientras se gritaba ¡viva la nación, viva la república! y se escuchó una salva de artillería anunciando el fin de la monarquía que llegó a los oídos de la familia real encarcelada.
¿Terminó la historia? Si hay una historia que no terminó fue esta, porque la memoria de Luis XVI, así como la de María Antonieta, continúan vivas. Son símbolos que no mueren en el recuerdo de muchos franceses. Bien por ser amados como merecen, o por ser odiados como no merecen. De alguna manera simbolizan la lucha entre el bien y el mal, la Revolución y la Contrarrevolución. Serán siempre recordados con profundo respeto y dolor por todos aquellos que tienen una chispa de Contrarrevolución en el alma. Y serán recordados con extremo odio por todos aquellos que, portadores del espíritu de Satanás, y odiando todas las desigualdades, odian a ese rey, cuyo gran defecto, sin embargo, fue el exceso de mansedumbre, lo que también se puede decir de María Antonieta.
Este texto se publicó originalmente en https://plineando.blogspot.com/
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