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León Degrelle: un hombre con el corazón ardiente

León Joseph Degrelle nos ofrece en su libro Almas ardiendo un auténtico testimonio de virtud, tanto humana como cristiana, en un momento en el que los hombres, cegados por los avances técnicos y la predominancia de la funcionalidad, estaban inmersos en el siglo de la guerra y la destrucción.

Los jardines del corazón han perdido su color. No tienen pájaros. ¿Qué pájaro, por acaso, podría cantar en medio de la tormenta mientras el hombre busca a otro hombre, para odiarle, para corromper su pensar, para hollar con los pies la rosa?

No ser feliz es dudar de nuestro cuerpo, del calor de nuestra sangre, del fuego devorador del corazón, de la claridad del espíritu que inunda nuestro ser.

¡La verdadera victoria, la victoria sobre uno mismo! ¿Dónde podrá lograrse mejor victoria que en medio estas humillaciones, soportadas alta la cabeza, dominado sin inútiles gestos, la materia rebelde, los desfallecimientos del corazón, todos los sutiles enemigos que quisieran asaltar el espíritu?

Todos llevamos nuestra cruz: debemos llevarla con sonrisa orgullosa, para que se sepa que somos más fuertes que el sufrimiento.

León Degrelle, Almas ardiendo (1954)

Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús.

Filipenses, 2:1-5

Yo he venido a prender fuego en el mundo; y ¡cómo quisiera que ya estuviera ardiendo! Tengo que pasar por una terrible prueba, y ¡cómo sufro hasta que se lleve a cabo!

Lucas, 21:49-53

El amor es fuerte como la muerte, es cruel la pasión como el abismo; es centella de fuego, llamarada divina: las aguas torrenciales no podrían apagar el amor, ni anegarlo los ríos.

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Cantar de los Cantares, 8:6-7

León Degrelle (1905-1994): el segundo Orlando Furioso

Imaginamos que la mayoría de nuestros lectores recordarán que, hace no mucho tiempo, una de nuestras colaboraciones estuvo dedicada a Ernst Jünger (1895-1998). En la introducción del texto, calificamos su longeva vida como “fascinante”, pues dada la cantidad de vivencias y experiencias acumuladas, además de las reflexiones y conocimientos extraídos a partir de las mismas, ésta consigue (incluso hoy en día) atraer a cualquiera con un mínimo de curiosidad y sensibilidad. El combate en las dos guerras mundiales, la pérdida de sus dos hijos, el particular enfrentamiento con el nacionalsocialismo, la “emboscada”, los experimentos con las drogas de diseño o su peculiarísima relación con la Verdadera Fe, desde luego, forjaron de forma decisiva una de las más grandes mentes del Siglo de la Radiación. No obstante, en este momento nos disponemos a hablar otro hijo ilustre de Europa que, sin poderse equiparar en todos los aspectos a nuestro anterior protagonista, creemos merecedor del título (honorífico) de segundo Orlando Furioso: León Joseph Marie Ignace Degrelle (1905-1994).

Degrelle, nacido en el seno de una familia burguesa de origen francés afincada en Valonia, estudió Derecho en la Universidad de Lovaina, llegando a doctorarse en esta misma disciplina. Aunque, a decir verdad, su perfil jurídico no fue el más destacado dentro de su dilatada trayectoria, pues los tiempos convulsos no reclamaban juristas ni burócratas de despacho, sino hombres de acción. Como muchos otros de sus contemporáneos, a través del periodismo (trabajando para la revista Christus Rex) comenzó a conocer de primera mano muchos de los conflictos que tenían lugar en un mundo en el que, todavía, lo viejo se negaba a desaparecer frente al empuje de los Vientos de Acero. Cubriendo como corresponsal la Guerra Cristera (1926-1929) de México, el enorme fervor de los que se negaban a ver mermado, mutilado o alterado el legado religioso de sus ancestros, impresionaron al joven belga que, a partir de entonces, convirtió el apostolado en uno de los ejes de su vida pública.

Tras haber intentado dinamizar, sin éxito alguno, al corrupto, tibio, esclerótico y filoliberal Partido Católico Belga, en 1935 León Degrelle fundó su propia agrupación: el Partido Rexista (1935-1945). Así, adaptando el ideario fascista (también algunos principios comunistas y socialistas) a un contexto monárquico, conservador y católico, su política se proyectó hacia la consecución del Reino de Cristo en este mundo, a través de la lucha contra las desigualdades socioeconómicas y la denuncia la injerencia de las grandes empresas extranjeras en la política interna del reino de Bélgica. Pese a haber apostado por la neutralidad y mantenido una ciertas distancias con respecto a la actitud beligerante y expansiva del III Reich, después de la ocupación alemana del territorio belga en 1940, León Degrelle acusó (no sin cierto atino) al capital internacional judío, a los juegos sucios de la masonería anglosajona y a la actitud soberbia de los Aliados de haber dado alas a los invasores. Después de más de un año de conflictos en el seno del movimiento rexista y de una breve deportación en Francia, León Degrelle consiguió volver a Bélgica en 1941 y, de esa guisa, reestructurar el movimiento de acuerdo con los principios de la alianza entre el fascismo y el nacionalsocialismo, además de fundar la Legión Valonia (luego integrada en las Waffen-SS) para la lucha contra el comunismo en su propio suelo. En el frío invierno ruso, con las manos heladas y el corazón ardiente, nuestro protagonista experimentó una mutación intelectual y personal aún más importante que la de finales de los años 20: su vida se convirtió en el bien más preciado de todos cuanto poseía (junto a su Fe, claro está), por la cual luchó hasta el momento en el que expiró.

El resultado adverso de la Operación Barbarroja y, por supuesto, el avance de las hordas demoníacas de las estepas, le obligaron tanto a él (ocupando el rango de Brigadeführer) como a muchos altos mandos de la Wehrmacht y las SS (Otto Skorzeny, entre otros),a apostar por la opción del exilio. En este caso, nuestra España querida (de la que el fundador de Christus Rex se enamoró profundamente) se convirtió, en 1945, en la última estación de un tren, vulnerable al descarrilamiento, que había hecho su recorrido por lo más profundo del Pandemónium. 

Desde su llegada al final de la II Guerra Mundial hasta su muerte, en Benalmádena, durante los años 90, la vida de Degrelle transcurrió en calma, más allá de dos esporádicos incidentes: una infundada acusación de haber participado en el tráfico de obras de arte durante la contienda y, cómo no, la denuncia de una supuesta “víctima” del Holocausto (Violeta Friedman), deseosa de que se lo procesara por su “negacionismo”. Aun así, a pesar del malditismo y las injurias, León Joseph, dedicó a la escritura, la lectura y el activismo político en favor de los valores tradicionales y la defensa de la patria (en 1966 fundó el grupo CEDADE y participó en la campaña a favor de la Unión Nacional-Fuerza Nueva en 1979)

Llegados a este punto y, teniendo en cuenta nuestra tendencia a trazar la fisiognomía de los personajes con los que nos topamos en nuestras lecturas y escritos, es oportuno que, antes de profundizar en sus tesis, esbocemos un perfil de nuestro autor. Éste, a través de sus principales características, nos permitirá conocer con mayor detalle quién fue el hombre que se escondía detrás, tanto del político como del escritor.

Por lo que los hechos históricos y sus datos biográficos nos dan a conocer, León Degrelle fue una persona tendente al apasionamiento y al enamoramiento, rasgo que se acentuó tras su estancia en México y la maduración de su fe (se convirtió, como San Jerónimo, en otro León de Belén). Añadimos, a colación de esto último,  su labor apostólica y la fulgurante entrada en política denunciando la falta de ambición de los partidos “católicos” (aburguesados, conflagrados con las élites económicas y “mangoneados” por la jerarquía parásita y cobarde), aparte del espíritu guerrero que lo condujo al frente del Este. Fuera de la vida pública,  se destacó por el cuidado de su familia, llegando a tener un total de 7 hijos y más de 10 nietos, pues la entrega incondicional hacia los suyos fue, para él, un principio verdaderamente innegociable. Las de cristiano, abogado, político, soldado, padre y escritor fueron las seis facetas de una vida recta y ordenada hacia los dones del cielo y el seguimiento de los preceptos del Evangelio.

Es más, dada la profundidad y la interiorización de sus ideales, su vida personal es una de las pocas cosas que sus críticos, detractores y adversarios políticos no le pudieron reprochar jamás. De hecho, ¿quién podría echarle en cara a otro el ser coherente con sus ideas? ¿Acaso se opone alguien a que el otro sea capaz de obrar con altruismo y amor al prójimo? En caso contrario, ¿no caerían, por lo tanto, en esa misma inhumanidad con la que se pretende caricaturizar al “enemigo”? A propósito de esto, en el prólogo de la primera edición española del libro de Degrelle que analizaremos a continuación  (Almas ardiendo, 1954), un liberal republicano como Gregorio Marañón sentencia lo que sigue:

Puede leer:  Alejandro Casona: Como tu Quevedo, calzado vas con tus espuelas de oro

Es un gusto profundo y consolador comprobar, y se comprueba siempre que se quiere, que el hombre que piensa de otro modo, es como uno mismo y como cualquier otro que tenga los ideales que le plazca. Basta que nos despojemos del disfraz con que mudamos por la vida y hablemos, en silencio, de lo que pasa en nuestro corazón.

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El Corazón, si se le deja solo, es, siempre, casi igual a todos los demás corazones.

Almas ardiendo (1954): una llamada a la conversión y a una vida virtuosa

Si, en pocas palabras y términos clave, pudiéramos plasmar cuál es la esencia de la obra que nos disponemos analizar y, con ello, la de su autor (ambas realidades son inseparables y se yuxtaponen), diríamos lo siguiente: una crítica al mundo moderno, una exaltación de la maternidad y la educación de los hijos, un control de las pasiones e instintos más bajos y una llamada a la conversión. Mas, ¿qué queremos decir exactamente con lo anterior? ¿A qué obedece? ¿Por qué, después del mayor aquelarre de sangre que se recuerda y de la derrota aplastante de los últimos guerreros valientes y virtuosos de Occidente, aparece una exhortación de este tipo? En las próximas líneas, nuestro objetivo será, por tanto, el de explicar lo antedicho.

En primer lugar, su crítica hacia la Modernidad está orientada desde una perspectiva cristiana, a través de una vivencia cuasi mística de la Verdadera Fe. Es más, frente a su ardiente y airada defensa del amor y la entrega al otro (al prójimo), él denuncia la predominante “frialdad” de corazón, lo que ha llevado a los hombres, cada vez más atomizados y compartimentados en sus vidas, a plegarse sobre sí mismos y sus intereses. Frente este sombrío panorama que presenta la sociedad de la técnica, Degrelle preconiza los ideales elevados (los “bienes del espíritu”), siendo el sacrificio (por amor) la mejor vía para alcanzarlos. De hecho, para enfatizar esa necesidad de la entrega y del cumplimiento del deber, nos recuerda nuestra subsidiaria “incardinación” dentro de las realidades inmediatas que nos rodean, entre las cuales destacan sobre manera la familia (unida a través de los recuerdos de convivencia en un hogar común) y la patria (otra “familia” a la que pertenecemos desde el nacimiento al estar adscritos a un territorio concreto). Quizá, en opinión de nuestro autor, el lugar donde esta convivencia entre las diferentes instancias y esferas constituyentes de nuestra inmediata realidad (el cristiano, sobremanera) ha alcanzado su zénit ha sido España. Mas, ¿de qué manera? Nuestra patria, siendo el principal baluarte de la Cristiandad y, por supuesto, el faro que hizo llegar la Luz del Evangelio hasta los confines del orbe, habría encontrado en las comunes creencias y fe su mayor y elemental sustento (su “unidad de destino en lo universal”, como diría el Jefe). Ello, incluso, en estos momentos de incertidumbre y de abandono de lo Eternidad por parte de los hijos del siglo, sigue arrojando un rayo de esperanza, pues el espíritu de cruzada y la devoción a María, aunque quedaren aletargados, permanecerán siempre dentro de nuestras ardientes e irreverentes (ante los infieles de toda clase y sus imposiciones) almas.

En segundo lugar y, teniendo en cuenta, el valor que León Joseph da al núcleo elemental, la familia, ésta no podría entenderse sin su sustento: la maternidad, una “conjunción exacta entre carne y corazón” y el “manantial del que brota la vida”. Desde este punto de vista, cualquier mujer agraciada con la maternidad entraría en la “primavera” más floreciente de su ser, la cual daría luz un fruto precioso al que cuidaría (como si de un tesoro se tratase) y dedicaría toda su atención. Desde el comienzo, para que el hijo en cuestión crezca sano, fuerte y consciente de sus deberes, se le debería criar fomentando su “vocación de felicidad(cristianamente, acentuando, la bondad, deber y la entrega), pues, de lo contrario, si lo que predomina es la indiferencia hacia las altas metas, a largo plazo se cosecharán el dolor, la tristeza e infelicidad, el egoísmo y la absurda y desaforada competitividad, sin olvidarse del desconocimiento acerca de la naturaleza. Sólo una educación, partiendo del seno materno, que primase la vida como un fin en sí mismo podría alcanzar la auténtica felicidad: la que se da al dejar de añorar lo material.

En tercer lugar, a lo largo de las páginas de su libro, Degrelle nos da una serie de claves que nos permiten alejarnos de las vanidades y las insignificancias de los deseos y concupiscencias mundanos. Así, la paciencia, entendida “victoria sobre uno mismo” y unida, subsiguientemente, a las virtudes cardinales de la Templanza, la Fortaleza y la Prudencia, nos aporta el orden y el equilibrio frente a los impulsos disruptivos, que a largo plazo, nos traen remordimientos y quebraderos de cabeza. Empero, ¿basta sólo con ser paciente y “ordenado” para llevar una vida ejemplar y alejada de las ocasiones de pecar? No, por supuesto que no, ya que será necesario que lo anterior vaya acompañado. Primero, aquello que denominamos “grandeza”, altura de miras o altruismo deberá prevalecer en todos los aspectos y situaciones de nuestras vidas (hasta las más insignificantes e intrascendentes), para lo cual deberíamos seguir tomando como referencia a las mujeres premiadas con el don de la maternidad (capaces de dar su propia vida por la criatura a la que han alumbrado).  Segundo, la Beata solitudo o “dichosa soledad”, nos permitealejarnos delbullicio (“del mundanal ruido”) y de la torpe compañía de los que nos rodean (nunca equiparable a la del Padre del Cielo), encontrándonos a nosotros mismos y centrándonos en las cuestiones verdaderamente trascendentes: las que nos elevan y tocan nuestro “yo” espiritual. Seguidamente, el fundador de la Legión Valonia, a través de su vivencia en el Infierno Helado, ilustra muy bien estos asuntos a los que se refirió con anterioridad, dejando constancia de sus limitaciones y debilidades, aplicables a cualquier hombre que se juegue su “pellejo” a cada instante. Es más, esa posibilidad de perder la vida, por mínima que sea, nos conduce a aferrarnos a nuestra miserable existencia con más fuerza si cabe y, mientras tanto, a olvidar lo accesorio.

Por último, Degrelle nos llama a convertirnos en el selecto y minoritario ejército de un Señor que, en su cruz, sigue muriendo a solas por la cobardía de quienes no se atreven a abrazarlo en los momentos previos a la Pascua. Sin embargo, ¿qué condiciones deberían reunir esos “valientes” y abnegados soldados de la Verdad? Entre otras, la “intransigencia” que no nos permita ceder ante comodidades y los gozos momentáneos, sino que nos permita abrirnos sólo a lo alto. A ella se uno el “orgullo”, pero sólo aquel que nos lleve a estar satisfechos de nuestros deberes y obligaciones y, en consecuencia, a vivir aceptando el sufrimiento connatural a nuestro tránsito vital. A partir de esta estrategia, podremos iniciar la “reconquista” de nuestra alma y aquella de los que nos circundan y, con perseverancia, alcanzar la “cima” (mucho mejor si lo hacemos acompañados), desde la que nos podremos catapultar a la Vida Eterna.

En conclusión, León Joseph Degrelle (1905-1994), nos ofrece en su libro Almas ardiendo (1954) un auténtico testimonio de virtud, tanto humana como cristiana, en un momento en el que los hombres, cegados por los avances técnicos y la predominancia de la funcionalidad, estaban (y continúan todavía) inmersos en el siglo de la guerra y la destrucción. Ante la levedad y lo efímero de las manifestaciones culturales de la Modernidad, nuestro autor reivindica la eternidad y la permanencia de aquello que nos eleva: el amor, la entrega, el sufrimiento, la paciencia y la abnegación.

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