«La misericordia en sí misma, en cuanto perfección de Dios infinito, es también infinita. Infinita, pues, e inagotable es la prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del valor admirable del sacrificio de su Hijo. No hay pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia […].
»Por tanto, la Iglesia profesa y proclama la conversión. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir su misericordia, es decir, ese amor […] al que “Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo” [al pie: 2 Co 1, 3], es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del “reencuentro” de este Padre, rico en misericordia.
»El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo “ven” así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven, pues, in statu conversionis [en estado de conversión].»
Encíclica Dives in misericordia (1980), n.º 13.
«Dios habla a los hombres a través de esa belleza única llamada María, Madre de Dios y Madre nuestra.»