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Análisis

Tradición Viva

Manifestacion carlista en Valencia.

Pedro Zabala – escritor (Artículo publicado en la Revista Reino de Valencia nº 110)


La rápida descomposición del viejo carlismo, a la llegada de esta democracia formal, es un fenómeno sociológico digno de ser estudiado. Hubo causas externas sí, pues era un movimiento campesino y la rápida urbanización que experimentó nuestro Patria le afectó profundamente. Pero también internas: era una mezcolanza variopinta de corrientes ideológicas dispares, desde las más integristas y conservadoras hasta las más avanzadas socialmente. Pero la forma autoritaria en que se quiso imponer una única visión, copiando fórmulas extrañas a la tradición carlista, provocó desconcierto y rechazos. Además, se forzó una colaboración ingenua con el régimen, reclamando una monarquía del 18 de Julio, para pasar drásticamente a la oposición más extrema cuando el dictador se inclinó por el descendiente de la dinastía isabelina.

Lo que me provoca perplejidad es la dispersión que se produjo entre los militantes del viejo partido. Muchos se marcharon a su casa. Otros se inclinaron por diversos partidos y no faltan los que formaron grupúsculos, enemistados entre sí, que se proclaman herederos legítimos del viejo carlismo. Desde mi respeto a todas las opciones y mi afecto amical por personas con las que compartí ilusiones, sueños y muchas horas de entrega sacrificada, escribo estas líneas.

Manifestacion carlista en Valencia.

Mi visión de la Tradición no es de algo estático que hemos recibido de nuestros mayores y hemos de pasar íntegro y tal cual a nuestros descendientes. Las tradiciones nacen y mueren y se crean otras nuevas. De lo que heredamos, hay parte que ya no nos sirve, habremos de innovar y tratar de pasarlo a los que vienen detrás. Estos, a su vez, habrán de hacer lo mismo. Es que romper la tradición se hace dos maneras: arrojándola toda por la borda o petrificándola.

Nuestros mayores defendieron la unidad católica, impuesta políticamente. Con lo que acabaron defendiendo a una jerarquía eclesiástica que se apoyaba en ellos cuando veía perder sus privilegios, para abandonarlos y criticarlos cuando el gobierno de Madrid se asentaba y se los devolvía. El Concilio Vaticano II nos liberó de esa servidumbre. En el núcleo de la Tradición está hoy la defensa de la Libertad Religiosa: creer o no creer y la equidistancia del poder político respecto a todas las confesiones, sin privilegio para ninguna. Hay dos formas de atacar la libertad religiosa: la añoranza del nacionalcatolicismo y el laicismo. Ni la jerarquía puede imponer su doctrina, sólo ofertarla al debate público, ni nadie puede tratar de reducir las creencias al interior de las conciencias o de las sacristías.

La defensa de la sagrada dignidad de todas las personas, sin ninguna distinción, debe ser hoy la esencia de la Tradición. Su traducción jurídica se basa en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero interpretados en sentido no individualista y junto a sus Deberes correlativos. Además, debe lucharse por su ampliación, dados los avances tecnológicos que pueden ponerlos en peligro, y para garantizar el cuidado de la Casa Común que nos advierte el Papa Francisco.

La defensa heroica que hizo el Carlismo de las Españas sigue teniendo hoy plena actualidad. Están siendo atacadas desde dos frentes: el nacionalismo español y los centrífugos. Como denunciaron nuestros antepasados, si hay separatistas es porque antes hubo separadores. La nación política española tiene una fecha de nacimiento: 19 de marzo de 1812, la Pepa, la 1ª Constitución. El grito popular, “Viva la religión, muera la nación” contraponía la universalidad de aquella al exclusivismo de ésta con su radical distinción entre ciudadanos y extranjeros.

A la nación política se le atribuye la soberanía. Soberanía es el poder total, copiado del que disfrutaban los monarcas absolutos. Es un poder que desciende de arriba abajo, sin que ninguno pueda escapar de esa obediencia jerárquica.

Contra esa centralización unitaria los carlistas oponían la visión foral del poder. En ella, el poder va de abajo arriba. La unión se pacta: la alianza foral con el rey legítimo. Al respeto de ese pacto debía el monarca su legitimidad de ejercicio. Y contra sus extra limitaciones, existía el “se obedece, pero no se cumple”.

Esa visión plural del poder se llama en la doctrina social de la Iglesia principio de subsidiariedad. Lo que pueda hacerse en un escalón inferior no lo absorba el superior. Mella quiso expresarlo en la distinción entre soberanía política y soberanía social. Ésta última es la que hoy se llama sociedad civil. Pero cuando habla de ella el liberalismo la reduce a los grupos capitalistas de presión, los lobys que coaccionan y controlan a los poderes políticos.

Desde la memoria subversiva que es la Tradición Viva hay que denunciar el copo de la cacareada soberanía política que hacen los partidos políticos. Estructuras antidemocráticas que, a través de leyes electorales hechas para garantizar su perpetuación en el poder y de campañas electorales para captar votos a través de promesas que no suelen cumplir, consiguen las poltronas que es su único objetivo. Se descubren numerosos casos de corrupción de los que se defienden jugando al tú más con sus adversarios. No podemos dejar de recordar el viejo juicio de residencia de los cargos de la monarquía en la monarquía preliberal, por los que se examinaban sus bienes al empezar y terminar sus cargos. ¿Y qué decir de la prohibición constitucional del mandato imperativo que incumplen todos los partidos al exigir disciplina de voto a sus representantes?

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La nación unitaria española tiene como símbolo la bandera de la monarquía borbónica. Es contestada por la republicana, tricolor, pues se le añade el morado, propio no de Castilla, sino del viejo reino de León. Las Españas que siempre han defendido los carlistas ¿no deben tener símbolos plurales: la blanca con las aspas de San Andrés junto a las banderas y pendones de todos los reinos y señoríos?

Las guerras carlistas eran el clamor de los campesinos libres frente al ataque liberal que destruía con la desamortización los bienes comunales -bosques y prados- necesarios para la supervivencia de los campesinos pobres.

La indignación frente a los usureros que prestaban dinero para luego quedarse con las tierras al no poder pagar sus exagerados intereses atizaba la llama de la rebelión carlista. Con la centralización se derribó su sistema de autogobierno, los Concejos Abiertos, y se quiso, con lógica individualista, acabar con el trabajo vecinal a “vereda” para atender las necesidades comunes. Al permitir y promover el cercado de fincas, con su exaltación absolutista de la propiedad privada, se acababa con el espigueo y la racima libres después de la recogida de la cosecha y se lesionaban derechos ancestrales de los pastores trashumantes.

A eso se unió las aboliciones de los gremios, agrupaciones de trabajadores urbanos y de los señoríos. El régimen señorial, propio de los latifundios, era cuasi feudal. El siervo estaba adscrito a la tierra. Pero el señor estaba obligado a darle sustento y cobijo, precarios naturalmente. Así, el señor quedaba libre de esas cargas. Y los antiguos siervos engrosaban las filas de jornaleros hambrientos y desesperados que esperaban ser contratados.

El sustrato económico de todo el siglo XIX y parte del XX, que sustentaba el tinglado político del liberalismo centralista fue la alianza entre los latifundistas del centro y el sur con las burguesías industriales de Cataluña y el País Vasco. Defendía la unidad del mercado estatal con la supresión de todas las aduanas interiores y la implantación de un proteccionismo eficaz con rígidas aduanas frente al extranjero.

Pero la resistencia de los campesinos fue más allá del campo de batalla. ¿Es de extrañar que en las zonas de mayoría carlista crecieran con más fuerza las cooperativas agrícolas y las Cajas de Ahorro y Monte de Piedad? Hubo que llegar el siglo XX, bajo esta aparente democracia, cuando partidos y sindicatos entraron a saco en las Cajas de Ahorro y acabaron arruinándolas, muchas veces para la especulación inmobiliaria de sus amiguetes, para que acabaran en las fauces del gran capitalismo financiero.

¿Como llegar a otra economía al servicio de las personas humanas y no del dinero? El sector público, en el nivel que corresponda y administrado desde abajo con transparencia total, debe tener un papel importante. Y junto a él deben facilitarse y ampararse empresas autogestionadas por sus trabajadores. Marcar un salario mínimo general y uno máximo para cada empresa es imperativo de justicia. Como la renta mínima de inserción para que nadie viva en la miseria. Medidas obligatorias de igualdad de remuneración para igual trabajo y de conciliación de la vida laboral y laboral van en la misma línea. Un sistema público de pensiones, sustentado por vía impositiva y dentro de él con posibilidades de mejora individual por aportaciones personales es factible si se tiene voluntad política.

Las energías renovables, la atención a personas incapacitadas y las investigaciones para la mejora de la salud son terrenos abonados para que surjan nuevos puestos de trabajo.

El Estado español es miembro de ese club de mercaderes que es la Unión Europea. ¿No debería repensarse a la luz de la Tradición Viva nuestra forma de integración en él?. No se trata de la vía de un brexit chauvinista a estilo británico, sino de algo de más calado y futuro.

Recuerdo la obra de Saramago la Balsa de Piedra. Una alegoría en la que la Península Ibérica se desgaja del continente europeo y emprende ruta hacia América. Visitar Portugal y escuchar su idioma, prolongación del gallego, es soñar con la Iberia truncada por el unitarismo español. ¿Lisboa no es la capital soñada de la Iberia federal?

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