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Análisis

Restaurar el sano sentido común. Reflexiones balmesianas.

El proyecto moderno de reducir el hombre a materia sirve al proyecto plutócrata de reducir al hombre a mercancía.

Imagen: Pixabay

Restaurar al hombre en su dignidad, en el puesto de la Creación que le corresponde. Volver al Magisterio de los clásicos de Grecia y de la Filosofía clásica católica. Alzar de nuevo al hombre sobre las bestias y demás seres, sin endiosarlo, y ver en la criatura humana, al tiempo, el asiento de la inteligencia, la participación de la Inteligencia por excelencia que es Dios. Así escribe Balmes en su Filosofía Fundamental:

“Solo la inteligencia se examina á sí propia. La piedra cae sin conocer su caída; el rayo calcina y pulveriza, ignorando su fuerza; la flor nada sabe de su encantadora hermosura; el bruto animal sigue sus instintos, sin preguntarse la razón de ellos; solo el hombre, en frágil organización que aparece un momento sobre la tierra para deshacerse luego en polvo, abriga un espíritu que después de abarcar el mundo, ansía por comprenderse, encerrándose en sí propio, allí dentro, como en un santuario donde él mismo es á un tiempo el oráculo y el consultor. Quién soy, qué hago, qué pienso, por qué pienso, cómo pienso, qué son esos fenómenos que experimento en mí, por qué estoy sujeto á ellos, cuál es su causa, cuál el orden de su producción, cuáles sus relaciones; he aquí lo que se pregunta el espíritu; […]” [I, Cap. 1. 4]

Por debajo de los ángeles, e inmersa en la materia, hay un ser inteligente que es participación elevada de la perfección del Cielo. Esta luz participada se halla precisamente en la criatura humana, un brillo de intelecto en medio de los cuerpos y una cooperación activa y eficaz en sí misma, la cooperación humana con Dios en su Proyecto.

La mísera, diabólica y enloquecida “ética” posmoderna quiere hacer del hombre una mera bestia, y aun menos que eso, pues hay voces en nuestros días que piden rebajar al hombre ante los animales irracionales, concediendo derechos “humanos” antes a un simio que a un niño desvalido, a un enfermo terminal, a un anciano achacoso, o a una voluntad humana “autodeterminada” que decide quitarse la vida. El proyecto moderno de reducir el hombre a materia sirve al proyecto plutócrata de reducir al hombre a mercancía. Pero, como dice Balmes, somos únicos:

perenne testimonio de que hay dentro nosotros algo superior á esa materia inerte, solo capaz de recibir movimiento y variedad de formas, de que hay algo que con su actividad íntima, espontánea, radicada en su naturaleza misma, nos ofrece la imagen de la actividad infinita que ha sacado el mundo de la nada con un solo acto de su voluntad” [ibídem].

Frente al relativismo moderno y postmoderno, el más sano de los realismos (Aristóteles, Santo Tomás, Balmes) nos enseña que hay una verdad y hay certezas. El propio Pirrón, el escéptico, se apartó de un perro peligroso, pues él, campeón de la duda, poseía también, como nosotros, una naturaleza humana. Y la naturaleza humana frente a quienes nos quieren hacer dudar de que el pasto sea verde (Chesterton) levanta su espada y defiende a tajadas lo que el sofista quiere poner en duda: que hay mundo, que hay principios (cognitivos y morales), que hay dos sexos, que hay familia, que hay patria, que hay verdad, que hay Dios. La filosofía profundiza, extiende y potencia el sano saber cuerdo. Pero hablamos de la filosofía auténtica, la que busca sobriamente la verdad, no la que trata de complacer los retortijones del cuerpo (los “derechos de bragueta” de los cuales nos habla Juan Manuel de Prada).

“La sobriedad es tan necesaria al espíritu para sus adelantos como al cuerpo para su salud; no hay sabiduría sin prudencia, no hay filosofía sin cordura. Existe en el fondo de nuestra alma una luz divina que nos conduce con admirable acierto, si no nos obstinamos en apagarla; su resplandor nos guía, y en llegando al límite de la ciencia nos le muestra, haciéndonos leer con claros caracteres la palabra basta. No vayáis mas allá; quien la ha escrito es el Autor de todos los seres, el que ha establecido las leyes que rigen al espíritu como al cuerpo, y que contiene en su esencia infinita la última razón de todo”. [I, cap. 2, 12]

Tan solo el adoctrinamiento feroz, el poder estatalista sobre las escuelas y sobre las mentes de los jóvenes puede explicar que hoy se destroce el “sentido común”, la cordura y la sobriedad en los razonamientos. Antes de que nos demos cuenta, será delito emplear las reglas de la lógica formal y guiarse por el sano entendimiento. Y es que, si bien no todo hombre es filósofo, ni necesita serlo, todo ser humano posee, salvo por accidente, la base de cordura necesaria para conducir su vida y sus relaciones con el mundo y el prójimo. La pérdida de esa base de cordura destruye toda filosofía, incluida la errónea. Es más, destruye la vida civilizada. Cuando un niño eleva su mente a la capacidad de raciocinio, la luz de origen divino penetra todavía más en su recinto y le va guiando y elevando en perfección. Quienes obturan esa luz merecen castigo por criminales. Si daño es quitar la perfección de la vida a un ente que debiera poseerla por esencia, daño es también, y de orden más elevado, despojar de esa luz del entendimiento a un joven naturalmente dotado según su sano sentido común, perfección añadida a la de la vida.

Puede leer:  Se presenta el informe “Evolución de la Familia en España 2014”

El hombre, desde que es niño, viene al mundo con certezas. Igual que la naturaleza no despoja al animal perfecto de cuanto necesita para su existencia (alas para el pájaro, garras para la fiera, etc.), esa naturaleza –y en origen, el propio Dios- no priva de un sistema de certezas al ser humano:

“La certeza no nace de la reflexión; es un producto espontáneo de la naturaleza del hombre, y va aneja al acto directo de las facultades intelectuales y sensitivas. Como que es una condición necesaria al ejercicio de ambas, y que sin ella la vida es un caos, la poseemos instintivamente y sin reflexión alguna, disfrutando de este beneficio del Criador como de los demás que acompañan inseparablemente nuestra existencia”. [I, cap. III, 16].

Pero el caos ya lo tenemos aquí, en este mundo totalitario donde se produce el mayor ataque a la naturaleza, a las leyes naturales (tanto en el sentido cognitivo como en el moral), que es como el ataque contra Dios, la revuelta suicida contra el único y verdadero, el omnímodo Poder. El totalitarismo postmoderno ha urgido a sus resortes y colaboradores a la extirpación de las certezas, a la aniquilación del “sano sentido común”. Ese totalitarismo ya comenzó a fines de la edad media, pero tras el triunfo de la más atroz sofística a partir del mayo del 68, se ha dado una verdadera revuelta contra el instinto, contra la naturaleza, contra el Creador. El proyecto totalitario es claro: acabar con la naturaleza humana. Si no es la fe, si ésta falta o enflaquece, será al menos el instinto. Una filosofía loca no puede destrozar tan fácilmente lo que el propio Creador nos ha depositado en el alma: seguridades no reflexivas que serán el cimiento y el eje para alzar seguridades más filosóficas y de mejor planta.

“…la humanidad en lo tocante á la certeza, anda por caminos muy diferentes de los de la filosofía: el Criador que ha sacado de la nada á los seres, los ha provisto de lo necesario para ejercer sus funciones según el lugar que ocupan en el universo; y una de las primeras necesidades del ser inteligente era la certeza de algunas verdades. ¿Qué sería de nosotros si al comenzar á recibir impresiones, al germinar en nuestro entendimiento las primeras ideas, nos encontrásemos con el fatigoso trabajo de labrar un sistema que nos pusiese á cubierto de la incertidumbre? Si así fuese, nuestra inteligencia moriría al nacer; porque envuelta en el caos de sus propias cavilaciones en el momento de abrir los ojos á la luz, y cuando sus fuerzas son todavía tan escasas, no alcanzaría á disipar las nubes que se levantarían de todos lados, y acabarían por sumirla en una completa oscuridad[I, cap.3, 31].

Es cierto: cada joven que pone a punto su entendimiento, tratando de comprender el mundo y a sí propio, debe partir de algo. No puede partir de cero, ni tampoco recibir “por ciencia infusa” un sistema de verdades ya hecho. Debe poseer unos cimientos irreflexivos que son como los instintos de los animales. Ya se poseen, ya ayudan, y son como la dotación inicial pre-cognoscitiva para más robustas edificaciones. Demolerlos es lo que pretende el moderno totalitarismo pedagógico, el poder estatalista y capitalista. Las certezas iniciales y como para andar por casa no son aún filosofía, pero desdeñarlas como hace la nueva ética “práctica” postmoderna es dañino, criminal. Como “el aire que le vivifica, y la leche que le alimenta” [íbidem], el Creador de todas las cosas ha provisto al hombre pero no sólo en el orden corporal, también en el inmaterial. Especialmente en el inmaterial, el hombre debe contar con cimientos y defensas. En juego está la propia humanidad. Vamos hacia una “civilización” sin personas, de máquinas zoológicamente humanas, aunque quizá muy pronto sean cyborgs,  aptas para el consumo y la manipulación, mas no para la vida espiritual.

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Carlos Javier Blanco, asturiano, Doctor en Filosofía. Autor de diversos libros como "La Caballería Espiritual", "La Luz del Norte", "Oswald Spengler y la Europa Fáustica", "De Covadonga a la Nación Española".

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