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Carlismo

Carlistas y Karlistas

Un caso sin parangón de continuidad, de terquedad política, de “mantenerla y no enmendarla”, de fidelidad a sí mismo y a lo que uno representa.

El llamado Partido Carlista de Euskal Herria (Euskal Herriko Karlista Alderdia) de Navarra, ha elaborado una nota de prensa para explicar la suspensión de sus actos de Montejurra 2021 por causa del covid, en cuyo final aprovecha para denunciar a aquellas fuerzas políticas que están “creando un clima de confrontación, de fractura de la convivencia, haciendo posible el surgimiento de nuevas formas de fascismo, adaptadas al siglo XXI”. Una fraseología y un diagnóstico que si no es el de Bildu o Unidas Podemos, se le parece mucho.

El Museo Carlista de Madrid contiene una biblioteca de más de cuatro mil volúmenes sobre el Carlismo, casi tres cuartas partes de ellos publicados en el siglo XIX, desde que en 1833 -realmente antes- hiciera su aparición en la historia. Además de ello, los fondos del Museo albergan más de un centenar de cabeceras de periódicos carlistas de los últimos dos siglos, así como un número apreciable de documentos de distinta naturaleza.

La continuidad ideológica rastreable en todo este legado es evidente y abrumadora, resumible en ese cuatrilema de Dios, Patria, Fueros y Rey que fue siempre la divisa del Carlismo desde sus más remotos orígenes. Se trata de un bloque doctrinal sin fisuras, en defensa de la religión, de las Españas que constituyen una patria única y a la vez diversa, de la autarquía de los cuerpos sociales intermedios, y de la Monarquía Hispánica, protagonista de nuestras glorias pasadas.

Un caso sin parangón de continuidad, de terquedad política, de “mantenerla y no enmendarla”, de fidelidad a sí mismo y a lo que uno representa. Señal de que se defendían valores perennes y no contingentes, principios sagrados y no tacticismos de conveniencia. En cerca de un siglo y medio de historia hay una sola Causa por la que se luchaba, una sola bandera, un solo conjunto de principios doctrinales, un solo enemigo al que combatir y ninguna duda respecto a nada de ello. Era carlista el que se identificaba con esa corriente, que representaba la de la España católica y tradicional, y no lo era el que adoptaba una cosmovisión diferente. Y aquí paz y después gloria.

Les invito a acercarse al Museo Carlista de Madrid, un escaparate en el que contemplar a vuelo de pájaro toda la historia del carlismo a lo largo de esos 150 años, para comprobarlo. Una continuidad de hombres y de generaciones luchando por un mismo Ideal y una misma bandera que estremece y produce admiración.

A finales de los años 60 del siglo XX, el mundo occidental entró en un periodo de convulsión, fruto de complejas circunstancias históricas, a las que no fueron ajenas las corrientes filosóficas que entonces se abrieron paso, ni el intento de algunos sectores de la Iglesia Católica de “aggiornarse” mediante una interpretación ex novo del Concilio Vaticano II. Ese clima ambiental, verdadera crisis en el sistema de valores imperantes hasta entonces, dio lugar a la Revolución del Mayo del 68, iniciada en Francia y extendida después por todas las naciones de Occidente.

En el caso español, el envite de esa oleada revolucionaria tuvo efectos devastadores en el Carlismo, resultado de la conjunción añadida de dos circunstancias históricas: la extensión del progresismo en el seno del catolicismo español, que llevó a muchos curas y religiosos a sintonizar con las ideas revolucionarias de corte marxistoide, y la designación en 1969 de Don Juan Carlos como sucesor de Franco.

La primera circunstancia trajo consigo el cuestionamiento y después el rechazo de la Unidad Católica y la confesionalidad del Estado por parte de muchos eclesiásticos, demoliendo así uno de los pilares de la doctrina política del Carlismo y parte de su razón de ser. Junto a ello, vino el cambio de signo de la influencia que el clero aún tenía sobre los españoles. El caso de la comunidad benedictina de Montserrat convertida al progresismo nacionalista, y el conocido hecho de que ETA se fundara en una sacristía, hablan por si mismos.

La segunda de estas circunstancias históricas convergentes dio lugar a una frustración entre los carlistas, que por legitimistas dinásticos defendían entonces los derechos de Don Javier de Borbón-Parma o su hijo Carlos Hugo, lo cual facilitó la opción rupturista y la voladura de puentes con el régimen y lo que significaba.

Perdida toda esperanza de acceder al trono de la restaurada monarquía -que había llevado a Don Javier a un cierto colaboracionismo desde los últimos años 50 y a su hijo Carlos Hugo a posicionarse como pretendiente a ser elegido por parte de Franco-, el nuevo representante de la dinastía legitimista optó por tomar precipitadamente posiciones a favor de lo que se dibujaba como un probable cambio de régimen a la muerte de Franco, subiéndose aceleradamente a la barca de la llamada oposición democrática (paradójicamente liderada entonces por el Partido Comunista).

En unos años de vértigo y extraordinarias turbulencias, los nuevos dirigentes del partido carlista introdujeron primero un lenguaje y después una ideología completamente ajenos a los que habían constituido las señas de identidad del Carlismo a lo largo de casi 150 años de existencia. En una historia que está sin escribir, pero que resulta clave entender, las figuras más señeras del viejo tradicionalismo fueron apartadas o se vieron obligadas a separarse de un Carlismo que les resultaba irreconocible, y con el que no sólo no se identificaban, sino que consideraban inficionado por las mismas ideas a las que habían combatido durante toda su vida. Y como fueron esos verdaderos carlistas los que se vieron obligados a abandonar, el conjunto de sedes, círculos, nombre legal y patrimonio del Carlismo quedó en manos del sedicente rebautizado Partido Carlista, en lo que fue un ejercicio de usurpación de herencia o suplantación de los legítimos herederos.

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Don Carlos Hugo, con la inestimable ayuda de su hermana Maria Teresa de Borbón-Parma, y cierta pasividad de su padre Don Javier -ya con las facultades muy mermadas- inventaron un nuevo Karlismo, que en un proceso autodenominado de “clarificación ideológica”, sustituyó el trilema de “Dios, Patria, Fueros y Rey” por el de “Libertad, Socialismo, Federalismo y Autogestión”, en una transubstanciación ideológica sin precedentes, no sólo en la historia centenaria del Carlismo, sino probablemente en la de ningún otro movimiento político del mundo.

Puede leer:  Oración para el día de los Mártires de la Tradición  de Francisco Elías de Tejada

El historiador de cámara del príncipe Carlos Hugo, el ya desaparecido José Carlos Clemente, fue el encargado de llevar a cabo la inverosímil tarea de reinventarse una nueva interpretación de la historia del Carlismo, por el procedimiento de seleccionar cuatro episodios y dos frases sacadas de contexto, para demostrar así que el Carlismo fue siempre un movimiento de disidencia social y subversivo, vanguardia de la lucha de clases, cuasi republicano, laico y abierto partidario del federalismo de signo poco menos que cantonalista. Es decir, que el Carlismo era -cosas veredes, amigo Sancho- un movimiento radical y de izquierdas.

A esta tarea contribuyeron también los grupos de historiadores marxistas de universidades como las de Barcelona o Zaragoza, empeñados en presentar los levantamientos carlistas del XIX como sarpullidos de conflictividad social frente a las subidas de los precios del trigo o el aceite u otros condicionantes sociológicos de similar calado.

Reescribiendo la historia carlista, se desechó todo lo que no cuadraba -de una evidencia abrumadora para cualquiera que no esté sesgado por los prejuicios- para quedarse a duras penas con dos frases sacadas de contexto, un personaje ambiguo o un episodio insignificante magnificado y sometido a una nueva interpretación. Esfuerzo titánico e incomprensible, puesto que, si los karlistas se sentían atraídos por la ideología revolucionaria les hubiera resultado mucho más sencillo solicitar la admisión en cualquiera de las organizaciones de izquierdas, sin tener que cargar con una mochila repleta de contradicciones internas.

El resultado de este lamentable proceso, del que sus protagonistas tendrán que rendir cuentas ante la Historia, ha sido el descuartizamiento del Carlismo y una confusión generada respecto al verdadero significado y naturaleza del mismo, que ha llevado a muchos compatriotas católicos y tradicionales a mirarlo con recelo y desconfianza, y que será difícil restañar.

Desenlace propiciado y celebrado por las fuerzas tanto de izquierdas como de la derecha liberal, encantados de deshacerse de unos de sus sempiternos enemigos y el que conservaba, por su vinculación con la tradición española, mayor potencialidad de arraigo popular.

Y resultado buscado y aplaudido, sobre todo, por los nacionalismos independentistas, que se han librado del único enemigo que, por defender los fueros y libertades regionales dentro de la sagrada unidad de España, suponía el más firme muro de contención a sus pretensiones hegemonistas en Cataluña, Valencia y las provincias vascongadas y Navarra.

El balance de estos últimos 50 años en el campo carlista es el de una historia de agonía y supervivencia.

El Karlismo es hoy una fuerza residual, que desaparecerá de muerte natural con la desaparición de sus últimos disparatados fautores, porque ningún edificio sustentado en la tergiversación, el engaño y la suplantación puede sobrevivir más allá de lo que dura la manipulación.

El príncipe Carlos Javier , actual cabeza de la casa de Borbón-Parma, y los que de buena fe y sintiéndose auténticos carlistas -que los hay- le siguen como representante de la rama carlista, están todavía a tiempo de desandar el camino andado y reencontrarse con la senda que nunca debieron abandonar.

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El verdadero Carlismo, en cambio, vivirá siempre, porque el Carlismo, como el agua en la naturaleza, cae en lluvia fina o torrencial, desaparece en los acuíferos subterráneos, brota en manantiales y arroyos que recorren los campos y se almacena en lagos y mares, se evapora y vuelve a llover en finas lágrimas del cielo, sin que parezca nunca agotarse, reiniciando una y otra vez su ciclo vital, y así lo hará mientras nuestra España se parezca en algo a la que conocieron nuestros antepasados.

Quizás le veamos hoy convertido en un simple rescoldo apenas humeante, pero en él aún anida la brasa dispuesta a volver a arder e incendiar nuestra patria de una nueva esperanza, a renacer de sus cenizas como el Ave Fénix, como lo hizo en otros momentos de su larga historia. Por la sencilla razón de que España lo necesita mientras siga siendo España.

Esta ha sido siempre la esperanza de los verdaderos carlistas, proclamada al viento en el famoso “¡Volveré!” pronunciado por Carlos VII en el puente de Arnegui. Una esperanza que no nace de la euforia del triunfo, sino precisamente de la capacidad de resistir y hacer frente a la adversidad.

¡Volveré para salvar a España!

Volveremos con nuestros principios, si España tiene salvación.

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