“Escribe al ángel de la iglesia en Sardis: El que tiene los siete espíritus de Dios, y las siete estrellas, dice esto: Yo conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, y estás muerto.” (Ap. 3, 1)

Ver a la  gente correr cuadriculada,
ansiosa y voraz hacia ninguna parte,
en guerra contra el tiempo, y contra el arte,
prisionera de este mundo y de su nada.

Pertenecer, por temor e indiferencia,
a una era de espadas enmohecidas,
donde callar asegura la partida,
donde impera quien entrega su conciencia.

Advertir que la batalla está perdida
sin brújulas o aun cirios que nos guíen;
sin paraísos perdidos que iluminen
el sendero de las almas sometidas.

Y seguir a la de Dios que, bueno y grande,
sabrá vernos como a pícaros traviesos;
ignorando nuestros crímenes aviesos,
cual viejo rehén de turbas y  desbandes.

Mas en este frenesí de sinecuras
concedidas por la bestia idolatrada
a quien el ánima ofrece derrotada,
un enigma cruel impone a la criatura

el peso de la última, fatal jugada:
la que resuelve el destino o lo extravía,
la que por anchas o muy estrechas vías,
verde edén es para el hombre o su emboscada.

Así que, alma,  transita y sé consciente,
mientras enfrentas el orbe atormentado
que por fortuna y desdicha te ha tocado,
y enciende tu errante luz entre la gente,

pues es venido el tiempo, y ya están los nombres,
el heraldo anuncia que los sellos se abren,
airados cabalgan los jinetes que arden,
y ya a Cristo escogen, o a Belial,  los hombres.

Edgar Rolón

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