Si uno mira con cierta atención la historia de la filosofía va a encontrar que los filósofos son hombres que casi nunca están de acuerdo pero que entre sí se entienden. Esta relación entre entenderse y no estar de acuerdo está en la base del diálogo filosófico. Es su fundamento.
Aquel que no sabe dialogar no puede hacer filosofía. El concepto de diálogo no es un concepto cristiano y menos aún judío. El término no está en la Biblia. No figura en ningún texto. Diálogo es un concepto griego incorporado por la tradición cristiana en la interpretación del Nuevo Testamento.
Es sabido, y no es necesario haber leído a Sócrates, que han sido los griegos y en especial Platón quien impuso el término en el campo filosófico que luego se extendió a todo el ámbito del hacer y del obrar. Así llega bajo el nombre de “Diálogos” la mayor parte de su obra.
El diálogo era para los griegos un método de conocimiento por el cual en el marco de una conversación racional e inteligente el hombre podía tener acceso a la verdad de la cosa o asunto estudiado. La palabra diálogo, construida por el sufijo diá y el sustantivo logos significa etimológicamente “a través de la razón”, motivo por el cual la racionalidad es la conditio sine qua non de todo diálogo.
La Iglesia deudora del mundo categorial griego en la medida en que fue volcando todo su saber teológico en categorías y términos provenientes de la filosofía griega es una de las instituciones que más ha utilizado dicho término, sobre todo a partir del concilio Vaticano II (1963-65). La paradoja consiste, como afirmamos, en que el término diálogo no aparece en ninguno de los escritos sagrados. Este dato es bastante desconocido o al menos, silenciado.
Hoy el uso indiscriminado y abusivo del término, utilizado a diestra y a siniestra, por periodistas, políticos, comunicadores y agentes sociales, en una palabra “los analfabetos locuaces”, ha logrado hacer del diálogo un equivalente de pacifismo. Así diálogo es sinónimo de “conversación amable” sobre temas donde las partes no están existencialmente involucradas. Es lo más parecido a “el hablar por hablar” de la existencia impropia heideggeriana. En el fondo lo que se postula es un “falso diálogo”, porque el diálogo nace del reconocimiento de las diferencias.
El pensamiento progresista de hoy, el políticamente correcto instalado en los resortes del poder, sabiamente hace uso y abuso del término porque en realidad sabe que en “el diálogo contemporáneo”, aquel en donde frecuentemente intervienen los funcionarios de gobierno, los sacerdotes, rabinos y pastores, los diputados y agentes sociales de vanguardia: no pasa nada. Pues, de lo único que no se habla en el diálogo es de la naturaleza del poder y de quienes lo ostentan.
Y así como ocurre en Alemania desde la segunda guerra mundial donde las líneas directrices de su pensamiento y acción política padecen una reductio ad hitlerum pues cualquier cosa que se piense o se intente llevar a cabo en forma genuina por los alemanes no se puede hacer: a causa de Hitler. En países desarmados espiritualmente como los nuestros de Suramérica se produjo una reductio ad dialogum por la cual se eliminó del discurso político la idea del poder, de enemigo=hostis, de soberanía. De modo tal que siempre nos están obligando a firmar la paz con los amigos y a renunciar a actos soberanos. Un verdadero sin sentido desde el punto de vista politológico.
Esta primacía del diálogo en nuestra cultural política y social contemporánea muestra una subversión o peor aun, una mezcolanza de los fines, lo cual indica una carencia de inteligencia y racionalidad. Nos explicamos.
Los fines pueden ser de dos tipos: lejanos o próximos y absolutos o relativos. Y no necesariamente un fin lejano es absoluto ni un fin relativo es próximo.
Los fines lejanos o próximos están vinculados a la mayor o menor distancia temporal o espacial en tanto que los absolutos y relativos se distinguen porque los primeros excluyen a cualquier otro en su orden y los segundos determinan su acción sin exclusión de otro. El fin relativo está al servicio de, mientras que el absoluto goza de estabilidad y es para sí.
El diálogo que, para los griegos era un medio para conocer la verdad, al agotarse en sí mismo, al ser tomado en sí mismo como un todo se ha transformado no ya en un fin relativo en vista a otros logros, como lo es el logro de la sabiduría, de la concordia, de la mutua comprensión, sino que ha sido tomado como un fin absoluto. Esto es, como sabiduría misma.
Repetimos la idea: el concepto de diálogo se trastocó y así en lugar de valer por los fines que se propone vale por él mismo, aun cuando sea solo un hablar por hablar. La exaltación del diálogo a fin en sí mismo es una de las subversiones mayores que padece la inteligencia contemporánea.
Como vemos el extrañamiento del término es total pues pasó de medio, a fin relativo, para concluir como un fin absoluto. ¿Esta confusión terrible, esta mezcolanza intelectual a quién beneficia y a quién perjudica?. Afecta negativamente a los pueblos que no deliberan ni gobiernan sino a través de sus representantes, quienes como clase discutidora hablan por hablar todo el tiempo sin decir si algo es verdadero o falso. Y beneficia a quienes ostentan el poder en las sociedades contemporáneas, pues el uso y abuso a la apelación al diálogo les permite mantener el simulacro que los pueblos son los destinatarios de sus acciones de gobierno y, además, que participan de sus decisiones. Nada más lejos de la realidad que ofrece la realpolitik.
¿Cómo hacer entonces para desarmar esta categoría de extrañamiento ideológico que se ofrece como una panacea y que se nos impone a través de casi todos los mass media, las instituciones educativas, los diferentes lobbies, las Iglesias, los partidos políticos y las organizaciones sociales?. Recuperando la idea griega de razonabilidad del diálogo, pues es el sólo ingrediente que puede sacarlo de la esterilidad actual para hacerlo fructífero y afincarlo sobre las necesidades y no sobre las apariencias.
Y esta razonabilidad[1] como exigencia previa a todo diálogo está marcada por dos elementos previos a tener en cuenta: a) la no confusión de los fines con la deliberación sobre los medios, que siempre es anterior. b) la búsqueda de la mayor necesidad o menor relatividad de los fines que lo alejan de la habladuría. El error más común de estos diálogos, también llamados mesas de consenso, es que aquellos que los manejan o dirigen toman, como antiguamente lo hacían las logias, la decisión antes que la deliberación, con lo cual el simulacro se realiza completamente.
Vemos que el diálogo genuino se funda en el disenso, en ese no estar de acuerdo pero entenderse, del que hablábamos al principio. Además no hay que olvidar que al consenso se llega, es punto de arribo y por lo tanto nunca puede ser punto de partida como se plantean los falsos dialogantes contemporáneos.
En definitiva, el diálogo progresista contemporáneo busca lo contrario de lo que dice buscar: intenta anular la alteridad, lo otro distinto. Pretende eliminar el disenso, entendido como ruptura con la opinión publicada en los grandes mass media.
Este falso diálogo es uno de los mecanismos contemporáneos más perversos, por lo sutil, de dominación de los pueblos.
Quede pues en claro que no hay diálogo genuino sin disenso, que produce la ampliación del debate y la controversia, que el diálogo no es un fin en sí mismo, sino un medio para llegar a la realidad o verdad de la cosa o asunto tratado.
[1] También podemos hablar de “razonalismo” tal como proponía uno de los más eximios pensadores políticos del siglo XX, el español Gonzalo Fernández de la Mora (1924-2002).