Los grandes imperios no caen solo por el fracaso de algunos hombres en su defensa, ni por el acierto de otros pocos en su ataque, sin embargo hay grandes traidores a sus pueblos que ayudan a la caída de un imperio, y hay grandes hombres que ayudan a la instauración de un nuevo orden mundial.
Uno de estos grandes hombres fue Alarico I, quién pasó a la historia como el rey godo que fue capaz de saquear la mismísima capital del otrora gran imperio romano; y como otros muchos grandes hombres su muerte está envuelta en la leyenda.
Alarico se crio en el propio seno del Imperio Romano, pues su pueblo, originario del norte de Europa (la actual Suecia), empujado por otros pueblos bárbaros se vio obligado a emigrar hacia el sur para encontrar su asentamiento en las orillas septentrionales del Mar Negro.
La dureza y destreza militar de los godos justificó que ya en tempranas épocas (siglo III) Roma los reclutara para defender sus fronteras más orientales.
En este contexto nace en una fecha incierta (ente el 370 al 370 d. c) Alarico, quien proclamado como rey de su pueblo estaba llamado a certificar la descomposición del Imperio Romano tras la muerte del emperador Teodosio I.
Desde su asentamiento en la Iliria las huestes de Alarico intervinieron en los conflictos creados tras la separación del Imperio Romano (entre la parte occidental y la oriental) aprovechando la debilidad de la parte Occidental del Imperio para marchar de forma imparable sobre la capital romana que fue finalmente saqueada en el año 410. Entre el rico botín incautado sin duda alguna destacaba Gala Placidia, hija del emperador Teodosio I, quién pasado los años desempeñaría un importante papel en la historia.
Tras la caída de Roma la ambición y el deseo de buscar un rico asentamiento para el pueblo visigodo, llevó a Alarico a desear el dominio del norte de África, por lo que desplazó por todo el sur de Italia para preparar la expedición militar.
En Cosenza y entre sus fieles le vino a buscar de forma imprevista la muerte, en forma según algunos de malaria, dejando a los visigodos sin el prominente líder que les prometió todo tipo de parabienes al otro lado del mar Mediterráneo e iniciándose la leyenda de su última residencia.
Para ocultar su cuerpo de las posibles venganzas de los humillados romanos sus generales decidieron realizar un enterramiento de imposible localización; así se ordenó a decenas de esclavos desviar el curso natural del río Busento construyendo un muro capaz de retener el cauce del rio.
Con todos los honores los restos mortales de Alarico serían enterrados junto a un tesoro fabuloso en el lecho del Busento, para romperse posteriormente el muro de contención y permitir que el cauce del río discurriera por su camino ordinario sepultando al gran Alarico y su tesoro.
Cuanta igualmente la historia que los visigodos mandaron pasar por el cuchillo a todos los esclavos que colaboraron en el desvío del curso del rio Busento y en el enterramiento de Alarico, ocultándose de esta manera un secreto que no ha podido ser descubierto mil seiscientos años después.