El Manifiesto del Partido Comunista (1848) de MARX y ENGELS se plantea explícitamente como el plan ejecutivo de la democracia jacobina:
“El primer paso de la revolución obrera es la constitución del proletariado en clase dominante, la conquista de la democracia. (…). Es obvio que la democracia basada en el sufragio universal o soberanía popular es el medio eficaz para promover la subversión legal«.
ENGELS en Ludwig Feuerbach y el fin de la Filosofía Clásica Alemana (1888) concluía:
“La gran idea cardinal de que el mundo no puede sino concebirse como un conjunto de procesos; en el que las cosas que parecen estables, al igual que sus reflejos mentales en nuestras cabezas, los conceptos, pasan por una serie ininterrumpida de cambios, por un proceso de génesis y caducidad, a través de los cuales, pese a todo su aparente carácter fortuito y a todos los retrocesos momentáneos, acaba imponiendo siempre una trayectoria progresiva. . .; pero ya no nos infundirán respeto esas antítesis irreductibles para, la vieja metafísica todavía en boga: de lo verdadero y de lo falso, de lo bueno y de lo malo, de lo idéntico y de lo distinto, de lo necesario y de lo fortuito; sabemos que esas antítesis sólo tienen un valor relativo».
Durante la llamada transición española a la democracia, Adolfo SUÁREZ proclamaba, en línea con este planteamiento, que “hay que hacer legal lo que ya es normal en las calles”. Ante todo, la democracia procede de la opinión y, en consecuencia, es preciso proscribir del ámbito de decisión el debate sobre la justicia, es decir, la Legitimidad. La opinión se sitúa a la derecha o a la izquierda, es conservadora o progresista y, aplicando el sistema electivo a tales conceptos, puramente formales y vacíos de contenido, se alcanza la politicidad absoluta de todas las realidades de la vida humana.
En 1932 Karl SCHMITT publicaba Legalidad y legitimidad. En esta obra el jurista renano sitúa el origen del concepto de legitimidad en el Derecho Canónico, en el que no existe propiamente distinción entre legalis y legitimus, puesto que la conformidad a la ley es también conformidad a la recta ratio y, en definitiva, participatio legis aeternae in rationali creatura. El dilema surge con la Gran Revolución (1789), es decir, cuando la ley ya no es una ordenación de la razón sino una expresión de voluntad, aunque sea de la volonté générale preconizada por el liberalismo rousseauniano. Álvaro D’ORS, que mantenía con el jurista alemán una estrecha amistad, no obstante las importantes discrepancias en sus planteamientos, ha relatado la tragedia íntima de este hombre: un legitimista desesperado que, en una interpretación superficial y desde luego equivocada de la doctrina donosiana de la dictadura como terapia postrevolucionaria, llegó a considerar la superdemocracia plebiscitaria nazi como solución decisionista superadora del liberalismo, en forma de Estado total. En este contexto hay que inscribir también la terrible fórmula schmittiana: “soberano es el que decide sobre el estado de excepción” (Teología política. Cuatro capítulos sobre la doctrina de la soberanía, 1922).
El Magisterio de la Iglesia, por boca del papa Pío XI, reprobó con firmeza esta deriva totalitaria del pensamiento político moderno:
“(…). Fíjase aquí nuestro pensamiento en lo que se suele llamar Derecho natural, impreso por el dedo mismo del Creador en las tablas del corazón humano (cf. Rom 2,14-15), y que la sana razón humana no obscurecida por pecados y pasiones es capaz de descubrir. A la luz de las normas de este Derecho natural puede ser valorado todo Derecho positivo, cualquiera que sea el legislador, en su contenido ético y, consiguientemente, en la legitimidad del mandato y en la obligación que implica de cumplirlo. Las leyes humanas, que están en oposición insoluble con el Derecho natural, adolecen de un vicio original, que no puede subsanarse ni con las opresiones ni con el aparato de la fuerza externa. Según este criterio, se ha de juzgar el principio: «Derecho es lo que es útil a la nación». Cierto que a este principio se le puede dar un sentido justo si se entiende que lo moralmente ilícito no puede ser jamás verdaderamente ventajoso al pueblo. Hasta el antiguo paganismo reconoció que, para ser justa, esta frase debía ser cambiada y decir: «Nada hay que sea ventajoso si no es al mismo tiempo moralmente bueno; y no por ser ventajoso es moralmente bueno, sino que por ser moralmente bueno es también ventajoso» [Cicerón, De officiis III, 30). (…)”. [Mitt brennender sorge, n. 35].
A la luz de estos principios hemos de valorar hechos más cercanos a nosotros, en el espacio y en el tiempo, como la reciente ordalía democrática que ha legalizado el crimen del aborto en Irlanda o la aplastante aclamación plebiscitaria que ha servido de lenitivo para la mala conciencia inmobiliaria del señor Pablo Iglesias en España.
Por Ricardo Javier PARRA LUIS Doctor en Derecho | Zaragoza