[mks_pullquote align=»left» width=»400″ size=»24″ bg_color=»#1e73be» txt_color=»#ffffff»]Extracto de la disertación pronunciada por Javier Urcelay en el acto de Quintillo 2001. (Publicado en el Puerta Real, boletín de la Comunión Tradicionalista Carlista de Sevilla. Año 2, número 7. Julio de 2001)[/mks_pullquote]
¿Cuál es hoy la presencia de los Católicos en la vida pública? ¿Qué estrategia tenemos que seguir? ¿Cuál es el papel de la C.T.C. en esta etapa?
Dos son las posibilidades que se me ocurren: La primera, trabajar en lo que ya existe, en los Partidos Políticos al uso, la segunda, crear un nuevo partido.
Analizando la primera de ellas enseguida se nos puede parecer que el más adecuado es el P.P. Quien piensa así, seguramente sea un cristiano de buena fe. Cree que el P.P. trae bonanza económica, integración de España en el mundo, mayor convivencia… y que a pesar de todo lo malo «España va bien», y opinan que elegir otro camino es una arriesgada aventura, que la democracia es el único régimen posible. Esto, la jerarquía de la Iglesia no lo condena, sino que lo defiende abiertamente siempre que los principios inspiradores de esa democracia no sean contrarios a la Iglesia Católica. Se trata de la conocida teoría del mal menor. Pero ocurre que el P.P. lo que hace es abrirse a sectores contrarios totalmente a los principios cristianos, y ello porque, considerando que el voto católico lo tiene amarrado, cada vez se acerca más a postulados de centroizquierda (ministros izquierdistas, legislación abortista, parejas de hecho, agnosticismo, etc…) asumiendo un dualismo que relega la Fe como algo privado, sin nada que ver con la política ni con la realidad social, ni con la economía, ni con el consumo… Ese camino, la integración en partidos parlamentarios, parece por tanto muy difícil, y en todo caso inútil para lo que se pretende. Fácilmente se acabará en un positivismo, prefiriendo el liberalismo laicizante o incluso el socialismo, al triunfo de los principios católicos que antes decían confesar. Sin dejar de aplaudir el esfuerzo de quien esto intente, que no deja de ser meritorio, creo que está equivocado.
La segunda de las opciones consiste en la creación de un nuevo partido defensor de los postulados del catolicismo. Esta idea, a excepción del Obispo de Mondoñedo-Ferrol, no parece tener apoyos en la Jerarquía, lo que por otra parte no hace sino demostrar la importancia de la tarea de acercamiento del pueblo católico a los Obispos. ¿Qué posibilidades tendría este partido? A mi entender, muchas. Sin necesidad de ganar elecciones ni grandes resultados. El P.P. cree tener bien amarrado el voto católico y por eso busca sin el menor decoro el voto de izquierdas. El voto útil católico acaba así convirtiéndose en la suprema inutilidad. La irrupción de un voto católico como tal obligaría al P.P. a recoger reivindicaciones nuestras, o llevaría en otro caso a un gran crecimiento de ese «partido católico».
¿Qué papel juega la C.T.C. en todo este panorama? No cabe duda de que el Carlismo tiene hoy muchos lastres. Sin Rey y sin dinastía parece a la mayoría de los españoles un sinsentido carente de viabilidad. Esta aparente contradicción: Dios-Patria-Fueros-Rey, sin Rey, en estos tiempos en los que la gente se mueve por percepciones, y no por realidades, es difícil de superar y ha sumido al carlismo en una confusión y descrédito de complicada solución. Nos sobran ejemplos: la inducida asociación que muchos hacen hoy entre el Carlismo y el problema vasco, léase ETA; la manipulación interesada del Carlismo hecha por el nacionalismo para legitimarse históricamente; uso de la boina roja por la policía autonómica vasca; antes, el ondear de nuestra bandera junto a la de Falange y símbolos franquistas: FET de las JONS, etc. Todas estas burdas desfiguraciones, no cabe duda que son difíciles de desbrozar, tanto que llegamos a preguntamos: ¿Merece la pena combatir todo esto? ¿No es mejor empezar de nuevo?, porque además hay otro problema: el lenguaje. Muchos términos clave de nuestra formulación política tienen significados distintos a los oídos de los que nos oyen: fueros, contrarrevolución, tradicionalista, liberalismo, revolución…¿Podemos comunicar con nuestros contemporáneos; ser bien entendidos?
Como vemos, muchas son las dificultades, pero la capacidad del Carlismo para ser reconocido por los católicos españoles como cauce político adecuado a sus intereses es grande. Y es que eso es lo que ha sido el Carlismo durante toda su historia, y es lo que debe volver a ser. El carlismo es un activo político de inmenso valor. No es una idea genial de un político locuaz. Tiene dos siglos de historia, y no una historia cualquiera, sino epopéyica, regada con la sangre de los mártires, de los de la guerra y de los de la paz.
Tiene un cuerpo doctrinal completo, armonioso, admirable, bien fundamentado en la doctrina de la Iglesia, en el derecho natural, en la experiencia histórica. Tiene un rico patrimonio de referentes concretos en todos los terrenos: políticos, militares, populares, aristocráticos, de vascos, de andaluces…, de hoy, de ayer… en un legado extenso. Tiene un arraigo popular en algunos puntos de España, en sus costumbres, su historia, sus fiestas, canciones, refranes… que no puede ignorarse. La presencia del Carlismo organizado es indispensable para tutelar ese rico patrimonio, evitando adulteraciones y olvidos, y sobre todo la Comunión Tradicionalista, crecientemente operativa y eficaz, debería ser una alternativa para los que quieren un mayor compromiso y desean beber de las fuentes más puras y trabajar por una reforma más radical del actual régimen político y la constitución.
Por todo ello tiene el Carlismo una gran capacidad para atraer a una juventud necesitada de ideales grandes, y que ansía aprender la generosidad que debe caracterizarla y que jalona nuestra historia. Esa generosidad es hoy minoritaria, pero puede y debe volver a brotar, como lo hizo en aquel Quintillo de 1934 de la mano del admirable D. Manuel Fal-Conde, que supo ser «la semilla echada al surco para que en él se pudriera y luego germinara en la hermosa amapola del triunfo».
Habría que definir cuál es esa plataforma programática e iniciar un dialogo con ese catolicismo militante, buscar asociaciones, movimientos eclesiales, asociaciones populares, grupos afines, grupos en defensa de la vida, asociaciones de padres etc… Los rescoldos de quince siglos de cristiandad siguen latiendo, y esperan, aun sin saberlo la brisa amorosa que los haga avivar, y para eso hay que saber recoger la Tradición, que no es petrificación del pasado. Ese es el reto del Carlismo, y en la misma medida en que pueda salir airoso de él representará una esperanza para esos miles, centenares de miles de españoles que no han hecho apostasía de su Fe cristiana y que tuvieron la suerte de conocerla. Y en todo caso hay que contar con Dios, que es el Señor de la Historia, porque no podemos empeñamos en sujetar la acción de la Providencia al programa que nosotros elaboramos. Sólo Dios conoce los moldes que se ha reservado para el porvenir, conviene recordar que las formas concretas son contingentes, que Dios no necesita de ninguna de ellas, que lo único que desea es la Verdad y la Justicia, los buenos pensamientos, las buenas acciones, las virtudes, la rectitud, la humildad, el perfeccionamiento, la santidad, el amor al prójimo, la caridad; en una palabra: la Fe en Jesucristo y su reinado en nuestros corazones, en la familia y en toda la sociedad.
Las sociedades pueden ir detrás de la Verdad sanadora o del vicio que las deprava. Porque hay ideas que conducen al desastre y otras, salvíficas, que conducen a los pueblos a la salvación, y la clave está en conseguir que los ideales sean verdaderos y capaces de orientar nuestra vida, que los haga próximos, cordiales, los interioricemos, los hagamos parte de nuestro espíritu y nuestro corazón. Y la fórmula para los carlistas en el nuevo milenio no puede ser otra que la que con su ejemplo nos señaló D. Manuel Fal-Conde: Carlistas por cristianos, carlistas por apóstoles, carlistas por seguidores indignos del Crucificado en su subida al calvario, porque detrás de ello está la resurrección. Un hombre hizo entonces la diferencia. Cualquiera de nosotros puede hoy hacerla en nuestros ambientes; no cumplir con los propios deberes acaba siendo la causa de los grandes males. Muchos de los males de los que amargamente nos quejamos los católicos españoles, tienen su raíz última en nuestra desidia, nuestra desgana, la apatía en el cumplimiento de las propias obligaciones en el servicio a los demás, la incapacidad ante el sacrificio. Fortaleza contra pereza, exigencia contra conformismo, capacidad de sacrificio contra pusilanimidad.
El tradicionalismo vive y encierra promesas de futuro y de regeneración de nuestra Patria. Dios espera nuestro compromiso, nuestra energía, nuestra unión, nuestra fidelidad, nuestro valor, nuestra oración, nuestra organización, nuestra defensa, nuestra propaganda, nuestra abnegación y nuestros sacrificios de todo género; de tiempo y de dinero, de hacienda y de vida si fuera necesario. Pero así lo merece la causa del Reinado Social de Cristo.