Por Evaristo Palomar
Aquí la sorpresa es quien se sorprende. Y hay quienes manifiestan su faz entre lo atónito y el pasmo. Lo que no quita para que algún devoto –en tanto inconsciencia de lo sobrenatural y de lo natural- sentencie que las elecciones son para aceptarlas. Es el caso que entre nosotros lo peor ya aconteció. No ahora, en que a lo que asistimos es a consecuencia tras consecuencia sin tocar fondo.
Lo peor hay que reconocerlo en aquel infausto día en que tuvo lugar la apostasía pública de nuestro Dios y Señor, y que principiaba por negar el primer principio de nuestra paz y prosperidad públicas: la negación de nuestra unidad como pueblo en la Fe Católica. Torras y Bages, aquel venerable Obispo de Vich, lo formuló espléndidamente: “l’Espanya, conjunt de pobles units per la fe catòlica”. Así, negado el principio se arrumbaba consiguientemente la conciencia católica, lo que arrastra la misma conciencia humana.
Se negó la declaración del episcopado español del 8 de diciembre de 1965, alentando a mantener la Unidad Católica. Se negó a San Pablo VI que, en ocasión como el XIX centenario de la predicación apostólica de san Pablo -1964-, nos urgiera a “mantener la Unidad católica como rosa preciosa”. Se negó a san Juan XXIII, quien en 1961 se expresaba en estos términos: “¡Cuánto Nos ha consolado en Nuestras visitas a España el ver repletos los templos, rebosantes los seminarios, alegres y serenos vuestros hogares y familias! Somos testigo de las grandes virtudes que adornan al pueblo español. Que el Señor os conserve la unidad en la fe católica y que haga vuestra Patria cada vez más próspera, más feliz, más fiel a su misión histórica”.
Negada, pues, la misión no extraña que nos hallemos en postración bajo la losa apátrida e inhumana de 1978. Lo demás, mera añadidura.
Mantengamos, pues, en nuestro corazón el deseo de que restaurada nuestra constitución política Dios nos alcance vivir como mujeres y hombres libres en la pluralidad de estos Reinos, y en fidelidad a nuestra misión histórica.
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