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Pesadilla roja

«La gran suerte para el comunismo es que Hollywood no le haya dedicado tantas películas como le ha dedicado al nazismo».

Por Luis Javier Pérez langa, Analista de actualidad | VALENCIA

Anoche tuve una pesadilla. Desperté entresudado. Recuerdo secuencias sueltas, deslavazadas. Además, como si fuese una película, tan pronto observo un plano general, como me detengo en un primerísimo primer plano; se diría que me muevo a voluntad dentro de ella. Lo primero que me viene a la cabeza es la figura de un hombre vestido con un mono de tela roja. Corre por una gran avenida. Se detiene en cada portal para apretar cuantos botones abarca con su mano en los porteros automáticos. A veces, incluso usa ambas manos. Cuando alguien le contesta, conmina a los vecinos diciendo: «Ya se acerca. ¡Asomaos a las ventanas y a los balcones!». Intuyo que por el otro lado de la avenida debe de haber alguien que haga lo mismo. Miro —en los sueños es fácil hacer esto—, y compruebo que, en efecto, una mujer vestida con un mono de tela roja, obra de idéntica manera. De pronto, surgen de la nada varios drones; peinan las fachadas de los edificios para cerciorarse de que todos cuantos están en edad de comparecer no rehúyan esa obligación. Luego, perfectamente escoltada por su guardia pretoriana, veo una limusina descapotable, de las que gustan los padrecitos del pueblo. Allí viaja el caudillo de la coleta. Saluda con un rictus impostado. Nunca se le dio bien sonreír. Lo suyo siempre fue el rechinar de dientes, (y, algún día, también lo será el llanto). Junto a él, un tipo alto, muy pagado de sí mismo, pero menos, que fuera presidente antes, mira hacia todos lados con una mezcla de arrobo y envidia. Se trata del ayuda de cámara, seguramente en reconocimiento a los muchos favores que dispensó al caudillo de la coleta cuando consiguió librarlo de todo el mal que amenazaba con poner fin a su carrera política. Mira tú por dónde. Por su cara, se diría que no sería capaz de escribir ni una carta a los Reyes Magos; no digo ya una tesis doctoral. Sin embargo, hay que ver con que desembarazo y buen aire sacude los pedacitos de confeti que se le enredan en la coleta, al caudillo de la coleta.

La siguiente escena que recuerdo transcurre en un interior. Una familia en su vivienda. Hay una televisión encendida. Una televisión con un solo canal. ¿Para qué más? «Camaradas», dice una triste voz, «solo dos palabras para deciros…». Pero las dos palabras entran ya en su quinta hora. Es como si después de haber visto Lawrence de Arabia, hubiese que ver, a continuación, el «Cómo se hizo». Las personas que miran la tele no dejan de tomar notas afanosamente. Alguien me explica que lo hacen porque, al día siguiente, los comisarios políticos escogerán aleatoriamente a diferentes personas para someterlas a un test de no menos de cincuenta cuestiones, verdadero o falso, elegir entre cuatro opciones. Aquellos infelices que no logren superarlo deberán someterse a uno o varios cursillos, muy dinámicos, de reeducación mental. Quien habla en la tele no es otro que el caudillo de la coleta. Parece muy serio. Cualquiera diría que está…, sí, está riñendo a su amado pueblo, porque, al parecer, no le comprende y le hace enfadar. Su pueblo no se percata de que vive en permanente deuda con él. Persuadido de tener la razón por defecto (en terminología informática), los que no piensan como él viven, sin saberlo, en un grave error, que, no obstante, él está dispuesto a perdonar, siempre y cuando se den claras muestras de enmienda. Sin duda, esto justifica tan largas soflamas. Es lo que tiene lidiar con un pueblo de dura cerviz. Es preciso educar al pueblo, sobre todo al pueblo díscolo. Como buen fanático, no expresa sus verdaderos temores (a la libertad, por ejemplo), pero sí ha encontrado en quien volcar su desprecio, y a quien hacer objeto de su odio vetusto. Tiene, por así decirlo, quien le haga sentirse un ser superior. Pero no, en contra de lo que pudiera pensar una persona medianamente sensata, la inquina del caudillo de la coleta no va dirigida contra ningún zar, cosa que hasta podría entenderse; su amarga diatriba tiene más bien como blanco a la mismísima democracia de la que él se sirvió para alcanzar el poder a costa de embaucar a un pueblo lánguido y regalón, algo así como aquel enano del bigotín que no asustaba a nadie cuando solo se dedicaba a pintar acuarelas, aunque el pueblo de este estaba más motivado. Según deduzco, por lo poco que le oigo despotricar, hay quienes tratan de reconquistar de nuevo la democracia de la que se les ha privado. Se conoce que el caudillo de la coleta aborrece la democracia y odia a los demócratas; los odia, le repugnan esas pobres gentes que aman la libertad. Arquea las cejas y sigue maldiciendo. «Suerte que las nuevas tecnologías permitan ver la tele incluso en los dispositivos móviles, así puede uno ir a hacer de vientre y no perder el hilo del discurso», me dice el padre de familia, levantándose del sofá.

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Por fin, una última secuencia, muy breve. Una fachada con unas grandes letras rojas: «Supermercado para el pueblo». ¿Es una ironía, o una verdad literal? Porque los anaqueles del supermercado están casi vacíos. Me despiertan entonces los gritos desgarradores de dos mujeres que disputan por una lata. Apenas abro los ojos me vienen a la memoria las declaraciones de Anne Applebaum, autora del espeluznate libro Hambruna roja, que trata del genocidio del pueblo ucraniano, a manos del genocida Stalin. Las hizo a El Cultural de ABC. Cito de memoria. «La gran suerte para el comunismo es que Hollywood no le haya dedicado tantas películas como le ha dedicado al nazismo».

Cambiemos ahora de pesadilla. Ya que seguimos bajo los rigores de la pandemia por coronavirus, aprovecharé para decir que lo que no he sido capaz de ver ni en sueños es al presidente del Gobierno de España, ni al vicepresidente del Gobierno de España en la misa funeral en memoria de las víctimas de esta auténtica calamidad. Tampoco he visto al presidente del Gobierno de España, ni al vicepresidente del Gobierno de España, visitando algún hospital o alguna residencia de ancianos (competencia directa del vice, responsable de Derechos Sociales) en los momentos de mayor dramatismo, cuando más falta hace mostrar la valía que hasta ese momento solo se les presuponía. Hoy ya sabemos de qué pasta están hechos. Que una cosa es llenarse la boca hablando de unión, de aparcar las ideologías, y de mantenernos unidos en estos momentos difíciles; y otra, muy distinta, demostrarlo. Ocasiones no han faltado. Si los fallecidos solo les preocupan desde un punto de vista electoral, ¿cuánto pueden importarles los enfermos? No obstante, doble contra sencillo a que si la presidenta de la Comunidad de Madrid fuera del PSOE, el presidente Sánchez, incansable y solícito, se habría desplazado en avión, en helicóptero, o en nave espacial, incluso a Ifema. Ahora sabemos que no lo habría hecho por los enfermos, claro, sino por la foto. Y solo por la foto.

Entristece saber en qué manos estamos. Quien no debería presidir ni su comunidad de vecinos, se convirtió como se convirtió en Secretario General de su partido. Y luego, en presidente de una nación como España. La mediocridad al poder. Un hombre sin talla intelectual, sin sentido de Estado, sin convicciones democráticas y sin calidad humana, toma decisiones, todos los días, que afectan a millones de españoles, también a quienes lo votaron. Un hombre que miente como respira porque sabe que el cuarto poder no es más que una extensión de los tres primeros. Como los malos jugadores, solo sabe ganar con todas las ventajas.

Dios, Señor de la Historia, sabrá por qué debemos padecer ahora a este inepto. En Dios confiamos.

Y el próximo sueño, por favor, que sea con Margot Robbie.

Este artículo se publicó en la Revista Reino de Valencia nº 125

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