«Una mano secreta desde la noche oscura ha ordenado una siega satánica de cruces…» José María Pemán
El Tártaro infernal existe desde la creación del mundo, pero, desde que el cristianismo apareció sobre la faz de la tierra, encarnando las dimensiones celestiales y las fuerzas de la luz, inmediatamente se generó ―como su contraparte yin― un lado oscuro, una semilla maligna que las fuerzas del Mal sembraron en unos sistemas de pensamiento marcados por el gnosticismo, que tienen en común la pretensión babélica de colocar al hombre en el trono de Dios, sirviéndose para ello de las fuerzas prometeicas que había arrebatado al cielo el mismísimo Lucifer, Señor de todos estos credos, Señor de las Moscas, Señor del Hades y de inframundos.
Fue así como toda la historia no ha sido en realidad sino un continuo Armageddón entre el Bien y el Mal, una batalla continua entre el cristianismo y una caterva de enemigos salidos de las madrigueras del Averno, una colosal conflagración entre las fuerzas de la luz y los poderes de las tinieblas, cuyo horizonte final es el intento de destruir la fe cristiana, para entronizar a su Señor en un Nuevo Orden Mundial donde pueda desplegar despóticamente todo su poder, pastoreando sus rebaños de esclavos bajo la égida de una religión mundial sincrética, tipo «Nueva Era».
«Sobre la escena del mundo ―escribe un autor espiritual―, la vida de las almas puede aparecer circundada de banalidad. En realidad, esta vida está dominada por un invisible y grandioso altercado entre Dios y el Demonio».
«Toda la historia humana está penetrada de una tremenda lucha contra las potencias de las tinieblas, lucha iniciada en los orígenes del mundo» («Gaudium et Spes» 37).
Aunque la lucha entre Dios y Satanás arrancó con el mismo comienzo del mundo, estamos actualmente en una fase crítica de esta batalla, la cual, según afirman las revelaciones marianas, las visiones de los santos e incluso el análisis social, político y económico de los tiempos actuales, constituye un verdadero preapocalipsis, en el cual se está desarrollando el Armageddón final.
Pues bien, este Armageddón conclusivo de la historia, esta colosal conflagración entre Dios y Lucifer es justamente la que se desarrolla en el Valle de los Caídos, monumento que no fue erigido con la intención de perpetuar la memoria del franquismo, ni mucho menos, ya que el Valle es un colosal homenaje a la fe católica, una majestuosa plasmación en piedra granítica de las verdades y principios fundamentales de la Tradición y el Magisterio de la Iglesia, un monumento donde late en todo su esplendor la apoteosis del catolicismo, presidida por una cruz monumental de 150 metros, la más grande del mundo. Contra este maravilloso edificio que proclama la gloria del catolicismo se están desatando ahora mismo todas las puertas del infierno, ahítas de venganza.
Los mismos rojos y ateos reconocen ―como hace el mismísimo Paul Preston―que la basílica es un grandioso monumento al cristianismo, pleno de belleza y sensibilidad. En efecto, custodiada por gigantescos ángeles berroqueños que, a la vez que guardan el sueño de los muertos, custodian la fortaleza católica como fieles soldados, en la basílica están expuestas las verdades fundamentales de la fe católica, con especial referencia a España: Vírgenes ―Inmaculada Concepción, Nuestra Señora del Carmen, Nuestra Señora de Loreto, Nuestra Señora de África, Nuestra Señora de la Merced, y Nuestra Señora del Pilar―, formidables arcángeles ―Miguel, Rafael, Gabriel, Uriel―, el Pantocrátor, la Asunción de la Virgen, la última Cena, el Santísimo, etc.
La funesta ley de memoria histórica, como era de esperar, activada y reformada en un sentido todavía más totalitario por el gobierno golpista del frentepopulismo con su proyectada Ley de Memoria «Democrática», conspira una vez más contra el monumento, y ya prepara sus grúas, sus piquetas, sus barrenadores, sus siniestros desenterradores, chacales del Averno dispuestos a lanzarse como una tribu de orcos sobre el esplendoroso monumento.
Dice la ideología progresista incubada por el mundialismo que el Valle de los Caídos es un monumento franquista, que pretende perpetuar la gloria de los vencedores y humillar a los vencidos, y que por ello hay que desguazarlo, convirtiéndolo en un «Centro de Reconciliación». Pero ―según afirma la globalista Wikipedia―, el único símbolo franquista presente en la basílica es una bandera falangista, y no hay ni la más mínima alusión a la Victoria, ya que los cuerpos inhumados en los columbarios ―33.874― pertenecen por igual a vencedores y vencidos, y colocados de tal manera que están entremezclados. Este hecho, junto con la circunstancia de que los cadáveres están ocupando cavidades con función constructiva en el monumento, y que la humedad ha acabado por fusionar todos los restos, hace completamente imposible que se puedan extraer restos reconocibles de los columbarios, como lo han confirmado los estudios que se han hecho al respecto.
Así que no es de recibo que esta chusma vengativa y rencorosa, que pretende ganar la guerra después de 80 años, pretenda socavar la Basílica con el pretexto de identificar los restos allí existentes con esta burda excusa.
Lo que pretende el rojerío enfermo obsesivamente de guerracivilismo no es, por tanto, acabar con un monumento a la dictadura franquista, ya que este pretexto no es sino una cortina de humo bajo la que pretende ocultar su verdadera intención: destruir un monumento católico único en el mundo, una edificación que proclama la gloria de los cielos que ellos pretenden recusar para exaltar los infiernos de los que proceden. Es un ejemplo más de la persecución a la fe católica, un órdago de los grandes al cristianismo, un desafío del Mal orquestado por las huestes luciferinas.
En la basílica se conmemora una guerra, sí, pero no es, ni mucho menos, nuestra contienda civil, sino que lo que está esculpido en piedra es la historia de la gran batalla final del Apocalipsis entre el Bien y el Mal, entre la luz y las tinieblas, entre los ángeles y los demonios, entre el cielo y del infierno, como queriendo dar a entender que la inmensa edificación muy posiblemente la diseñó con el objetivo de emparentar la guerra española con la conflagración general que tendrá lugar al final de los tiempos, en el sentido de que la Guerra Civil fue el anticipo, la primera fase de otra contienda mucho mayor, que no fue la Segunda Guerra Mundial, como opinan los historiadores, sino que será el Armageddón, ya que los contendientes en ambos casos, desde su punto de vista, fueron los mismos: las fuerzas de la luz, contra las fuerzas de las tinieblas.
Es monasterio, es basílica, es cementerio, pero, antes que nada, el Valle de los Caídos es el Apocalipsis puesto en piedra berroqueña, que pretende sellar las puertas del infierno, justamente el mismo objetivo que se propone el monasterio de San Lorenzo del Escorial, erigido por Felipe II con la finalidad de clausurar un «escorial», es decir, una entrada al inframundo, que por ella vomitaba sus escorias infernales.
Este objetivo de exorcizar a las fuerzas del Mal está claramente explicitado en los ocho tapices sobre el Apocalipsis situados en la gran nave, intercalados entre las capillas, copia de unos originales flamencos traídos de Bélgica fue Felipe II, conservados en el Palacio de la Granja, considerados como una de las cumbres del arte universal.
Dentro de la serie, en el tapiz número 5 se describe el combate entre los ángeles y los demonios que pretenden atacar a la Mujer vestida del sol. La escena sexta de este paño muestra cómo la Bestia salida del mar hace la guerra a los santos y a los fieles.
El resultado de la guerra se muestra en el paño número seis, donde se expone el triunfo del Evangelio, con escenas donde los impíos son atormentado con el fuego y azufre, mientras Jesús ordena al ángel el castigo de los malos.
En el paño número siete se describe la destrucción de Babilonia, la gran ramera, ahíta de abominaciones. En la escena séptima, el ejército de Cristo sigue al Salvador entronizado, que lleva el cetro en una mano y la espada llameante de dos filos en la boca.
El lienzo octavo describe el final de la batalla, con el triunfo de la Iglesia sobre el demonio, que es encadenado en el abismo, derrotado por el ejército de Cristo, que sobre caballos blancos combate a las potencias infernales.
Esta colosal conflagración final es, tanto en su fondo como en su forma, una apoteósica Cruzada, la Cruzada por excelencia, ya que en esta epopeya el protagonismo recaerá en el mismo Cristo, caudillo de los ejércitos celestiales, el Caudillo de Armageddón, quien, según indican todas las profecías, dirigirá él mismo los ejércitos que combatirán allí, teniendo a San Miguel como paladín y mariscal de campo.
Después de la batalla, después del formidable triunfo, en la España remanente construiremos un nuevo Valle de los Caídos para los que caigan en ese tremendo combate armageddónico, reconstruyendo el que levantó Franco ―que posiblemente será arrasado antes del Armageddón por las hordas infernales―, o construyendo otro de nueva planta en cualquiera de los numerosos lugares santos que tanto abundan en nuestra Patria.
Y allí alzaremos otra colosal Cruz, que presidirá la España celestial por los siglos de los siglos. Que así sea.
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