Vos ex patre Diabolo estis,
et desideria patris vestri vultis facereJn.8,44
Doy las gracias de todo corazón al profesor Viglione por haberme invitado a participar –aunque sea desde lejos– en el encuentro que ha organizado como presidente de la Confederación de Triarios–. Mi más cordial saludo también para cada uno de los ilustres participantes en este acto. Los hago partícipes de mi más alta estima y mi más sincera gratitud por su valeroso testimonio, por sus iluminadoras contribuciones y el incansable empeño que no dejan de prodigar, y con más ardor y perseverancia desde febrero del año pasado. Los animo a no cejar ni desanimarse en esta batalla campal que todos estamos llamados a librar en este momento funesto de la historia como nunca hasta ahora. «Confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder. Vestíos la armadura de Dios, para poder sosteneros contra los ataques engañosos del diablo. Porque para nosotros la lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los poderes mundanos de estas tinieblas, contra los espíritus de la maldad en lo celestial. Tomad, por eso, la armadura de Dios, para que puedas resistir en el día malo y, habiendo cumplido todo, estar en pie» (Ef .6, 10-13). La breve reflexión que me dispongo a ofrecerles es en cierto modo un adelanto abreviado de mi intervención en la cumbre que tendrá lugar el próximo 30 de mayo en Venecia organizada por el profesor Francesco Lamendola, que contará con la participación de algunos de ustedes.
Cuando en 1932 Stalin decidió eliminar a millones de ucranianos en el célebre Holomodor, organizó una carestía secuestrando productos alimenticios, prohibiendo el comercio y los desplazamientos y censurando a quienes denunciaban lo que realmente sucedía. Aquel crimen de lesa humanidad, reconocido últimamente por muchos países, se llevó a cabo por medios semejantes a los adoptados en la supuesta emergencia pandémica para el Gran Reinicio.
Un campesino de Ucrania se habría podido preguntar: «¿Por qué no manda Stalin provisiones en vez de prohibir la apertura de las tiendas y los desplazamientos?» Pero un observador no influido por la propaganda comunista le habría respondido: «Porque Stalin quiere acabar con todos los ucranianos y achaca la culpa a una escasez que ha provocado a sabiendas con ese fin». Cometería el mismo error que todos los que hoy, ante una presunta pandemia, se preguntan por qué los gobiernos han saboteado la sanidad pública, desmontando los planes nacionales de prevención de epidemias, prohibido terapias eficaces y suministrado tratamientos dañinos por no decir mortíferos, y obligan a los ciudadanos, chantajeándolos con amenazas de perpetuar confinamientos, cierres perimetrales y certificados de vacunación inconstitucionales, a someterse a vacunaciones que no sólo no garantizan la menor inmunidad, sino que tienen graves efectos secundarios a corto y a largo plazo, además de propagar formas más resistentes del virus.
Es prácticamente imposible encontrar sentido en lo que nos dicen los medios dominantes de información, los gobiernos, los virólogos y los sedicentes expertos en la materia, pero esta falta de lógica desaparece como por arte de magia y cobra la más cínica racionabilidad en cuanto rebaten nuestro punto de vista. Debemos, por tanto, dejar de creer que quienes nos gobiernan actúan por nuestro bien, y más en general que nuestros interlocutores sean sinceros, digan la verdad y estén motivados por buenos principios.
Cierto es que es más fácil pensar que la epidemia es real, que hay un virus mortífero que siega millones de vidas y que hay que apreciar la labor de los gobiernos y los médicos por los esfuerzos que están haciendo ante una situación que ha pillado a todo el mundo desprevenido. O que el enemigo invisible será eficazmente derrotado por las prodigiosas vacunas que en un tiempo récord han producido empresas farmecéuticas con espíritu humanitario y sin el menor interés pecuniario. Por añadidura, nuestros familiares, amistades y compañeros de trabajo nos miran como si estuviéramos locos, nos tildan de conspiranoicos o, como algunos intelectuales conservadores empiezan a hacer conmigo, nos acusan de exacerbar una confrontación que, de moderarse, ayudaría a entender los dos lados de la cuestión. Y si nuestras amistades frecuentan la parroquia, nos replicarán que Francisco también ha recomendado vacunarse, o que el profesor Fulano de Tal ha afirmado que es moralmente aceptable aunque estén producidas a partir de fetos abortados, ya que –nos advierte– quienes actualmente critican las vacunas contra el aborto aceptan las hasta ahora suministradas, cuando también tienen origen abortivo.
La mentira seduce a muchos, incluso a conservadores y a los propios tradicionalistas. A veces también nos cuesta creer que los obradores de iniquidad estén tan bien organizados, que hayan tenido tanto éxito manipulando la información, sobornando a políticos, corrompiendo a los médicos, intimidando a los comerciantes y obligando a miles de millones de personas a ponerse un bozal que no sirve para nada y considerar la vacuna la única posibilidad de burlar una muerte segura. Y no obstante bastaría con leer las orientaciones que la OMS redactó en 2019 a propósito del covid-19, que habría de venir de allí, para entender que hay un mismo guión único y una misma dirección, con actores que representan los papeles les que les han asignados y un corifeo de escritores a sueldo que falsean sin ningún pudor la realidad.
Observemos la operación desde fuera, tratando de identificar los elementos recurrentes: un proyecto criminal inconfesable de la élite; la necesidad de darle un aura de ideales aceptables; creación de una emergencia para la que la élite ya tiene prevista la solución, que es además inaceptable. Puede ser un incremento de los fondos destinados armamento, o una vigilancia mucho más estricta después del ataque a las Torres Gemelas, o aprovecharse de los recursos energéticos de Iraq con el pretexto de que Sadam Hussein posee armas químicas y bacteriológicas, o la transformación de la sociedad y del trabajo a raíz de una pandemia. Siempre hay alguna causa oculta, una causa aparente, un señuelo que encubre la realidad; en una palabra, una mentira. Un fraude.
La mentira es la seña de identidad de los artífices del Gran Reinicio en estos últimos siglos: la pseudoreforma protestante, la Revolución Francesa, el Risorgimento italiano, la Revolución Rusa, las dos grandes contiendas mundiales, la Revolución Industrial, Mayo del 68 o la caída del Muro de Berlín. En ningún momento, presten atención, el motivo aparente de esas revoluciones correspondió a la realidad.
De esta larga serie de grandes reinicios organizados por la misma élite de conspiradores no se escapa ni la Iglesia Católica. Piénselo bien: ¿qué decían los liturgistas del Concilio cuando querían imponer la Misa reformada? Que el pueblo no entendía, que la liturgia tenía que ser comprensible para que pudieran participar mejor los fieles. Y en nombre de aquella profasis, de aquella falsa excusa, no traicionaron la Misa de los Apóstoles, sino que se inventaron otra, porque querían eliminar el mayor obstáculo doctrinal al diálogo ecuménico con los protestantes adoctrinando a los fieles en la nueva eclesiología del Concilio.
Como todas las estafas, las que urden el Demonio y sus siervos se basan en falsas promesas que jamás cumplirán, a cambio de las cuales se sacrifica un bien seguro que no será jamás restituido. En el Paraíso, la idea de ser como dioses acarreó la pérdida de la amistad con Dios y la condenación eterna, que sólo el sacrificio redentor de Nuestro Salvador pudo remediar. Satanás también tentó al Señor, mintiendo como siempre: «Te daré todo este poder y la gloria de ellos, porque a mí me ha sido entregada, y la doy a quien quiero. Si pues te prosternas delante de mí, Tú la tendrás toda entera» (Lc. 4, 6-7). Pero nada de lo que Satanás ofrecía a Nuestro Señor era realmente suyo ni podía dárselo a quien quisiera, y menos aún a Aquél que es Señor y Dueño de todo. Las tentaciones del Diablo se basan en el engaño; ¿qué otra cosa podemos esperar de quien es «homicida desde el principio» (Jn.8,44), «mentiroso y padre de la mentira» (Íbid.)?
Con la pandemia nos han ido haciendo creer que el aislamiento, el confinamiento, los tapabocas, los toques de queda, la Misa televisada, la enseñanza a distancia, el trabajo en casa por internet, los fondos de recuperación, las vacunas y los certificados de vacunación nos permitirán salir de la emergencia. Creyendo esa mentira hemos abdicado de derechos y formas de vida que se nos advierte que ya no volverán: «Nada será como antes». La nueva normalidad supondrá una concesión que nos obligará a aceptar la privación de la libertad que dábamos por sentada, rebajándonos a transigir sin comprender los absurdo de nuestra rendición y lo vergonzoso de las afirmaciones de quienes nos gobiernan con unas órdenes tan absurdas que entrañan una auténtica abdicación de la razón y la dignidad. A cada momento una nueva vuelta de tuerca, un paso más hacia el abismo; si no detenemos esta carrera hacia el suicidio colectivo no habrá vuelta atrás.
Es nuestro deber revelar el engaño de este Gran Reinicio, porque tiene como antecedentes todos los grandes asaltos que a lo largo de la historia se han propuesto anular la obra de la Redención e instaurar la tiranía del Anticristo. Porque ése es en realidad el fin al que apuntan los artífices del Gran Reinicio. El Nuevo Orden Mundial –de significativa paronomasia con el Novus Ordo conciliar– pone patas arriba el orden divino para propagar el caos infernal en el que todo aquello que la civilización ha construido con gran esfuerzo a lo largo de milenios bajo la inspiración de la Gracia para que se trastorne, pervierta y corrompa y deje de existir.
Es necesario que todos entendamos que lo que está sucediendo no es fruto de una desafortunada sucesión de casualidades, sino que responde a un plan diabólico –en el sentido de que detrás de todo esto está el Maligno– que desde hace siglos persigue un mismo fin: destruir la obra de la Creación, hacer inútil la Redención y borrar todo rastro del Bien en la Tierra. Y el último para alcanzar ese fin es la instauración de una sinarquía gobernada por unos pocos tiranos desconocidos codiciosos de poder y dedicados al culto de la muerte y el pecado, al odio a la vida, la virtud y la belleza, porque en ellas resplandece la grandeza de aquel Dios contra el que siguen gritando todavía su infernal non serviam. Esa secta maldita no sólo está integrada por Bill Gates, George Soros o Klaus Schwab, sino por todos los que traman en las sombras desde hace siglos con miras a derribar el Reino de Cristo: los Rotschild, los Rockefeller, los Warburg y todos los que se han aliado con la cúpula de la Iglesia valiéndose de la autoridad moral del Papa y de los obispos para convencer a los fieles de que tienen que vacunarse.
Sabemos que la mentira es el sello distintivo del Diablo, lo que caracteriza a siervos, la marca por la que se reconoce a los enemigos de Dios y de la Iglesia. Dios es la Verdad, el Verbo de Dios es verdadero y Él mismo es Dios: decir la Verdad, gritarla desde los tejados, desenmascarar el engaño y a sus artífices es una obra santa, y el católico –como cualquiera que conserve todavía un mínimo de dignidad y de honra– no puede sustraerse a este deber.
Cada uno de nosotros ha sido pensado, querido y creado para glorificar a Dios y ser parte de un gran designio de la Providencia: desde la eternidad el Señor nos ha llamado a colaborar con Él en la obra de la Redención, a cooperar a la salvación de las almas y el triunfo del bien. Cada uno de nosotros tienen la posibilidad de elegir bando: o con Cristo o contra Cristo. O combatir por la buena causa o hacerse cómplice de los obradores de iniquidad. La victoria de Dios es segurísima, como seguro es el premio que aguarda a los que escogen alinearse con el bando del Rey de reyes, y segura la derrota de quienes sirven al Enemigo, y segura su condenación eterna.
Esta farsa se vendrá abajo, se derrumbará inexorablemente si todos nos empeñamos con renovado celo por que se restituya a nuestro Rey la corona que sus enemigos le arrebataron. Los exhorto a dejar que el Señor reine en sus almas, en sus familias, en su ciudad, en el Estado, en los colegios, en las leyes y tribunales, en las artes, en la información y en todos los ámbitos de la vida privada y pública.
Acabamos de celebrar la aparición de la Inmaculada Virgen a los pastorcitos de Fátima, y les recordamos la admonición de Nuestra Señora sobre los peligros y castigos que sobrevendrán sobre el mundo si no se convierte y hace penitencia. «Esta ralea no se va sino con oración y ayuno» (Mt. 17, 21), dice el Señor. A la espera de un Papa que obedezca plenamente lo que pidió la Madre de Dios y consagre Rusia a su Corazón Inmaculado, consagrémonos a ese Corazón nosotros mismos y nuestras familias perseverando en la vida de la Gracia bajo la bandera de Cristo Rey. Que reine también con Él nuestra Santísima Madre y Reina la Virgen María.
+ Carlo Maria Viganò, arzobispo, 15 de mayo de 2021, Sabbato post Ascensionem
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