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“Ese acoge a los pecadores y come con ellos”

No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos.

Por el Padre Ángel David Martín Rubio

I. Contexto litúrgico. Los textos de la Misa del tercer Domingo después de Pentecostés han sido puestos en relación por los liturgistas con la fiesta del Sagrado Corazón que se celebra el viernes anterior. La razón no es de tipo histórico ya que dichos formularios se establecieron muchos siglos antes de que se desarrollara la teología del Corazón de Jesús y se estableciera el culto al mismo. El motivo es que se nos habla de la misericordia de Cristo por un lado, y de nuestra confianza en Él, por otro. Misericordia y confianza son notas muy peculiares de la devoción al Sagrado Corazón[1].

Así, la Epístola (1Pe 5, 6-11), contiene una invitación a la confianza: «Descargad en Él [Dios] todo vuestro agobio, porque Él cuida de vosotros» (v. 7). Y en otros lugares vemos los sentimientos de un alma que confía en la misericordia de Dios: «Vuelve a mí los ojos, Señor, y apiádate de mí, porque soy solo y pobre; mira mi abatimiento y mi trabajo, y perdona, Dios mío, todos mis pecados. Ps. A ti, Señor, levanto mi alma; en ti, mi Dios, confío; no quede avergonzado. Gloria al Padre…»[2] (Introito: Sal 24, 16. 18; cfr. gradual y ofertorio).

II. El Evangelio (Lc 15, 1-10) nos presenta la misericordia de Dios para con el pecador. En el capítulo del cual está sacado este fragmento hay tres parábolas que nos enseñan la misma verdad: el modo como Dios llama a sí a los pecadores y la bondad con que los acoge cuando vuelven a Él. En las dos primeras (que son las que se leen este Domingo: la oveja extraviada y la moneda perdida) vemos como Dios va en busca de los pecadores para salvarlos; en la tercera (hijo pródigo) se nos muestra principal, aunque no exclusivamente, la actividad individual del pecador para volver a Dios después de haberse alejado de Él. Estas tres parábolas hay que relacionarlas entre sí porque la conversión consta de estos dos elementos misteriosa pero realmente armonizados: la iniciativa gratuita de Dios y la correspondencia subjetiva a la gracia[3].

La ocasión en que se pronunciaron estas parábolas la explicita san Lucas: «Solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”» (vv. 1-2). Que Jesús participó en comidas y banquetes con personas de toda condición es un hecho de múltiple atestiguación en los evangelios (bodas de Caná, en casa del fariseo, en Betania…). Y entre los asistentes a esos encuentros había quienes eran considerados pecadores, legalmente impuros, como los amigos de Mateo (Mt 9, 9-13). En la respuesta dada por Cristo en esta ocasión encontramos la explicación de su conducta: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa “Misericordia quiero y no sacrificio”: que no he venido a llamar a justos sino a pecadores» (vv. 12-14). El que venía a salvar, que era curar las almas, tenía que ir a donde estaba el mismo mal para curarlo[4]. «Esto lo consentía, porque con este fin había tomado nuestra carne, acogiendo a los pecadores como el médico a los enfermos. Pero los fariseos verdaderamente criminales correspondían a esta bondad con murmuraciones»[5].

III. Los actos del penitente. Son numerosos los textos de la Escritura que nos hablan de la iniciativa de Dios en el perdón de los pecados. Así el apóstol san Pablo en una de sus Epístolas (2Cor 5, 17-21) hace un resumen de la obra de la Redención (vv. 15-17): Dios ha reconciliado a los hombres con Él por medio de Jesucristo, que cargó sobre sí nuestros pecados y murió por todos nosotros. Además, Dios ha constituido a los Apóstoles como mensajeros o embajadores de Cristo para llevar a los hombres el mensaje de la reconciliación (v. 19). Esta misión se continúa en la Iglesia hasta nuestros días pues Jesucristo instituyó el sacramento de la Penitencia el día de su Resurrección, cuando en el Cenáculo dio a sus Apóstoles la facultad de perdonar los pecados: «Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).

Y en este sacramento encontramos los dos movimientos que, como decíamos, llevan al hombre a la conversión: la iniciativa de Dios que llama al pecador y le concede el perdón y la respuesta del hombre que se arrepiente de los pecados (los llamados «actos del penitente»)[6]. Y por eso recibe el nombre de «Penitencia» porque para alcanzar el perdón de los pecados es necesario detestarlos con arrepentimiento y se llama también «Confesión» porque es necesario acusarse de ellos al sacerdote, esto es, «confesarse». Los «actos del penitente» son tres: arrepentimiento o dolor, confesión y satisfacción.

Para perdonarnos los pecados, Dios ha puesto por condición que nos arrepintamos de ellos y propongamos firmemente no volverlos a cometer en adelante. Es indispensable que el dolor sea interno y verdadero; es un acto de la voluntad y no hace falta que sea sensible. Para que sea verdadero y eficaz el dolor ha de ir acompañado de un firme propósito de la enmienda y la confesión supone el examen de conciencia que consiste en averiguar diligentemente los pecados cometidos desde la última confesión bien hecha. Se hace trayendo a la memoria, delante de Dios, todos los pecados cometidos y no confesados, de pensamiento, palabra, obra y omisión, contra los Mandamientos de Dios y de la Iglesia y las obligaciones del propio estado. La acusación de los pecados debe ser: concreta y completa.

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– Concreta, sin divagaciones, sin generalidades. El penitente indicará oportunamente su situación y también el tiempo de su última confesión, declara sus pecados y el conjunto de circunstancias que hacen resaltar sus faltas para que el confesor pueda juzgar y absolver.

– Completa, íntegra. Sin dejar de decir nada por falsa vergüenza, por no quedar mal ante el confesor pues en él reconocemos únicamente al ministro de Dios que actúa por su medio.

IV. Hagamos nuestra la enseñanza de la liturgia de este Domingo. Sepamos reconocer que la conversión es obra de Cristo y su gracia pero aportemos nuestra correspondencia tanto en lo que se refiere a nuestro propio arrepentimiento y cambio de vida como en el apostolado que podamos hacer en favor de los demás y de la cristianización de la sociedad.

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Este artículo se publicó originalmente en https://adelantelafe.com/


  • [1] Cfr. «Verbum vitae». La Palabra de Cristo, vol. 5, Madrid: BAC, 1957, 748.
  • [2] Ibíd., 737.
  • [3] Cfr. J. THIRIET – P. PEZZALI, Archivo homilético para todas las domínicas y fiestas del año, vol. 5, Barcelona: Editorial Litúrgica Española, 1950, 89. «Declara además [el sacrosanto Concilio] que el principio de la justificación misma en los adultos ha de tomarse de la gracia de Dios preveniente por medio de Cristo Jesús, esto es, de la vocación, por la que son llamados sin que exista mérito alguno en ellos, para que quienes se apartaron de Dios por los pecados, por la gracia de El que los excita y ayuda a convertirse, se dispongan a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente [Can. 4 y 5] a la misma gracia, de suerte que, al tocar Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni puede decirse que el hombre mismo no hace nada en absoluto al recibir aquella inspiración, puesto que puede también rechazarla; ni tampoco, sin la gracia de Dios, puede moverse, por su libre voluntad, a ser justo delante de El [Can. 3]. De ahí que, cuando en las Sagradas Letras se dice: “Convertíos a mí y yo me convertiré a vosotros” [Zach. 1, 3], somos advertidos de nuestra libertad; cuando respondemos: “Conviértenos, Señor, a ti, y, nos convertiremos” [Lam. 5, 21], confesamos que somos prevenidos de la gracia de Dios» (Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. 5, Dz 797).
  • [4] Cfr. Manuel de TUYA, Biblia comentada, vol. 5, Evangelios, Madrid: BAC, 1964, 215-217.
  • [5] Teofilacto, cit. por Catena Aureain: Lc 15, 1-7.
  • [6] «Porque nada deben tener más sabido los fieles, como la materia de este Sacramento, debe enseñarse que en esto se diferencia muchísimo éste de los demás. Porque la materia de los otros Sacramentos es alguna cosa natural o artificial, pero del Sacramento de la Penitencia son como materia los actos del penitente, conviene saber; Contrición, Confesión y Satisfacción, según fue declarado por el Concilio Tridentino. Y estos actos en tanto se dicen parte de la Penitencia, en cuanto por institución de Dios se requieren en el penitente para la integridad del Sacramento, y para el cabal y perfecto perdón de los pecados. Llama el Concilio a estos actos como materia, no porque no sean materia verdadera, sino porque no son de aquella calidad de materias que se aplican por de fuera, como el agua en el Bautismo, y el Crisma en la Confirmación. Y sobre lo que dijeron algunos que los pecados mismos eran la materia de este Sacramento, si bien se mira, se verá que no se dice cosa diversa. Porque así como decimos, que la leña es materia del fuego por consumirse con su fuerza, así los pecados, como se deshacen por la Penitencia, muy bien se pueden llamar materia de este Sacramento»: Catecismo romano, II, 5, 13; cfr. Catecismo Mayor, IV, 6; Catecismo de la Iglesia Católica, 1450-1460.

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