Por Carlos Ibáñez Quintana (Artículo publicado previamente, como carta, en la 4ª hoja del Boletín Fal Conde de enero de 1988. El título es de la redacción)
Del tronco del Carlismo se desgajaron en diversas épocas los de la Unión Católica, los integristas, los del programa minino y los mellistas. Todos ellos se separaron con la intención de defender de un modo más puro, en unos casos, o más eficaz, en otras, los principios de la Tradición Española.
De ellos, los que no volvieron a la familia carlista, terminaron en grupos contrarios a lo que decían defender. La democracia «cristiana», el separatismo, el socialismo y la Falange, saben de miembros de familias que un día fueron carlistas y que llegaron a donde están por evolución natural iniciada con la adscripción de un antepasado a una de las escisiones mencionadas.
Decididamente: de nada sirve el separarse y dividirse. Mejor dicho, sirve de mucho, pero al enemigo. Tenemos que aprender a soportar nuestras mutuas discrepancias en lo accidental, evitar el irnos, porque no aguantamos, o el echar a otros por desviados.
Nuestros principios son perfectos y coherentes. Pero han de ser aplicados en una sociedad determinada y concreta. Y es seguro que de esa sociedad no saldrá la España que deseamos porque las posibilidades de la actual sociedad española son limitadas.
Es arquitecto quien construye (mejores o peores) edificios, aplicando los principios aprendidos en la escuela correspondiente al terreno, materiales y recursos económicos de que dispone y que limitan sus posibilidades. Quien conoce maravillosamente la ciencia y el arte de la arquitectura, pero no construye, no deja de ser un alumno brillantísimo. Pero no es arquitecto.
Un arquitecto construirá dejando de aplicar determinados principios si las circunstancias se lo exigen. Incluso prescindirá de los cánones de la estética. Pero nunca conculcará los principios físicos que garantizan la estabilidad de la obra.
Somos, o intentamos ser, políticos carlistas. Y seremos tanto mejores, cuanto mejor llevemos a la práctica la mayor cantidad de nuestros principios. Hay que estrujarse el magín. Hay que buscar nuevas salidas al Carlismo. Hay que arbitrar nuevas soluciones a nuevos problemas. Hay que aventurarse y correr el riesgo de equivocarse. Porque el que anda tropieza y solamente está seguro de no desafinar el que: no canta.
Los que limpian se ensucian. Pero no se convierten en suciedad.
Afortunadamente han pasado los tiempos en que para preservar su identidad carlista, muchos grupos hubieron de encerrarse en sí mismos. En que cada uno se aferraba a lo que le habían enseñado que era el Carlismo auténtico y polemizaba, con su vecino disciplinado, pero desviado. Tenemos ya una organización: la Comunión Tradicionalista Carlista. Con un Consejo que entiende las cuestiones doctrinales. Con una Junta de Gobierno que marca las pautas de acción. Que periódicamente celebra sus congresos.
Es decir: que se dispone de órganos para encauzar las nuevas ideas y para poner de acuerdo a los discrepantes.
Discurramos, busquemos soluciones, abramos nuevos caminos, discutamos, rectifiquemos…, pero en el seno de la Comunión y a través de los organismos correspondientes.
Los boletines están para difundir el programa que el Consejo ha aprobado, para dar a conocer las normas de actuación que ordene la Junta de Gobierno y demás juntas. Pero no para que cualquiera lance desde ellos unas ideas, que pueden ser geniales, pero que deben exponerse al Consejo.
Somos políticos. Y no es de políticos dar vueltas a lo que particularmente opinamos que convendría hacer, cuando ya sabemos lo que hay que hacer y no lo hacemos.
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