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Historia

Rendirse al poder del mundo (XXV)

La traición de Fernando de Antequera y su hijo Alfonso el Magnánimo

Para desgracia del Papa Luna, a Pisa le sucedió el concilio de Constanza que, en su 37ª sesión (27 de julio de 1417), llegó a condenarle, excomulgarle y deponerle, previo el abandono de su obediencia por parte de la nación hispana, escenificado en el reino de Aragón el día de Epifanía de 1416 con el sermón de San Vicente Ferrer en Perpiñán. Ante esa penosa circunstancia y sin tardanza, tras la muerte del rey Fernando de Antequera, respondió Benedicto XIII con un breve tratado titulado Super horrendo et funesto casu obediencie pape substracte in regno aragonie, es decir: Sobre el horrendo y funesto caso de la sustracción de la obediencia al papa en el Reino de Aragón. En este opúsculo defenderá su legitimidad pontificia, lanzará anatema contra el monarca y a cuantos, secundando los decretos reales, se aparten de su pontificia obediencia. Señalará también Benedicto XIII las perniciosas consecuencias de la sustracción y reclamará al nuevo rey la reintegración de la obediencia que le negó su padre, el desagradecido Fernando de Antequera, al que D. Pedro de Luna hizo rey de Aragón en el Compromiso de Caspe.

Dirigiéndose pues al rey Alfonso el Magnánimo (novo regi incipienti regnare: al nuevo rey que empieza a reinar), el papa Luna recuerda que también  están obligados los prelados a considerar el especial vínculo con el que están obligados (atados) a Dios y a la Iglesia universal… y por consiguiente al Romano pontífice, su vicario universal sobre la tierra y cabeza de la misma Iglesia en el lugar de Cristo… Deben también atender cuán obligados están al nuevo Rey que empieza a reinar… Están obligados también a considerar los peligros que puedan derivarse de la susodicha sustracción de la obediencia… tanto para el Rey como para el Reino y sobre todo para los mismos prelados… Y no se maraville el Rey si los prelados insisten ante él sobre esta materia y le requieran conforme a la doctrina del bienaventurado Pablo, no sólo oportunamente, sino también importunamente.

Fernando de Antequera, rey de Aragón

Los peligros o daños al rey que produce la sustracción de obediencia son tres, según Benedicto XIII: primero, el horrendo peligro de perder la propia conciencia; segundo, la infamia de una depravada intención de ambición y avaricia; tercero, el grave detrimento de su propio estado y dignidad real.

Castillo de Peñíscola

Con respecto al primero, es necesario saber que para obtener la salvación (de necesitate salutis) los cristianos deben obedecer al papa en todo lo que no va contra el derecho natural o divino, pues quien no recoge con el papa como con Cristo, desparrama (Mt 12,30). Afirma luego el papa Luna: Quien se declara exento del juicio del Romano Pontífice (el propio rey al negarle la obediencia) se excluye de la unidad de la Iglesia, pues quien no quiere tener como cabeza al papa, tampoco tiene como cabeza a Cristo. Por tanto, todos los cristianos clérigos o laicos, y especialmente los príncipes católicos, están obligados para poder salvarse a obedecer al papa. Pero, ¿se debe también obedecer a un mal papa? Incluso en tal caso -manifiesta Benedicto XIII- si se trata de costumbres o de género de vida, debe ser obedecido. Así pues, es pueril afirmar con los valdenses que, si la vida moral del papa es mala, no debe ser obedecido

En cambio, el pontífice debe ser privado de su potestad si es declarado hereje, aunque la suprema potestad o jurisdicción no peca, aunque quien la ostente sea un pecador. Es, además, absurdo que, si uno cree que el papa Benedicto es el verdadero, cambie de opinión por la declaración de la congregación de Constanza, convocada y en parte ya celebrada por intrusos y cismáticos denominándola concilio, ya que el papa es superior al concilio y, por tanto, ningún concilio, al recibir precisamente del papa la legitimidad, puede juzgarlo. Cuanto menos la congregación de Constanza, que ha llegado a encarcelar y deponer a quien lo había convocado, Baltasar Coxa (Juan XXIII), y que con la reunión de Pisa han de llamarse, una vez más, conciliábulos, al carecer de autorización papal.

En consecuencia, Benedicto XIII admite solamente las clásicas causas, reconocidas siempre por el Derecho, para poder deponer a un papa: herejía y demencia (demens aut a fide devius: demente o desviado de la fe). Por tanto, manifiesta textualmente: Diciendo que el papa, que es vicario general de Dios en la tierra, sea privado de la suprema potestad por su mala vida o que no haya que obedecerle, es herético porque la potestad o la jurisdicción no peca, por más que sea pecador quien reside en ella… Ha de ser mirada con extrañeza y precavida la opinión en el varón católico que, después de tener y considerar al papa Benedicto como verdadero papa, cree poder declarar que ni fue ni se puede llamar verdadero papa por haber sido reprobado, anulado y condenado por la congregación o, como él (el rey) dice, Concilio de Constanza (uno es papa o no lo es, independientemente de la voluntad de un concilio)… Ningún concilio -afirma el papa Luna- puede juzgar al papa, siendo éste superior al concilio, y siendo que los concilios reciben la potestad de él… Ni el de Pisa ni el de Constanza fueron ni son ni pueden ser un verdadero Concilio General, puesto que sin la autoridad del papa no se puede congregar. Tales concilios se llaman más bien conventículos o conciliábulos… Lo dicen claramente -recuerda el pontífice- Agustín de Anchona y el maestro Álvaro: si alguien induce a cualquiera de la Iglesia desde cualquier potestad, que se aparte de la corrección o de la sujeción a la Iglesia Romana, es cismático obrando así y herético sintiendo de ese modo. La argumentación es contundente, pero los intereses creados por el emperador Segismundo lo fueron más todavía…

En la exposición sobre el segundo peligro, Benedicto XIII avisa al rey Alfonso que, si no retorna a su obediencia, puede ser imputado desde el principio de su reinado de la grave infamia de un deseo depravado de ambición y avaricia para hacerse con los bienes de la Iglesia, incurriendo en el crimen de peculado y de sacrilegio conforme a los cánones y rúbricas que tratan sobre hurtos y violadores de iglesias. Y no cabe la excusa que el rey podría formular diciendo que tales bienes de las iglesias los recibía para utilidad de la misma iglesia con el fin de buscar su unión. En efecto, lo prohibido por el derecho no debe hacerse ni por una causa pía, cuanto menos el citado crimen por un rey, dada la dignidad de su condición, pues solamente el diablo con su astucia -advierte Benedicto XIII- puede sugerir que es necesario hacer lo malo para que venga lo bueno. De su posible engaño por el demonio, debe ser avisado el nuevo rey por los prelados y por cuantos están obligados a informarle en lo que respecta a la salvación de su alma y el honor de su persona.

En consecuencia, manifiesta el papa Luna: Además de esa vergonzosa infamia, el rey incurriría en una pérdida peligrosa y dolorosa de su estatus y dignidad reales, porque a causa de la persecución y la impugnación anteriores incurriría en el delito de parricidio espiritual (crimen parricidii). Un comportamiento semejante -concluye Benedicto XIII- conduciría al rey a un grave detrimento de su estado y dignidad real. Las razones son múltiples, incluso en sentido teológico, hasta el punto de poder ser acusado de ese crimen al matar con su conducta cruel y de persecución a su padre espiritual y de todos los fieles: el papa, lo que comporta graves penas canónicas (in isto delicto perricidii exquisite et gravissime pene inponuntur).

No se trata pues de la cuestión del reconocimiento en lo temporal por parte del Rey de Aragón, sino de la fidelidad que todos los católicos deben tener al romano Pontífice, ya que quien niega obediencia al Papa, la niega también a la Iglesia, incurriendo en sentencias de excomunión. Y no se diga que el papa es sólo obispo de Roma y no de los reinos, pues la respuesta del derecho confirma que el papa es el obispo principal, a quien se someten los demás obispos con sus iglesias a fin de cumplir el mandato del Señor (Jn 10,16): Constituir un solo rebaño y un solo Pastor, no sólo con respecto a la jurisdicción sino también a la administración, por lo que el daño causado a los servidores de la Iglesia es inmenso, abandonando su obediencia.

Reconoce Benedicto XIII al rey de Aragón que los reyes de España en lo temporal no tienen superior, abandonando aquí la doctrina de las dos espadas de Bonifacio VIII: El rey de Aragón no está obligado a la antedicha fidelidad al Papa, porque en las cosas temporales no reconoce a nadie como superior; porque los reyes de España no tienen superior… Sin embargo, el rey de Aragón sí debe fidelidad al pontífice en lo temporal en razón de los feudos de Sicilia, Córcega y Cerdeña en los que se presta homenaje al papa y a sus sucesores, jurando que contra la Iglesia no se formarán pactos, confederación o sociedad con el emperador ni con reyes o príncipes, provincias o ciudades. No obstante, denuncia Benedicto XIII que haciendo confederaciones y facciones con Segismundo y la congregación de Constanza contra el papa y la Iglesia católica, que es la única que sostiene y obedece al verdadero Papa, ahora el rey de Aragón falta a lo jurado en la infeudación de dichos reinos, en la que al papa Benedicto explícitamente el monarca prometió serle fiel y obediente hasta el último día de su vida.

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Y con estas y otras razones, apelando a la libertad que respecto al rey adquirirían sus vasallos en los citados reinos, pues ya no le debían obediencia al habérsela sustraído éste al verdadero pontífice, intenta el papa Luna convencer al rey Alfonso para que retorne a su obediencia y no acuda al conciliábulo de Constanza. Sus asamblearias decisiones serán condenadas oficialmente por D. Pedro de Luna el 22 de agosto de 1418 con una bula pontificia, afirmando que su búsqueda de la unión ha sido una falacia (violenta fallacia quam emuli nostri fingunt unitatem Ecclesie: violenta falacia que nuestros competidores fingen que es unidad de la Iglesia). En definitiva, solamente Benedicto XIII es verdadero papa, pues el papa Clemente (VII) y su sucesor fueron elegidos por un verdadero colegio de cardenales y por ellos, en nombre de la Iglesia universal, recibidos y aceptados. Así pues, el Papa Clemente mientras vivió y ahora el Papa Benedicto deben ser obedecidos indudablemente como sucesor de Pedro en cuanto a la necesidad de la salvación. Por lo cual, Benedicto XIII ha de ser considerado el Romano Pontífice sin excepción de la Iglesia universal, de manera que hoy para obtener la salvación es necesario obedecer al papa Benedicto.

Las exhortaciones del papa Luna parecieron caer en el saco roto de la conciencia del rey Alfonso, continuador de la infidelidad de su padre, Fernando de Antequera, a quien Benedicto XIII hiciera rey de Aragón. Inmediatamente, la sustracción de obediencia se materializó en las medidas coactivas que acabaron aislando a D. Pedro de Luna en la soledad de la roca de Peñíscola. Sólo unos pocos escogidos le permanecieron leales entre tanta traición. Aún éstos protestaron ante Alfonso el Magnánimo de que, contra lo que se afirmaba en Constanza, jamás habían hecho sustracción de obediencia al papa Luna. Y es que la desinformación fabricada por el poder político no es patrimonio exclusivo de nuestros días.

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Alfonso V de Aragón y I de Nápoles 

Un año más tarde, el 1 de abril de 1417, la asamblea de Constanza, procesó a Benedicto XIII en ausencia y, contra los deseos del concilio, la comisión que preparaba la acusación no pudo alegar contra él nada más que su obstinación a no renunciar al papado, anulando todas sus sentencias pontificias excepto las que favorecían a sus propios detractores. Y es que el poder es así de siniestro… Al fin, el 26 de julio le condenaron y despojaron ipso iure (la ley que habían fabricado para esta sola y única ocasión) del Sumo pontificado y le excluyeron de la Iglesia católica como rama seca. La “autoridad” del concilio se había tornado omnímoda.

Por el contrario, el Dr. Alanyà, historiador del cisma en Tortosa, afirmará sin pestañear que “no presentando su defensa personal Benedicto XIII por sí o por procurador, el concilio faltó a toda ética en el proceso contra el papa al no nombrar un defensor de oficio, con lo cual la parte acusada estuvo en total indefensión y la sentencia, que pronto acabó emitiendo el concilio, carecía de todo valor por injusta, parcial, falsa y anticanónica”. Y es que los tribunales eclesiásticos casi siempre han adolecido de una manifiesta falta de imparcialidad. Ahí está el fraudulento juicio a los templarios, el hediondo proceso contra Santa Juana de Arco y, hoy en día, la lastimosa causa contra el ex cardenal Becciú.

Cuando aparecieron en Peñíscola dos benedictinos –cuervos del conciliábulo los llamó Benedicto XIII al verlos-, enviados desde Constanza para inducir al papa Luna a sumisión a la asamblea conciliar patrocinada y dirigida por el emperador Segismundo, constataron por carta lo poco que habían impresionado al pontífice los decretos asamblearios y los monitorios que le habían leído. Era lógico. La postura del papa Luna estaba sólidamente fundamentada en la doctrina católica sobre el papado y en la solidez de sus argumentos canónicos para rechazar la validez de un concilio que pretendía condenarle sin mirarle siquiera a la cara.

La respuesta de Benedicto XIII a la arrogancia de los enviados fue tajante y rotunda: No está en Constanza la verdadera Iglesia. Y, dando un golpe con su diestra en la cátedra papal, añadió: ¡Esta es el Arca de Noé! Y continuó: “Es verdad que he prometido en el cónclave que iría hasta la unión de la Iglesia, incluida mi renuncia, pero no antes de haber agotado todos los otros medios. Es así que yo soy el único juez de estos medios y que están muy lejos de haberse agotado. Luego no estoy obligado a cumplir mi promesa de renuncia. Además, yo envié a Constanza a mis embajadores. En todos los puntos soy invulnerable. Se me llama hereje y cismático. Yo soy el papa. Los herejes y los cismáticos están en Constanza. Sin ellos el cisma habría ya terminado hace un año y medio. Yo no cederé jamás. Podéis decírselo de mi parte”.

Cuando en 1421 la reina María de Castilla, en ausencia de su marido el rey Alfonso, había intensificado el cerco a Peñíscola y manifestaba su voluntad de tomar al asalto el lugar y el castillo, coincidiendo con el aislamiento y estrechez del papa Luna y los cardenales y curiales que le acompañaban, comienzan a datarse sus letras apostólicas In Archa Noe y también In Domo Dei, ubi vera est Ecclesia. Así pues, diría el obispo Climent Sapera antes de pasarse a la obediencia de Martín V: En el Arca de Noé que flota y preserva la humanidad escogida por Dios en medio del diluvio universal; y en la Casa de Dios es donde está la verdadera Iglesia porque en ella está el verdadero vicario de Cristo, sucesor de Pedro – ubi Petrus, ubi Ecclesia-, y porque en ella se preserva, mantiene y enseña la verdadera doctrina católica.

A pesar de la distancia que nos separa de estos hechos, la egregia figura de D. Pedro de Luna se alza todavía enhiesta, desafiando el politiqueo eclesiástico y el inexorable paso del tiempo. En la soledad de la roca de Peñíscola aún parecen resonar los pasos del anciano pontífice, solo y abandonado casi por todos los que de él recibieron tantos beneficios. Y en el romper de las olas en ese rincón de mundo, se escucha todavía el eco de aquellas terribles palabras que dirigió D. Pedro de Luna al rey Fernando, cuando unos enviados le intimaban de nuevo a la abdicación. En Colliure, desde la galera pontificia que le llevaría al definitivo exilio, exclamó: Decidle al rey FernandoMe, qui te regem feci, mittis in desertum: “Yo te he hecho a ti rey que nada eras y en recompensa me abandonas solo en mi desierto. Tus días están contados, tu vida será corta. Tu raza incestuosa, no reinará hasta la cuarta generación”. Y la profecía del papa Benedicto XIII cabalmente se cumplió.

Custodio Ballester Bielsa, Pbro. www.sacerdotesporlavida.info

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