San Luis Gonzaga tenía sangre española, pero era hijo de un príncipe italiano de la Casa de Castiglione, emparentado con las mayores Casas soberanas de Europa, incluso con la Casa de Austria, la más importante de todas.

Con apenas cuatro años fue colocado en ambientes militares. Eso que parece una exageración, muy al contrario, es algo espléndido. Es porque los niños son mandados al jardín de infancia de pequeños que terminan en una especie de infancia toda la vida. Cuando se quiere que un niño madure, no se le manda a un jardín de infancia sino a un jardín de hombres. Da la impresión que esas debilidades de los jardines de infancia tienen cierta complicidad con los problemas de carencia estructural de las nuevas generaciones. Madurar es propio de los niños. En lugar de colocarlos en un grado superior, donde procure acelerar la búsqueda de una situación superior, se hace lo contrario, una educación para frenar. El niño permanece infantil durante largo tiempo, y cuando acaba eso es educado junto con las niñas: la coeducación. Corre el riesgo de salir un elemento híbrido, ni adulto ni infantil y de espíritu ni masculino ni femenino. Luis no fue mandado a un jardín de infancia sino al Ejército.

Hay un cuadro de él con doce años en el que tiene cualquier cosa de inocencia, impregnada profundamente en su persona, con una resolución y fuerza de voluntad que se nota por la posición del cuello y de la cabeza. La actitud no es propiamente arrogante, sino la de quien sabe lo que quiere, y hará lo que crea que deba hacer. Toda la confrontación con su padre por seguir su vocación religiosa ya está anunciada en esa actitud: la consciencia inquebrantable del deber, él cumplirá la voluntad de Dios. En ese sentido es la continuación en los tiempos modernos del guerrero medieval. Si fuese convocado a una Cruzada, no dudaría en coger la espada y enfrentarse a los moros.

En el cuadro que vemos ya es un joven adulto. Debe ser de poco antes de hacerse religioso. Obsérvese, antes que nada, la postura de extrema tranquilidad. Está ciñendo una espada grande. Sin embargo, se apoya sobre ella, con una serenidad de quien está enteramente seguro de su propia consciencia, sosegado y que no tiene apegos ni frenesí. Es un hombre que camina plácida y firmemente hacia el Cielo.

El rostro tiene una carnadura conveniente, adecuada, con algunos trazos que denotan una firmeza extraordinaria. Lo primero a observar es la mirada. Es plácido, afectuoso, pacífico, de una persona que le gusta vivir bien con los otros. Al mismo tiempo tiene una fijación y limpidez de quien dice: ¡lo que yo vi, vi, lo que es, es, y lo que tiene que ser, tiene que ser, nadie me agita! Es una mirada de quien no se deja atemorizar por nada. Miraría un dragón con esa misma naturalidad estampada en el grabado, confiante en Dios, en Nuestra Señora, decidido a cualquier batalla y dificultad. Las cejas son muy delicadamente arqueadas, pero de un trazado muy coherente, bien diseñado y lógico. Cada una es enteramente adecuada a la otra. Al estar así de arqueadas como que agarran la mirada. La fuerza de voluntad una vez más está presente.

Es interesante la nariz, fea y hasta feísima, demasiado grande para el rostro. Tiene algo de pico de ave de rapiña, fuerte, no cede, está en la línea de las cejas, de la mirada y del resto. Hombre dulce y fuerte: hombre de Dios.

Su fisonomía da idea de una resolución inconmovible. Un hombre seguro de aquello que piensa, seguro en lo que quiere, y que hará calma, fría e implacablemente el verum, bonum y pulchrum que Dios pide de él.

En suma, ¡el rostro de un gran batallador!

Este artículo se publicó originalmente en https://plineando.blogspot.com/

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