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¿Por qué queremos que otros cambien de ideas?

Cerca o lejos de nosotros hay personas que piensan de manera diferente. Sobre política o sobre fútbol. Sobre cine o sobre economía. Sobre religión o sobre ética. Normalmente en algunos de esos temas nacen discusiones, orientadas a cambiar el modo de pensar del otro.

¿Por qué queremos que otros cambien de ideas? ¿De dónde surge ese deseo de influir sobre quien tiene convicciones diferentes? No es fácil la respuesta, pues los motivos pueden ser diferentes. A veces se busca una especie de autoafirmación. Si pienso que este político es mejor que otros, me gusta que mi preferencia sea compartida por familiares y amigos. No es fácil adoptar una idea que rechazan aquellos que están más cerca de mi vida.

Otras veces uno está convencido de que esta idea ayudará al interlocutor. Si un católico quiere que un ateo empiece a creer es porque piensa que el ateo mejorará al dar el paso hacia la fe. Como también el ateo busca que el católico deje de creer para alcanzar así un estilo de vida que el ateo considera más sano.

En ocasiones uno no está del todo convencido de lo que defiende, pero supone como victoria el que otros acepten esta o aquella opinión. Así ocurre, por ejemplo, entre algunos vendedores: saben que este producto no es realmente bueno, pero poder convencer a otros para que lo compren permite ganarse la vida…

La lista de casos podría alargarse. Entre los diversos tipos de debate, hay dos convicciones comunes que resultan de especial importancia. La primera: que es posible que el otro cambie de opinión. La segunda: que unas opiniones son mejores que otras.

Sobre la primera, no faltan dificultades o desengaños. Gira por ahí una frase atribuida a Einstein (quien esto escribe duda que la frase haya sido realmente formulada por aquel gran científico): es más fácil desintegrar un átomo que destruir un prejuicio. Pero a pesar de las derrotas, seguimos en la lucha: quizá con este argumento sea posible convencer a tal persona para que cambie de médico y pruebe otra terapia.

En cuanto a la segunda convicción, es evidente que hay opiniones mejores y opiniones peores, algo ya afirmado por dos pensadores antiguos de posturas muy diferentes, Protágoras y Platón. Sin embargo, ocurre que personas que se adhieren a un error (o a algo peor) son más convincentes que personas que defienden la verdad (o algo mejor).

A pesar de los fracasos y los engaños, seguimos en diálogo. No sólo porque uno cree que sus ideas sean mejores. Sino, sobre todo, porque en muchos corazones hay un deseo sano de ofrecer las propias creencias a otros, para ayudarles en esa aspiración tan típicamente humana: comprender un poco mejor el mundo en el que vivimos

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