El título del presente artículo es un remedo del famoso libro de Norman Finkelstein La industria del holocausto donde el autor judío denuncia a todos aquellos paisanos suyos que, sin haber padecido los horrores de la segunda guerra, se aprovechan del holocausto para enriquecerse y victimizarse para vivir bien. Pues en la sociedad de consumo la víctima racial y política es un ser privilegiado.
El holocausto se ha transformado en una industria que utiliza la reivindicación como una fábrica productora de bienes: dinero, fama y honores.
La industria de la memoria viene a ser una especie de hermana menor de la industria del holocausto. Sitial reservado al exclusivo club de los judíos en donde no se permite la entrada de otras comunidades: gitanos, gay, católicos, etc., también exterminados en los campos de concentración.
Cuando la presidente Cristina Kirchner declaró en París: Argentina sufrió un holocausto durante la dictadura militar, la Liga antidifamatoria francesa la reprendió diciendo que hubo un solo holocausto que es el de ellos. Pasó lo mismo con los armenios y su reclamo de genocidio, a lo que el primer ministro israelí Simón Péres respondió: el único genocidio es el nuestro.
Este límite en cuanto a la jerarquía de las víctimas impuesto mundialmente luego de la guerra de Yon Kipur allá por 1973, obligó a las otras víctimas, las de la izquierda activa y progresista a la creación de la industria de la memoria para tener un lugar teórico donde referenciarse y reivindicarse. Así, los gobiernos de corte socialdemócrata tanto en España y Portugal como en Iberoamérica comenzaron a utilizarla en función de sus intereses y en beneficio de las víctimas o pseudo víctimas tanto del franquismo, del Estado Novo, como de las dictaduras militares recientes.
Estas víctimas o pseudo víctimas se multiplicaron por miles, así como sus familiares, con el objeto expreso de cobrar suculentas indemnizaciones del Estado, que en algunos casos durarán ad vitam.
El caso argentino es emblemático pues a partir de los 6.415 desaparecidos y 743 víctimas de ejecución sumaria, que el gobierno de Menem indemnizó con un promedio de U$S 220.000 la cifra trepó con las reparaciones compensatorias a más de 12.000 beneficiarios, casi el doble del número reconocido oficialmente. A ellos se sumaron luego los descendientes y familiares. Así, por ejemplo, un hijo de desaparecidos cobra mensualmente un promedio de tres salarios mínimos, unos u$s 1.000. Qué en Argentina es hoy un muy buen sueldo.
Como afirma el profesor D´Angelo: El fraude ideológico sobre el número de personas desaparecidas esconde un verdadero fraude económico, que le ha costado una suma sideral al Estado argentino.
Esta multiplicación exagerada de víctimas se produce por el uso de la memoria histórica o memoria colectiva en donde se viene a justificar con razones meramente subjetivas y no históricas el carácter de víctima, que en su inmensa mayoría son pseudo víctimas, como se ha probado hasta el cansancio o ad nauseam. El buen filósofo español Gustavo Bueno afirma que: el concepto de memoria es esencialmente subjetivo, psicológico, individual: la memoria está grabada en un cerebro individual y no en un cerebro colectivo.
Es que la memoria no es otra cosa que la evocación de las imágenes del pasado. La memoria es sensible pues se maneja con imágenes, no existe la memoria intelectual pues el acto de aplicarse a nociones abstractas es un acto de la razón.
La memoria tiene dos funciones principales, como reminiscencia, esto es, como reproducción del pasado sin reconocimiento y como recuerdo, cuando reconoce y localiza las imágenes del pasado. En cuanto al olvido no es otra cosa que una retención caída.
Hoy en Occidente la victimización es la manera más cómoda de vivir en sociedad. No solo porque el carácter de víctima permite vivir sin trabajar sino porque otorga impunidad en los juicios. Las barbaridades que ha dicho Hebe de Bonafini, de las Madres de Plaza de Mayo, han gozado de una impunidad absoluta y así como ella, tantos otros beneficiarios de la industria de la memoria.
El caso emblemático en España fue el de republicano catalán Enric Marco quien se presentó durante treinta años como sobreviviente de un campo de concentración nazi, hasta que un historiador profesional desenmascaró que no había estado prisionero.
La reacción de la izquierda progresista no fue de condena sino que salió a escribir novelas con semejante personaje. Es decir, que la industria de la memoria da tanto para un zurcido como para un fregado.
Es que ni las máximas contradicciones la detienen pues se apoya en una versión subjetiva y parcial. Es que la memoria histórica es siempre sesgada, considera a unos y a otros no. No existe la imparcialidad. Es como afirma el gran historiador alemán Reinhart Koselleck (1923-2006): un producto ideológico a partir del cual no podemos conseguir ningún conocimiento cierto.
La memoria colectiva o histórica se transforma así en un registro de relatos personales o colectivos que busca reconstruir el pasado a partir de los valores de una izquierda progresista que no tiene en cuenta al otro. Por ejemplo, en España la Asociación para la recuperación de la memoria histórica (ARMH) reivindica las víctimas del franquismo pero no las víctimas de los rojos, los siete mil sacerdotes asesinados o la masacre de Paracuellos ordenada y ejecutada por Carrillo jefe del partido comunista español.
Nuestra observación es que la industria de la memoria con su utilización espuria pone en crisis o en duda la existencia de una genuina conciencia colectiva que para nosotros, los que nos situamos desde la perspectiva de “los pueblos”, es una cuestión importante. Pues sostenemos que existe una memoria de los pueblos que se expresa a través de sus tradiciones nacionales y se encarna en su ethos particular, pero que no está adecuadamente expuesta en las historias oficiales, siempre dóciles a los poderes políticos de turno.
Es que no se puede pensar de manera genuina, no se puede hacer filosofía sino desde una tradición nacional de pertenencia y esa tradición nacional se encuentra anclada y es expresión de un ethos nacional. Por eso un filósofo de la altura de Hans Georg Gadamer: la filosofía es la aclaración erger en la formulación de una nueva historia a la historia oral, la historia cotiteórica de un ethos vigente, porque el ethos no es creado por los fílósofos.
La cuestión es ¿cómo lograr una genuina conciencia colectiva sin desvirtuarla ideológicamente? Haciendo converger en la formulación de una nueva historia a la historia oral, a la historia cotidiana, incluso a memoria particular, alejándola de los clichés ideológicos para anclarla en los valores y vivencias del ethos nacional.
Este ethos adquiere su significación plena cuando tiene como marco de referencia; la ecúmene cultural a la que pertenecemos por derecho propio: en nuestro caso Iberoamérica.
En resumen para reconstruir el pasado en forma genuina tenemos que recurrir a la ciencia histórica y sus métodos, pensarla desde la tradición nacional, y allí utilizar los distintos instrumentos con que se nutre. Tradición que a su vez se expresa en un ethos, pero que no se limita a la Argentina sino que tiene su anclaje en la ecúmene iberoamericana.
Post scriptum
La Damnatio memoriae fruto de la memoria histórica
Cuando el historiador Ernst Nolte demostró allá por los años ochenta del siglo pasado que la historia reciente de Alemania, especialmente la de la segunda guerra mundial, se había transformado en un pasado que no pasa, el mundo académico y los voceros de la policía del pensamiento saltaron como leche hervida. Es que Nolte puso en evidencia el mecanismo por el cual la memoria histórica había reemplazado a la historia como ciencia, con lo que quedó en evidencia la incapacidad histórica de los famosos académicos y los presupuestos ideológicos-políticos que guiaban sus investigaciones.
Es sabido que la memoria es siempre la memoria de un sujeto individual o si se quiere de una persona, singular y concreta. La memoria no existe más que como memoria de alguien. Su naturaleza estriba en otorgarle al sujeto el principio de identidad. Yo soy yo y me reconozco como tal a lo largo del tiempo de mi vida por la memoria que tengo de mi mismo desde que existo hasta el presente. Si existe o no una “memoria colectiva” esta es una cuestión que no está resuelta. El gran historiador alemán Reinhart Koselleck (1923-2006) sostuvo que no. Así, en su última entrevista en Madrid, publicada póstumamente el 24/4/2007, afirma:
“ Y mi posición personal en este tema es muy estricta en contra de la memoria colectiva, puesto que estuve sometido a la memoria colectiva de la época nazi durante doce años de mi vida. Me desagrada cualquier memoria colectiva porque sé que la memoria real es independiente de la llamada “memoria colectiva”, y mi posición al respecto es que mi memoria depende de mis experiencias, y nada más. Y se diga lo que se diga, sé cuáles son mis experiencias personales y no renuncio a ninguna de ellas. Tengo derecho a mantener mi experiencia personal según la he memorizado, y los acontecimientos que guardo en mi memoria constituyen mi identidad personal. Lo de la “identidad colectiva” vino de las famosas siete pes alemanas: los profesores, los sacerdotes (en el inglés original de la entrevista: priests), los políticos, los poetas, la prensa…, en fin, personas que se supone que son los guardianes de la memoria colectiva, que la pagan, que la producen, que la usan, muchas veces con el objetivo de infundir seguridad o confianza en la gente… Para mí todo eso no es más que ideología. Y en mi caso concreto, no es fácil que me convenza ninguna experiencia que no sea la mía propia. Yo contesto: “Si no les importa, me quedo con mi posición personal e individual, en la que confío”. Así pues, la memoria colectiva es siempre una ideología, que en el caso de Francia fue suministrada por Durkheim y Halbwachs, quienes, en lugar de encabezar una Iglesia nacional francesa, inventaron para la nación republicana una memoria colectiva que, en torno a 1900, proporcionó a la República francesa una forma de autoidentificación adecuada en una Europa mayoritariamente monárquica, en la que Francia constituía una excepción. De ese modo, en aquel mundo de monarquías, la Francia republicana tenía su propia identidad basada en la memoria colectiva. Pero todo esto no dejaba de ser una invención académica, asunto de profesores.”
En concordancia con esto ya había reaccionado cuando el gobierno alemán decidió erigir un símil de la estatua de La Piedad en la Neue Wache para venerar a las víctimas de las guerras producidas por Alemania. Koselleck levantó su voz crítica para advertir que un monumento de connotación cristiana resultaba una “aporía de la memoria” frente a los millones de judíos caídos en ese trance. Pero también en 1997, cuando el ayuntamiento de Berlín decidió erigir un monumento para recordar el Holocausto judío, volvió a la palestra para recordar que los alemanes habían matado por igual a católicos, comunistas, soviéticos, gitanos y gays. Nadie como él, entre los historiadores, hizo tanto para desembarazar a la escritura y a las representaciones de la historia del brete a que la someten los ideólogos de la “memoria histórica”.
El reemplazo de la historia como ciencia, como conocimiento por las causas, con el manejo metodológico que exige el trabajo sobre los testimonios y materiales del pasado, por parte de la memoria histórica siempre parcial e interesada (la ideología es un conjunto de ideas que enmascara los intereses de un grupo, clase o sector) ha desembocado en la moderna damnatio memoriae o condena de la memoria.
La damnatio memoriae era una condena judicial que practicaba el senado romano con los emperadores muertos por la cual se eliminaba todo aquello que lo recordaba. Desde Augusto en el 27 a.C. hasta Julio Nepote en el 480 d.C. fueron 34 los emperadores condenados. Se llegaba incluso hasta la abolitio nominis, borrando su nombre de todo documento e inscripción. Se buscaba la destrucción de todo recuerdo. Se destruían sus bustos y estatuas. Suetonio cuenta que los senadores lanzaban sobre el emperador muerto las más ultrajantes y crueles invectivas. La intención era borrar del pasado todo vestigio que recordara su presencia.
Las damnationes se realizaban a partir del poder constituido y su presupuesto ideológico era: de aquello que no se habla no existe. Arturo Jauretche, ese gran pensador popular argentino en su necrológica de nuestro maestro, José Luís Torres, nos habla de la confabulación del silencio como mejor mecanismo de los grupos de poder. Es una manifestación de prepotencia del poder establecido, con lo que busca eliminar el recuerdo del adversario, quedando así el poder actual como único dueño del pasado colectivo.
No es necesario ser un sutil pensador para comparar estas destrucciones de la memoria y eliminaciones de todo recuerdo con lo que sucede con nuestros gobiernos de hoy. En España una vez muerto Franco comenzó una campaña de difamación contra su persona y sus obras que llegó hasta cambiarle el nombre al pueblo donde nació. En Argentina cuando cayó Perón en 1955 se prohibió hasta su nombre (por dictador), reapareció la vieja abolitio nominis. Hace poco tiempo el gobierno de Kirchner hizo bajar el cuadro del ex presidente Videla (por antidemócrata). Al General Roca que llevó la guerra contra el indio le quieren voltear la estatua (por genocida). Se le quitó el nombre del popular escritor Hugo Wast a un salón de la biblioteca nacional (por antijudío). Y así suma y sigue.
Cuando la historia de un pueblo cae en manos de la memoria colectiva o de la memoria histórica lo que se produce habitualmente es la tergiversación de dicha historia, cuya consecuencia es la perplejidad de ese pueblo, pues se conmueven los elementos que conforman su identidad.
Es que la memoria lleva, por su subjetividad, necesariamente a valorar de manera interesada lo qué sucedió y cómo sucedió. Así para seguir con los ejemplos puestos, objetivamente considerados, Franco fue un gobernante austero y eficaz, Perón no fue un dictador, Videla fue un liberal cruel, Roca no fue un genocida y Wast fue un novelista católico. Vemos que aquello que deja la memoria histórica es un relato mentiroso que extraña al hombre del pueblo sobre sí mismo.
La memoria histórica es un producto de la mentalidad y los gobiernos jacobinos, aquellos que gobiernan a favor de unos grupos y en contra de otros. Aquellos que utilizan los aparatos del Estado no en función de la concordia interior sino como ejercicio del resentimiento, esto es, del rencor retenido, dando a los amigos y quitando a los enemigos. La sana tolerancia de la visión y versión del otro acerca de los acontecimientos históricos es algo que la memoria histórica no puede soportar, la rechaza de plano. La consecuencia lógica es la dammnatio memoriae, la condena de la memoria del otro.