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Análisis

Del liberalismo de los “Padres Fundadores” de los EEUU a la democracia elitista de Lippmann

El constitucionalismo es un instrumento de organización del poder. Pensar que debe estar necesariamente al servicio de la democracia es un error.

Imagen con licencia Pixabay

Por Ricardo V. López

Para entender a los liberales del país del Norte y su modo de pensar la política a principios del siglo XX es necesario volver a esa fecha histórica en la se proclamó la primera Constitución “republicana” de Occidente, el 17 de septiembre de 1787. Es necesario enfatizar lo de republicana porque sólo eso fue. El concepto de democracia, tal como apareció con Lincoln casi un siglo después: «Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», generaba profundos temores. La experiencia de la Francia revolucionaria espantaba a esos liberalesUn dato revelador es que la palabra democracia no aparece escrita en ninguna parte del texto original de la Constitución.

Detengámonos en las alternativas y circunstancias que dieron a luz ese texto. Un dato poco conocido nos aporta el profesor Roberto Gargarella [1]:

Notablemente, cabe recordarlo, la Convención norteamericana, a diferencia de las Convenciones Constitucionales que se llevaron adelante en Francia, ésta se celebró a puertas cerradas inmediatamente después de la  revolución. De allí que los convencionales expresaran con absoluta franqueza (a veces, diría, con asombrosa franqueza) por qué defendían los arreglos institucionales que defendían.

El remarcado anterior de la palabra “republicana” se debe a la necesidad de entender que fue una constitución pensada para contraponerse al Imperio británico, su conquistador, y concebida para  liberarse de él. Pero además, también estaban fuertemente impresionados por el desborde de la “chusma parisina” lo que aclara el sentido de lo que «se quería evitar para el futuro». ¿Cómo se resolvió esta “dificultad”? Nos responde el profesor:

La propuesta federalista de reorganizar el sistema institucional apareció entonces como imposible de eludir: dado el grave riesgo creado por la existencia de las facciones, y dada la imposibilidad de eliminarlas, la única alternativa disponible era la de organizar las instituciones de modo tal de hacerlas resistentes frente a ellas, de modo tal de evitar que el sistema de gobierno quedase exclusivamente en manos de alguno de los diferentes grupos en que se dividía la sociedad». Nótese, una vez más, lo despiadado de la expresión “la imposibilidad de eliminarlas”.

Nos encontramos frente a un núcleo de pensamiento que, me atrevería a decir, es casi impenetrable en el liberalismo del siglo XIX: homologar democracia y constitución como pareciera indicarlo la historia de la Revolución gloriosa inglesa (1688) y la tradición comenzada por la Declaración Británica de Derechos de 1689, que tuvo a John Locke  (1632-1704) como ideólogo.

El Dr. Gerardo Pisarello [2], ensayista especializado en Derecho constitucional, propone un análisis muy útil y esclarecedor:

El constitucionalismo es un instrumento de organización del poder. Pensar que debe estar necesariamente al servicio de la democracia es un error. Ya los antiguos, con Aristóteles a la cabeza, entendieron que la constitución material de una sociedad podía ser democrática o antidemocrática. Esta tensión atraviesa el constitucionalismo moderno. El caso de EEUU, por ejemplo, nació en buena medida como un dispositivo para frenar las presiones democratizadoras generadas por el movimiento independentista. En Europa, el constitucionalismo termidoriano, primero, y el liberal después, también procuraron proteger la gran propiedad y contener los reclamos de las mayorías populares. Y en esa tradición liberal antidemocrática habría que situar, también, el constitucionalismo impulsado por el Consenso de Washington, en la década de los 90’ del siglo pasado.

La presencia de esos temores se convirtió en tradición en la clase dirigente de los EEUU y revirtió en la teoría de la necesidad de una élite ilustrada que se hiciera cargo de la República, la “cosa pública”, muy lejos de ser democrática como se entendió en Francia. Dice el Profesor Noam Chomsky:

Esta teoría sostiene que solo una élite reducida —la comunidad intelectual de que hablaban los seguidores de John Dewey (1859-1942)— puede entender cuáles son aquellos intereses comunes, qué es lo que nos conviene a todos, así como el hecho de que estas cosas escapan a la gente en general.

La fina ironía de Chomsky, rayana en lo burlesco, lo lleva a hacer una comparación muy inteligente pero chocante para quien esté desprevenido:

En realidad, este enfoque que se remonta a cientos de años atrás, es también un planteamiento típicamente leninista, de modo que existe una gran semejanza con la idea de que una vanguardia de intelectuales revolucionarios toma el poder mediante revoluciones populares que les proporcionan la fuerza necesaria para ello, para conducir después a las masas estúpidas a un futuro en el que estas son demasiado ineptas e incompetentes para imaginar y prever nada por sí mismas.

Si bien hay bastante de exageración, no está lejos de la realidad tal comparación cuando recordamos la experiencia soviética, con su Nomenklatura y pensamos en el establishment estadounidense, las diferencias nos son tantas. Agrega Chomsky:

Es así que la teoría democrática liberal y el marxismo-leninismo se encuentran muy cerca en sus supuestos ideológicos. En mi opinión, esta es una de las razones por las que los individuos, a lo largo del tiempo, han observado que era realmente fácil pasar de una posición a otra sin experimentar ninguna sensación específica de cambio. Solo es cuestión de ver dónde está el poder. Hay incluso un principio moral del todo convincente: la gente es simplemente demasiado estúpida para comprender las cosas.

Esta convicción elitista, aristocrática en el peor sentido de la palabra, lejos de la idea aristotélica del “gobierno de los mejores”, ha llegado hasta nuestros días, aunque hoy no pueda hablarse con la franqueza de  la que hacían gala aquellos Padres Fundadores, para decir lo que realmente pensaban.

Entra ahora en escena un personaje ya citado en otras notas: Walter Lippmann. Como hombre de fe  liberal, aunque la idea que hoy se tiene de un liberal no encaje en este modelo, propuso su tesis de “una revolución en el arte de la democracia”. Esta revolución partía de algunas premisas muy interesantes de revisar, porque vuelve a aparecer el tema de la “franqueza”. La idea central parte de la convicción de que el público «no sabe pensar y que no es prudente abandonarlo en sus ideas». Por eso afirmaba Lippmann:

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Que ello era no solo una buena idea sino también necesaria, debido a que los intereses comunes esquivan totalmente a la opinión pública y solo una clase especializada de hombres responsables lo bastante inteligentes puede comprenderlos y resolver los problemas que de ellos se derivan.

Puede Ud. sorprenderse, amigo al lector, si no ha incursionado en estos temas, que aparezca semejante afirmación como método de la democracia. Sin embargo, estas ideas sostienen el concepto de democracia que siempre manejó la clase política estadounidense, razón por la cual prestaron siempre un fuerte apoyo al desarrollo de los grandes medios para informar (o ¡¡manipular!) la opinión del ciudadano de a pie. Avanza sobre el tema Chomsky:

Lippmann respaldó todo esto con una teoría bastante elaborada sobre la democracia progresiva, según la cual, en una democracia con un funcionamiento adecuado, hay distintas clases de ciudadanos. En primer lugar, los ciudadanos que asumen algún papel activo en cuestiones generales relativas al gobierno y la administración: es la clase especializada, formada por personas que analizan, toman decisiones, ejecutan, controlan y dirigen los procesos que se dan en los sistemas ideológicos, económicos y políticos, y que constituyen, asimismo, un porcentaje pequeño de la población total.

La masa de los ciudadanos restantes deben ser siempre meros espectadores, educados mediante los mensajes de los medios de información, para concurrir el día de la elección a optar por uno de los dos candidatos que el establishment ha propuesto. Para una comprensión más profunda y detallada deberé a proponer, en otra nota, una lectura con más análisis del pensamiento de Walter Lippmann.

[1] Abogado y sociólogo de la Universidad de Buenos Aires y Doctor en Derecho de la misma universidad y de la Universidad de Chicago (EE.UU.), con estudios post-doctorales en el Balliol College de la Universidad de Oxford (Reino Unido). Profesor de Teoría Constitucional y Filosofía Política en la Universidad Torcuato Di Tella y de Derecho Constitucional en la Universidad de Buenos Aires.

[2] Político y jurista hispano-argentino, doctorado en la Universidad Complutense de Madrid; Profesor Titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona; accedió a cargos políticos: Concejal del Ayuntamiento de Barcelona; Diputado de Barcelona en el Congreso de los Diputados.

Este artículo se publicó primero en Kontrainfo.com

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