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Análisis

¿Vivimos ya bajo un régimen totalitario?

La Europa que se está construyendo ante nuestros ojos se parece cada vez más al comunismo que dominó la Europa del este durante la Guerra Fría.

Ryszard Legutko pasó más de la mitad de su vida viviendo bajo el régimen comunista de su Polonia natal. Nacido en 1949, formó parte de un grupo disidente que publicaba un samizdat. Tras la caída del comunismo se centró en su tarea intelectual: Legutko es profesor de filosofía en la Universidad Jageloniana en Cracovia. Pero seguía vivo en Legutko el gusanillo de la política y en 2005 fue elegido senador en Polonia, llegó a ser ministro de Educación en 2007 y desde 2009 ha sido diputado del Parlamento Europeo. Una trayectoria singular que le aporta una visión en profundidad tanto de la vida bajo un régimen comunista como de las instituciones europeas.

Leyendo a Legutko, uno esperaría encontrar un decidido defensor de la construcción europea, en oposición al comunismo, que hubo de sufrir y que combatió asumiendo un importante coste personal. Pero no es así. En su libro Los demonios de la democracia, Legutko sostiene algo francamente atrevido: en realidad la Europa que se está construyendo ante nuestros ojos se parece cada vez más al comunismo que dominó la Europa del este durante la Guerra Fría.

Una afirmación polémica que Legutko razona con argumentos que no se pueden despreciar sin más.

En síntesis, argumenta, tanto nuestras activistas y justicieras democracias (lo que en Estados Unidos califican como “woke democracy”) como los sistemas comunistas son “entidades unificadoras que dictaminan  cómo pensar, qué hacer, cómo valorar los sucesos, a qué aspirar y qué lenguaje se puede usar. Ambas tienen sus propias ortodoxias y sus modelos de ciudadano ideal”. Se trata de algo muy similar a lo que ya vivió en el bloque comunista, donde “se esperaba de uno que fuera indistinguible en palabras, pensamientos y obras de los millones de otros ciudadanos de los regímenes comunistas”, imponiendo una uniformidad “comunistamente correcta”.

Tras echar las campanas al vuelo a finales de los 80 del siglo pasado, Legutko fue descubriendo durante la siguiente década que en la recién disfrutada nueva democracia liberal “se iba estrechando significativamente el área de lo que era permisible”. ¿Cómo era esto posible?

Empieza nuestro autor por la visión de la historia. La comunista nos ofrece una larga lucha en la que se suceden etapas que llevan a la humanidad hacia el comunismo, constituido en culminación de la historia. Cualquier oposición a este proceso es estúpida, pues este progreso hacia la sociedad comunista es inevitable, y dañina para la humanidad. Para avanzar hasta la sociedad ideal comunista, esta ideología debía penetrar en todas las áreas de la vida: todos debían implicarse en la “construcción del socialismo”.

Ahora cambiemos “comunismo” por avance de la libertad y de la igualdad y veremos que los mecanismos de esta visión progresista de la historia son equivalentes. También quien se opone a la misma es malvado o estúpido o ambas cosas a la vez, también la victoria es inevitable, también todos los aspectos de la vida deben de ser penetrados por esta ideología. Del mismo modo que en el comunismo, señala Legutko, “todo aquello que existe en una sociedad debe convertirse con el tiempo en liberal-democrático y ser imbuido del espíritu del sistema”. Si en el bloque del Este las familias, las iglesias, las escuelas, las comunidades, las asociaciones culturales e incluso los sentimientos y aspiraciones humanos debían ser “comunistas”, ahora deben ser “democráticos”.

Con el corolario obvio y compartido: “una vez se lanza al basurero de la historia a tus oponentes, cualquier debate con ellos es absurdo y superfluo”. Al fascismo no se le discute, se le combate, escuchamos cada vez con mayor frecuencia.

No estamos ante un vago problema teórico, sino ante algo que incide en nuestras vidas cotidianas. Lo que descubre Legutko con horror es que, en Occidente, estamos cada vez más expuestos a una omnipresencia de la ideología dominante que “permea las vidas públicas y privadas, emana desde los medios, los anuncios, las películas, el teatro y las artes visuales, se expresa a través de lo que se nos presenta como el “sentir común” y de unos descarados estereotipos, y mediante los currículos educativos, desde el parvulario a las universidades”. Vamos, de modo muy parecido a lo que vivió en la Polonia comunista.

Además, su experiencia en el Parlamento europeo acaba de confirmarle en sus sospechas. Allí, Legutko puede contemplar en directo una élite que se considera agraciada con una especial iluminación y que no solo se considera, sino que de hecho se coloca en muchas ocasiones por encima de lo que expresan los electores: “Aquí encontramos una réplica del conocido patrón de conducta que encontramos en la teoría y la práctica del comunismo. Por un lado está el partido, que sabe cuál es el objetivo final del socialismo, se identifica con él completamente y entiende la necesidad de su existencia; por el otro está la gente real que no comprenden plenamente lo que es mejor para ellos y que deben ser guiados con firmeza hacia el objetivo final a pesar de sus resistencias”.

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Más pruebas: la politización de la vida en una escala desconocida previamente, común al comunismo y a nuestras actuales democracias liberales, la “creciente intrusión de la política en los más pequeños espacios de nuestra vida”. Todo tiene significación política: un inocente chiste bajo un régimen comunista, el modo en que tiramos la basura o las palabrotas que usamos en momentos de cólera en nuestras activistas democracias. O unas leyes que ya no son “ciegas”, sino que modulan las penas en función al grupo al que pertenece el criminal: si bajo el régimen comunista ser burgués era ya una suposición de crimen, en nuestras feministas democracias ser varón supone enfrentarse a una especie de presunción de culpabilidad y a penas agravadas.

Todo ello va creando un tipo de personaje con el que estaban acostumbrados a convivir en la Polonia comunista y que Legutko ve aparecer ahora también entre nosotros: “la atmósfera que el sistema produce es particularmente eficaz para crear un cierto tipo de mentalidad: la del moralista, el comisario y el informador, todo en uno. En el primer sentido, este tipo de persona puede creer que realiza algo particularmente valioso para la humanidad; en el segundo, la situación le ayuda a desarrollar un sentido de poder de otro modo inalcanzable para ella, por último, a menudo no puede resistir la tentación de abandonarse a un bajo deseo de hacer daño a los otros impunemente”. Retrato psicológico de cierto tipo de personaje que prosperaba bajo los regímenes comunistas y que vemos florecer en feministas, ecologistas y otros predicadores laicos de nuestros días.

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Por último, se detiene Legutko en la actitud ante la religión. Refiriéndose a los comunistas, escribe que su actitud refleja “por una parte, una profunda hostilidad, a menudo acompañada por un intenso deseo de un mundo en el que la religión sería borrada de un plumazo: por la otra, el deseo de que el socialismo se convierta en la forma genuina de religión en el sentido de que satisfaga las necesidades, sueños y deseos de modo similar al que la religión realizaba”. ¿No encontramos una actitud análoga en las ideologías que hoy se nos presentan como vitales para el “avance” de la democracia?

Concluye Legutko con una apreciación que merece ser tenida en cuenta: “Contrariamente a lo que mucha gente pueda pensar, el moderno mundo liberal-democrático no se desvía mucho, en muchos aspectos importantes, del mundo soñado por el hombre comunista y que, a pesar de enormes esfuerzos colectivos, no consiguió construir desde las instituciones comunistas. Existen diferencias, por supuesto, pero no son tan grandes como para que las acepte agradecido e incondicionalmente alguien que ha tenido experiencia de primera mano de ambos sistemas y que ha pasado del uno al otro”.

Toda una provocación y una llamada a mirar sin miedo la realidad.

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