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Historia

Las Memorias de Alfonso de Borbón, duque de Cádiz, y el legitimismo monárquico

Haciendo tabla rasa de los imperativos de la conciencia, del Decálogo y de la moral cristiana, la Revolución sitúa al hombre ante un vacío trágico.

S.A.R Don Luís Alfonso de Borbón, duque de Anjou, durante su visita al Museo Carlista de Madrid

En 1989, año del fallecimiento de D. Alfonso de Borbón y Dampierre, duque de Cádiz, la editorial francesa Perrin publicó el libro “Le duc d´Anjou m´a dit”, editado en español al año siguiente por Ediciones B, S.A con el título “Las Memorias de Alfonso de Borbón, en colaboración con Marc Dem”.

Las “Memorias” de quien hasta su fallecimiento era duque de Anjou y cabeza de la rama mayor de los Borbón, pasaron bastante desapercibidas para la opinión pública, y también para los círculos tradicionalistas patrios, habitualmente poco interesados en los avatares de la “rama usurpadora” de la familia real española.  Sin embargo, se trata de un libro notable, que permite descubrir la personalidad y pensamiento político del número uno en la sucesión de los Capetos, cuyos planteamientos en torno a la monarquía coinciden en muchos aspectos con los sostenidos por el Carlismo, aunque en su caso se refieran a la monarquía francesa, de la que se consideró legítimo heredero.

UNAS MEMORIAS INTERESANTES Y POCO CONOCIDAS

Las “Memorias”, de amena e interesante lectura, relatan los avatares biográficos de su protagonista, pero dejan también entrever su pensamiento político. Así, por ejemplo, en distintas páginas, considera que Fernando VII destruyó la ley sucesoria  con la aprobación de la Pragmática de 1830 que privó de sus derechos al infante Don Carlos María Isidro; habla de “mis vandeanos” que lucharon contra la Revolución; considera que la Constitución española del 78 “debilita de manera sensible la noción de reino”; acepta la Ley de Sucesión española de 1947 porque “restablecía un reino católico, era válida y parecía útil al bien común del país”; o declara su admiración por Franco “ese gran hombre de España por el cual sentía una admiración que a veces se me reprochó, pero que he conservado a través de los años”.

Resultan interesantes sus precisiones sobre la monarquía hereditaria y sobre la legitimidad basada en las normas sucesorias de la Casa de Borbón, que hacen pasar los derechos “de varón a varón por orden de primogenitura, con exclusión perpetua de las mujeres y los descendientes de las mujeres”, y que eran de aplicación estricta en la corona francesa.

En el caso español, la ley sucesoria establecida por Felipe V como un contrato entre la Casa de Borbón y España, en la Pragmática Sanción de 1713, difería parcialmente, al ser nombrada semisálica por reconocer la sucesión por vía femenina en caso de que la descendencia de Felipe V por los varones se extinguiera. Por eso, a diferencia de la ley francesa, clara y rotunda, la de España ha resultado históricamente compleja y dependiente del acuerdo de las Cortes.

En función de estos principios que rigen la sucesión en la monarquía francesa, Don Alfonso considera sus derechos resultado de una cadena que pasa del Conde de Chambord -nieto de Carlos X de Francia y último Pretendiente al Trono-, a la rama carlista de la familia real española, representada primero por D. Juan de Borbón y Braganza, luego por su hijo Carlos de Borbón-Austria-Este (Carlos VII), después por el hijo de este, Don Jaime de Borbón-Parma, y más tarde por D. Alfonso Carlos (hermano de Carlos VII y tío de Don Jaime, que murió sin hijos).

Al producirse la extinción de la rama carlista a la muerte del anciano Alfonso Carlos, y con ella la de los descendientes del segundo hijo de Carlos IV, los derechos conforme a las normas de la Casa de Borbón habrían pasado a Alfonso XIII, heredero de la rama descendiente del infante Francisco de Paula (tercero de los hijos de Carlos IV), por vía de su abuelo Francisco de Asís (esposo de Isabel II).

La cadena seguiría después, según esta estricta norma sucesoria, por su padre, Don Jaime de Borbón y Batemberg, por él mismo, y llegaría en el presente a Don Luis Alfonso de Borbón Martínez-Bordiú, actual duque de Anjou, cabeza de la dinastía de los Capetos y legítimo heredero al Trono de Francia.

Una cuestión interesante, que D. Alfonso no deja de puntualizar, es que, según las leyes francesas, el rey no es propietario de su corona. La recibe por derecho consuetudinario, y su sucesor la recibe a su vez, después de su muerte, en virtud del mismo derecho. “El poseedor de la realeza no puede pues legarla a quien quiere, como tampoco la lega en herencia a su sucesor legítimo…El rey tiene su poder por su derecho de primogenitura y no por su padre o su predecesor…llega al trono no por su padre, sino en virtud de la ley”.

Esa es una de las razones por las que un rey no puede renunciar al derecho de sus descendientes. Ello explica, por ejemplo, la no aplicación para sus descendientes de las renuncias de Felipe V, o del propio Carlos VII, al Trono de Francia.

EL TESTAMENTO POLÍTICO DE DON ALFONSO COMO DUQUE DE ANJOU

Pero si todas estas disquisiciones sucesorias resultan interesantes, es el capítulo final de las “Memorias”, titulado “El Príncipe no muere jamás” el que constituye una suerte de testamento político o legado doctrinal del entonces duque de Anjou. Su contenido merece ser leído, y aunque, dada su extensión, no puedo reproducirlo aquí, entresaco a continuación la parte más sustanciosa del mismo:

No soy el jefe de un partido que se llamaría monárquico o legitimista. No soy un “pretendiente”. Pero esto no significa que los círculos que me apoyan y militan por la causa del legitimismo sean devotos conservadores, ni que sus esfuerzos se limiten a esbozar sin fin árboles genealógicos. Ni para ellos ni para mí la monarquía es una realidad muerta a enterrar en las suntuosas mortajes de la Historia.

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Los franceses han conocido en los dos últimos siglos todo tipo de regímenes: primero se aficionaron y luego se cansaron de los mismos. Tal vez optarán un día por volver a lo que constituyó la grandeza y la gloria de nuestro país.

El régimen presidencialista de la V República quizás responda a una nostalgia o disposición, en todo caso, a ser gobernado solo por uno: es el sentido del término monarquía. Pero la realeza es de otra naturaleza. La monarquía da al Estado su estabilidad y garantiza su continuidad. En el régimen republicano la preocupación de ser elegidos y luego reelegidos condiciona en gran parte las elecciones y las actitudes de los hombres políticos. ¡Y qué decir de la alternancia, que conduce a deshacer, de una legislatura a la otra, lo que habían hecho las precedentes!

Los franceses se dan cuenta también de los asuntos dejados prudentemente en el tintero por los sucesivos gobiernos, temiendo la impopularidad de las soluciones que deberían adoptarse (deuda pública, pensiones, reforma de la administración pública…). No, no es descartable que un día les invada el deseo de volver a la experiencia contrastada de la monarquía hereditaria, exenta de sus torpezas congénitas, aunque no esté libre de todo defecto.

El rey es el rey de todos los ciudadanos, mientras que el presidente de la República, haga lo que haga, es el jefe de un partido, obligado a apoyarse en un o unos partidos determinados, sin los que corre el peligro, no solamente de no renovar su mandato, sino de no llevar a término el que le ha sido conferido.  

Mi objetivo no es el poder, y jamás he tratado de alcanzarlo. Evito cuidadosamente cualquier parecido con un jefe de partido, ya que el principio que encarno es un principio de unión y de reconciliación. Todo partido significa una división; lo que divide, separa. Si no me mantuviera al margen del conflicto, cometería un error.

¿Cuál es entonces mi utilidad, las razones para ocupar un rango? No se trata en mi caso personal de satisfacer una ambición, sino de cumplir con un deber. La única razón de ser de la familia de la que provengo es la de servir, y ha cumplido con su deber durante más de ochocientos años. Las generaciones pasan, el principio que encarnamos no morirá jamás. Mi única misión es conservarlo.

En nombre de esta misión y este deber, estimo tener el derecho a recordar a los franceses su tradición y su historia. Es, por el momento, la única tarea que debo cumplir. Mi futuro personal no me preocupa, pero si el de Francia, el de Europa y el de la Cristiandad, en suma, el de la Civilización Occidental.

¿Puede morir una Civilización? La Historia no nos ofrece al respecto respuestas tranquilizadoras. Abundan hoy los signos de decadencia. ¿De dónde viene y de cuándo procede el debilitamiento de los valores y el declive? De la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamados por la Revolución. Sus diecisiete artículos comprenden para muchos las más generosas intenciones. Adolecen, no obstante, de un vicio irremisible. Si el preámbulo de Mirabeau, en la primera declaración, la de 1789, hace todavía una fugaz referencia al “ser Supremo”, Dios es deliberadamente rechazado por esta frase: “el principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación; ningún cuerpo, ningún individuo, puede ejercer autoridad que no emane categóricamente de la misma”.

Desplazamiento ontológico cargado de consecuencias. La sociedad va, por el mismo hecho, a la deriva, no sintiéndose ya obligada por la soberanía divina, escapando a la ley natural, que se inscribe en lo más profundo del hombre y no en el decreto de las urnas. Hasta el extremo que la divergencia se irá acentuando hasta autorizar el asesinato de los más débiles, es decir, de los niños antes de nacer. ¿No es doloroso que el RU-486, llamado por el profesor Lejeune “el primer pesticida de utilización humana” sea un invento francés? ¿Acaso nuestra nación, cuya historia atestigua que ha aportado al mundo las cosas mejores, como hija primogénita de la Iglesia, está condenada en lo sucesivo a dar lo peor?

Haciendo tabla rasa de los imperativos de la conciencia, del Decálogo y de la moral cristiana, la Revolución sitúa al hombre ante un vacío trágico que se esforzará en llenar mediante una proliferación de leyes positivas que fijan con detalle los límites a la libertad que proclama. De modo que la soberanía arrancada a los dirigentes naturales, actuando “en nombre de Dios”, ha sido embusteramente conferida al pueblo.

Francia debe incluir en sus próximos objetivos a la restauración de los valores esenciales, que transmitió al resto del mundo, en el papel desempeñado en el pasado.

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Puede leer:  Memoria carlista en el valle del Ebro

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Otro objetivo a alcanzar es la unión de las fuerzas de la nación. La solución pasa por el olvido de las discrepancias políticas, heredadas también de la Revolución llamada francesa. Fue entonces cuando las posiciones se endurecieron, al tiempo que se politizaban cada vez más, con el principal objetivo de constituir partidos para la conquista del poder.

Hay otra vía posible que las alternativas derecha e izquierda o liberalismo desenfrenado o socialismo doctrinario.  Hay que descubrirla en las profundidades de nuestra tradición y de nuestra historia.

Pero nuestras sociedades se encuentran sobre todo debilitadas por otros virus, los de la disgregación: la religión, la moral, el sentido del deber y del sacrificio experimentan una regresión, aunque paralelamente el progreso técnico haya llevado al hombre a pisar la luna. ¿Pero de qué le sirve la conquista del espacio si pierde su alma? Lo que cuenta por encima de todo, es el espacio interior, que debemos reconquistar.

¿Y qué ventaja supone para una nación ganar la batalla económica, si pierde su identidad? Debemos enfrentarnos con un doble problema: construir Europa, ya que en nuestros días toda potencia de menos de cien millones de habitantes deja de serlo, y rechazar la nivelación, que empieza siempre por su nivel inferior.

Volvamos a la restauración de los valores que han fundado nuestras sociedades, y que los mitos revolucionarios, que prosperan, continúan destruyendo. 

Con esta esperanza, no podría expresar mejor mi determinación que con las palabras de Enrique V, en su manifiesto de Frohsdorf: “Mantengo pues mi derecho que es la mayor garantía para los vuestros y, tomando a Dios como testigo, declaro a Francia y al mundo entero que, fiel a las leyes del reino y a las tradiciones de mis antepasados, conservaré religiosamente hasta el último suspiro el depósito de la monarquía hereditaria, cuya custodia me ha confiado la Providencia, y que es el único puerto de salvación donde, después de tantas tempestades, esta Francia, objeto de todo mi amor, encontrará fielmente el reposo y la felicidad”.

SU LEGADO

El 30 de enero de 1989 moría D. Alfonso de Borbón en un trágico e inexplicable accidente en una estación de esquí en Estados Unidos. Con ello desaparecía a quien su biógrafo, José María Zavala, llamó “el Borbón non grato”, entre la curiosidad morbosa de la prensa del corazón y el desinterés de la clase política y de los ambientes monárquicos. Incluyo en ellos a los carlistas, que en aquellos años aún se debatían entre la lealtad a Carlos Hugo de Borbón-Parma, abandonando sus principios de siempre, o la fidelidad al viejo cuatrilema de Dios, Patria, Fueros y Rey.

La figura de Don Alfonso de Borbón, duque de Cádiz y, especialmente, duque de Anjou, merece el recuerdo y el reconocimiento a quien supo asumir el deber histórico que la Providencia le había asignado como sucesor de los reyes de Francia.

Su testamento constituye un testimonio de lucidez sobre lo que significa la verdadera monarquía y sobre la obligación de los príncipes.

Luís Alfonso de Borbón Martínez-Bordiú, único hijo sobreviviente de Don Alfonso, encarna hoy la sucesión legítima al trono de San Luís, como duque de Anjou y cabeza de la rama mayor de la dinastía de los Capetos.

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El testamento político de su padre le sirva siempre de guía, para seguir representando una Causa -la de la lucha contra la Revolución y la restauración del orden social cristiano- que el legitimismo francés comparte con el Carlismo.

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