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La Jerarquía Eclesiástica y el auge de los extremismos de derecha

Primero fue la aceptación de la democracia liberal -con todo el bagaje de ideas roussonianas que la acompañaban-, y después el coqueteo con el socialismo o la bajada de la guardia frente a ideas como la revolución sexual y la liberación femenina, el evolucionismo, el divorcio y los nuevos modelos de familia, el mundialismo y un largo etc.

Primero fue la aceptación de la democracia liberal -con todo el bagaje de ideas roussonianas que la acompañaban-, y después el coqueteo con el socialismo o la bajada de la guardia frente a ideas como la revolución sexual y la liberación femenina, el evolucionismo, el divorcio y los nuevos modelos de familia, el mundialismo y un largo etc.

El gran filósofo y pensador tradicionalista Rafael Gambra solía repetir que las corrientes políticas y convulsiones sociales del siglo XX -totalitarismos comunista y nacional-socialista incluidos- no eran más que “la espuma de la ola que rompió en el siglo XIX”. Una afirmación que permanece sustancialmente válida para este primer tramo del siglo XXI, en el que no ha habido más cambio que el desarrollo hasta sus últimas consecuencias de esos mismos principios que rompieron como una ola en la Revolución Francesa, si acaso con la única novedad de su globalización, posibilitada por la revolución digital y el progreso tecnológico, que ha dado dimensión planetaria a los fenómenos sociales.

Acosado el orden social cristiano que había imperado por siglos en la cultura occidental, el magisterio de la Iglesia, por pluma de sus Pontífices, respondió levantando el edificio majestuoso de su doctrina social, reivindicando las líneas arquitectónicas de lo que se conoce como Derecho Público Cristiano. En memorables encíclicas de papas como Pio IX, León XIII, San Pío X y sucesivos pontífices, no sólo se condenaron los errores del liberalismo y sus secuelas, sino que se establecieron para siempre los principios del orden social cristiano, derivados tanto de las verdades evangélicas como de los postulados del Derecho Natural. Doctrina, pues, invariable, por la autoridad magisterial con la que fue propuesta, por su continuidad con la Tradición de la Iglesia, y por su carácter no contingente sino doctrinal.

Quedaron así establecidos para siempre los deberes de religión del hombre, y también de las sociedades y los Estados, los derechos de la Verdad sobre los del error, la distinción y colaboración debidas entre la Iglesia y el poder civil, la primacía del Bien Común, la inviolabilidad de la dignidad humana, los principios sociales de subsidiariedad y totalidad, la virtud religiosa del sano patriotismo, el perfil de la verdadera libertad frente a sus falsificaciones, los derechos de la familia y los cuerpos sociales naturales etc etc.

La Jerarquía eclesiástica, en distintas oportunidades y en la medida que la ocasión lo requería, recordaba y defendía estos principios, que constituían la salvaguarda no sólo del orden social cristiano, sino también de toda justicia y libertad social frente a los riesgos unas veces del totalitarismo estatal y otras del libertinaje y la anarquía.

Un siglo largo de batallar, batiéndose en retirada frente a los avances de la Revolución, pareció agotar las energías de los pastores, que poco a poco fueron abriendo las puertas a los mismos principios que combatían, en la esperanza quimérica de poder domesticarlos o aplacarlos en su insaciable voracidad.

Primero fue la aceptación de la democracia liberal -con todo el bagaje de ideas roussonianas que la acompañaban-, y después el coqueteo con el socialismo o la bajada de la guardia frente a ideas como la revolución sexual y la liberación femenina, el evolucionismo, el divorcio y los nuevos modelos de familia, el mundialismo y un largo etc que llega hasta nuestros días, en los que la jerarquía eclesiástica parece haberse subido con entusiasmo a las proclamas del cambio climático, el pluralismo y la diversidad, e incluso a algunos ribetes de la cultura Woke de revisionismo histórico y perdón por el pasado “constantiniano”.

Los pronunciamientos de la jerarquía eclesiástica, a sus distintos niveles, respecto a todas estas cuestiones resultan demasiadas veces indiferenciables de los procedentes de los círculos de la corrección política y de los poderes transnacionales que la controlan.

Si bien todo este conjunto de tomas de posición ante los más diversos temas, que ha ido transparentando esa mimetización con el mundo moderno, no se ha proclamado con la solemnidad de los grandes documentos magisteriales, sino en el tono mucho más banal de declaraciones papales, documentos de Conferencias Episcopales o cartas del diocesano de lugar, constituyen en su conjunto un evidente cambio de orientación en lo que hasta hace unas décadas constituía la doctrina católica sobre el orden político y social.

No solo no hay ya condena de los errores del mundo moderno -a pesar del carácter gravemente anticristiano e incluso abiertamente contra natura de muchos de ellos- sino que se aprecia incluso una cierta aspiración de algunos eclesiásticos a convertirse en una instancia de armonización y conciliación, canalizadora de las ideas del nuevo progresismo que suavice confrontaciones o tensiones.

La Iglesia se erige así en poder moderador, centrismo que evite radicalismos y plataforma de consensos que permita un común denominador, un nuevo pacto social. Empezando por el terreno estrictamente religioso, donde la unión de las religiones monoteistas, al menos en la acción humanitaria y la proyección social, se ve como un nuevo ideal frente a la increencia o el abierto rechazo de toda trascendencia.

A tal extremo ha llegado la situación, que los detentadores de aquellas ideas de los grandes documentos magisteriales del siglo XIX y primera mitad del XX, los que han permanecido fieles a la Doctrina Social de la Iglesia, por entender que esta contiene verdades inmutables, son considerados extremistas, radicales, elementos incómodos y que desdibujan el rostro deseado de la nueva Iglesia. Sus planteamientos son desautorizados, sus obras sofocadas o silenciadas, sus protagonistas apartados y descalificados, sometidos -a su manera- también a un “cordón  sanitario” por parte de sus mismos pastores.

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María Teresa Compte señalaba cándidamente en el ABC en una reciente columna de análisis de las elecciones francesas lo que son hoy los postulados políticos básicos de esa nueva actitud jerárquica, ganada ya sin fisuras por el modernismo o liberalismo: “Sabido que los partidos confesionales son una fórmula periclitada, que el pluralismo de las mediaciones políticas es clave en las relaciones cristianismo-política y que no existen identificaciones posibles entre la fe cristiana y los programas de los partidos políticos”…

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No se presentan estas afirmaciones como sostenidas por algunos y sujetas al público debate, sino que se dan por sentadas, son postulados “sabidos”, es decir, posturas que la periodista asume que son compartidas por todos y que constituyen por tanto, por así decirlo, “puntos de partida”.

Brillante resumen del camino recorrido. La Iglesia hoy no quiere partidos que se declaren católicos ni en sus principios, ni en sus programas ni en sus miembros o dirigentes. No aspira tampoco ya a la unidad en la Verdad, sino al pluralismo en la diversidad (es decir, al relativismo). No pretende “leyes cristianas” -que sería un abuso de parte-, sino leyes respaldadas por la mayoría y democráticamente promulgadas.

Arrumbados los principios de la Doctrina Social elaborada y predicada durante más de un siglo, la jerarquía de la Iglesia, en su mayor parte, asume ahora la urgencia de un nuevo consenso que ha acabado de hacer suyos los postulados del liberalismo que otrora condenó.

La desaparición de lo que queda de cultura cristiana en las naciones occidentales, pero también de lo que queda de conquistas sociales aportadas por la Civilización Cristiana, es el corolario inevitable de esta transmutación de la actitud ante la política y el orden social de la jerarquía eclesiástica. La desaparición del compromiso matrimonial, la pornografización de la sexualidad, las prácticas antinatalistas y el aborto, la violencia de género, el control político de la educación, la manipulación y la ingeniería social, la eutanasia y la banalización de la vida, el abandono de los templos y la práctica religiosa y tantas otras cosas que caracterizan a nuestro tiempo, y por las que tantos eclesiásticos se llenan de lamentaciones -sobre todo cuando afecta a su estatus social o al bolsillo- no son más que las consecuencias de esa alegría suicida con la que se han abandonado los principios inmutables en pos de las grandes causas de la fabulación progresista.

¿Se preguntan ustedes por qué no hay políticos ni política católica? ¿Por qué las ideas que han construido la Civilización Occidental avanzan hacia la irrelevancia social? ¿Por qué el futuro se dibuja con los contornos de una nueva época bárbara?

Los que se oponen a esta tarea de verdadera deconstrucción de la cultura occidental, llevada a cabo con la mejor técnica gramsciana, lo hacen a la intemperie y sin protección jerárquica alguna, desamparados e incluso atacados por el “fuego amigo”, considerados apestados indignos de participar en el convite de la modernidad.

Por eso algunos ambientes eclesiásticos consideran “preocupantes” algunos acontecimientos y tendencias de voto, como hemos visto recientemente a propósito de la nación vecina. En Francia, según la columnista de ABC, “los católicos han pasado de votar a los republicanos en un 55% a apoyar a la extrema derecha (sic) en un 40%. Los analistas hablan…de la recomposición del catolicismo francés y de la reivindicación pública de la identidad cristiana”. Y concluye: “hay algo no resuelto que late en el fondo de lo sucedido en Francia, y que algunos están interesados en resucitar en España… En realidad, tiene que ver con facilitar que el cristianismo se convierta en el escabel de las fuerzas políticas antiliberales y antieuropeas. El pensamiento reaccionario…sabe como tentar a algunos católicos para que estos acaben confiando en las estructuras políticas como garantías de la identidad de lo cristiano”.

Al contrario que el llamado humanismo cristiano, contagio del liberalismo que reduce la fe al seno de las conciencias y circunscribe su impacto al interior de la comunidad de vida cristiana, parece que los católicos franceses empiezan a echar en falta la identidad cristiana que configuró su nación como “Hija predilecta de la Iglesia”. Y ello aunque personalmente no sean practicantes.

Otro tanto empieza a apreciarse en España con el renacido interés por el Carlismo o el auge de Vox.

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Hoy son muchas las jerarquías eclesiásticas que califican de populistas y extremistas de derecha a los que se resisten al acomodamiento, y animan a su aislamiento, haciendo coro con los grandes medios de comunicación y quienes los controlan.

Llegará, sin embargo, un día, para su desconcierto y sonrojo, en el que entenderán que en esos extremistas y populistas aferrados a la tradición cristiana de las naciones europeas, malheridos, mancillados y vilipendiados, eran esa exigua minoría capaz de salvar toda una entera Civilización.

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