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Carlismo y posibilismo

Un artículo reciente sobre el Carlismo y los compañeros de viaje ha suscitado de nuevo el viejo debate sobre el posibilismo.

Mientras que la gran mayoría de los lectores han coincidido con las tesis del autor, unas cuantas reacciones han vuelto a condenar cualquier tipo de colaboración con fuerzas afines -esos “compañeros de viaje” a los que se refería el artículo-, aduciendo la maldad intrínseca de cualquier actitud que no defienda la integridad de los postulados tradicionalistas y, consiguientemente, vertiendo sospechas o acusaciones contra quienes propugnan -propugnamos- la posibilidad de colaboraciones orientadas al bien común, si quiera sea puntuales, más allá del terreno acotado del Tradicionalismo.

El artículo en cuestión no trataba de hecho sobre el posibilismo como cuestión doctrinal, aunque sus detractores hayan querido ver en ello el meollo del escrito. Suscitan así una cuestión que ha estado presente en el Carlismo repetidamente, causando no pocas fricciones y divisiones internas.

Vaya por delante que, en lo que se refiere al autor del citado artículo, el debate se considera positivo y enriquecedor, si ello supone salir de la molicie mental y la repetición rutinaria de las mismas ideas. Mejor proponiendo y disintiendo, que bostezando o emulando al papagayo.

Por otra parte, supongo que estamos de acuerdo en que no pretendemos que estemos todos de acuerdo en todo. Discrepar en cuestiones accesorias es hasta saludable, y no debería considerarse un atentado contra la unidad en lo fundamental. Claro que para ello hay que aceptar que no todo es fundamental y que el núcleo de verdades políticas no negociables es relativamente pequeño (de hecho, resumibles en un cuatrilema).

Por lo demás, una vez planteada la cuestión del posibilismo, me parecen oportunas un par de reflexiones:

La primera, es que confieso que, en casi todos los aspectos de mi vida, soy posibilista. Lo soy en el ejercicio de mi profesión, en la mujer con la que me he casado, en la educación de mis hijos, en la forma de pasar mis vacaciones, en el coche que me compro o la casa donde vivo… En todas estas cuestiones, y una larguísima lista más, conozco el ideal, pero acepto las imposiciones de la realidad, que me lleva a procurar el bien…dentro de mis posibilidades.

No entiendo por qué en política las cosas habrían de ser de otra manera y tendríamos que regirnos por un principio -el de “todo o nada”- que no es el que aplicamos para el resto de las decisiones de nuestras vidas.

La segunda, es que la pureza ideal, el resplandor de la verdad incontaminada y la perfecta coherencia pertenecen al mundo de los principios doctrinales, no al de la política o la estrategia, que debe estar gobernada por la prudencia política y no por la intransigencia. Y ello es así, por paradójico que pueda resultar a algunos puritanos, porque esa es la verdadera doctrina católica y tradicional, y no otra.

En su pastoral sobre “La Monarquía Católica” publicada por aquél extraordinario obispo que fue D. José Guerra Campos -al que nadie considerará sospechoso de “liberalismo conservador” – el que fuera obispo de Cuenca resume brillantemente la cuestión[i]:

“La política se realiza en el ámbito de la “Prudencia”. Palabra que no se debe recortar con el sentido que muchos le dan (Prudencia= cautela). Prudencia, como virtud que consiste en la recta elección de los medios (con cautela, con audacia y con todo lo conveniente) para conseguir del mejor modo los fines buenos a que se tiende. Hay que elegir entre los varios medios o formas pensables- el que sirva realmente al bien moral apetecido: que no es el medio óptimo abstracto, sino el que “hic et nunc” (aquí y ahora), en la complejidad de factores y circunstancias, resulta factible; el que realiza el fin con más perfección o con menos perjuicios».

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Y más adelante:

“Cuando, como queda dicho, hay que hacer elección en el ejercicio de la prudencia política, con sus limitaciones e inevitables dosis de ventajas e inconvenientes, ¿cómo se puede emitir un verdadero juicio moral? Naturalmente, es muy fácil apreciar la distancia entre lo hecho y “el ideal”, pero eso no es un juicio moral; eso solo tiene sentido como un recordatorio, un despertador, una exhortación estimulante. Un juicio moral sólo podría versar sobre la distancia entre lo hecho y lo que se debería haber hecho por ser lo mejor factible (sin producir mayores males al hacerlo); tal juicio supone que el juzgador puede establecer, como base de comparación, qué es lo factible, cuál es “hic et nunc” la fórmula válida. Y esto cae esencialmente fuera de la autoridad moral y la competencia de la Iglesia”

Para concluir:

“El derecho y la libertad de predicar el Evangelio aplicándolo a la vida concreta no justifica: dar “opiniones” y juzgar desde ellas y no según la verdadera doctrina católica; juzgar con acritud las deficiencias por comparación con el “ideal” y no con “lo factible”; enjuiciar como exigencias únicas del Evangelio o como contrarios a él actos o decisiones de “prudencia política” que corresponden a la discreción del poder civil; hacer denuncias sin discernimiento, sin base, con maneras injuriosas”.

Hasta aquí la doctrina católica sobre el papel de la prudencia política, la legitimidad de lo factible a pesar de que no siempre pueda coincidir con lo “ideal”, y la improcedencia de emitir juicios morales de maneras injuriosas.

Claro que “lo factible” solo se aprecia cuando se pretende hacer algo, como nos ocurre a todos en las decisiones que tenemos que tomar en nuestra vida diaria. Allí tenemos claro cuál es el ideal, pero también tenemos claro que la mayoría de las veces tenemos que avanzar hacia él por aproximación.

Por eso, en el terreno de la acción -que no el de la doctrina y los principios-, el Carlismo tiene que elegir entre el posibilismo y la inoperancia. Por más que esta última proporcione a algunos una gran seguridad doctrinal.

Lo demás, son ganas de tocar el pínfano.

[i] José Guerra Campos: “La Monarquía Católica”. Boletín Oficial del Obispado de Cuenca, enero de 1976.

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