De no ser la España actual una auténtica escombrera poblada por eunucos físicos y mentales, sería inconcebible la desmesurada reacción -sobrepasando con mucho las normas de cortesía diplomática- de nuestra partitocracia y medios afines para con el fallecimiento de Isabel II, la cual está oscilando entre el ditirambo y el baboseo.
Que Gran Bretaña haya sido nuestro enemigo secular (implicada como estuvo en la independencia de las naciones hermanas de América, a las que después esquilmó y endeudó) o la todavía existencia en pleno siglo XXI de “la vergüenza de Gibraltar” (Julio Ruiz de Alda dixit) parecieran habérsenos olvidado.
Ello por no hablar que esta señora era la “digna” heredera de una estirpe de herejes, parricidas, tiranos, genocidas, ladrones y piratas que ha causado -y sigue causando- indecibles males al mundo, caso de su dominio sobre algunos de los más infames paraísos fiscales de la tierra, empezando por la City londinense.
Y es que lo de las “élites” del Régimen del 78 excede el respeto y la deferencia para caer en la pura y dura sumisión, tal que ocurriría con las autoridades de una colonia con respecto a sus amos de la metrópoli.
Nada extraño si tenemos en cuenta que la clase dirigente española desde el siglo XVIII (con el aterrizaje aquí de los Borbones) y, en especial, desde 1833 (con la puesta de largo del liberalismo) ha aspirado básicamente (salvo gloriosas excepciones) a regir los destinos del país sirviendo a intereses foráneos, bien a los de Francia, a los de Gran Bretaña o a los de Estados Unidos; una clase dirigente (la misma que tiene el cuajo de dedicar plazas a Margaret Thatcher, “la Bruja de Hierro”, en Madrid) a la que el concepto de SOBERANÍA le ha importado siempre un bledo.
Personalmente, tengo claro que se ha ido una de las cabezas visibles de la sinarquía plutocrática, ésa cuyo principal objetivo es sojuzgarnos con su diabólico proyecto globalista -el de la Posthumanidad y el Gran Reseteo-.
Es por ello, pues, que en medio de la pompa y boato con que durante estos días se celebren los funerales de Estado por Isabel II, sea apropiado preguntarse, como hizo Jesucristo en el Evangelio, “¿De qué sirve al hombre, si gana el mundo entero, mas pierde su alma?” (Mateo, 16:23).
Por Ricardo Herreras
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