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Historia

Rendirse al poder del mundo (VIII)

La Iglesia tricéfala

El fracaso de la expedición a Roma que Benedicto XIII había emprendido tras burlar el asedio de cinco años que había sufrido en el palacio pontificio de Aviñón, le trajo funestas consecuencias: el reino de Francia y, en especial, los doctores de la Universidad de París se enfriaban en su entusiasmo hacia su papa cuando le veían errabundo, peregrinando de un sitio a otro… Ni aceptaba la viacessionis (la abdicación) ni conseguía nada por la viafacti (el uso de la fuerza) o por la viaconventionis (la disputa con su rival romano Inocencio VII). También le acusaban de no respetar las libertades galicanas, pues imponía continuamente nuevos y más onerosos impuestos para financiar sus campañas diplomático-militares.

La Universidad de París tomó decididamente cartas en el asunto y abogó ante la corte francesa para que intimase a los dos pontífices a la abdicación. El teólogo Pedro Paoul estableció el principio galicano de que la Iglesia no puede equivocarse, el papa sí. Como Benedicto XIII no había cumplido las condiciones establecidas para la restitución de la obediencia al no abdicar a la muerte del papa romano, había que negarle de nuevo la sumisión… Los príncipes que mangoneaban el gobierno francés por la incapacidad del rey Carlos VI –ataques de locura cada vez más frecuentes-, decidieron escuchar primero a la asamblea del clero, que se inclinó por una solución intermedia: negar la obediencia al Papa Luna en lo temporal (absteniéndose de entregarle tasas e impuestos por los beneficios eclesiásticos) pero aceptando su potestad espiritual. Es decir, Francia lo seguía reconociendo como papa legítimo. El rey aprobó la decisión el 11 de febrero de 1406. 

Llegó entonces la noticia de la muerte de Inocencio VII en Roma. Nepotista hasta la médula favoreció tanto a su sobrino Ludovico Mugliorati, un mercenario que asesinó a los oponentes de su tío, que provocó costosísimos conflictos dentro y fuera de sus dominios. La sede vacante fue una nueva oportunidad perdida para acabar con el cisma. Inmediatamente se eligió al cardenal Angelo Corrario, noble veneciano que tomó el nombre de Gregorio XII, y que se mostró ferviente  partidario de abdicar por el bien de la Iglesia hasta el punto de enviar una carta a Benedicto XIII diciéndole: No es tiempo de disputar acerca de nuestros respectivos derechos, sino de ceder ambos para la utilidad pública. La verdadera madre, como en el caso salomónico, prefiere renunciar a sus derechos antes que la desmembración de sus hijos. Prometía abdicar, si Benedicto hacía lo mismo… 

Pareciera al principio que los deseos de Gregorio XII eran sinceros. Intercambió embajadores con su oponente y llegó a decir: Yo iré a verme  con Benedicto aunque me fuera preciso hacer el viaje solo, apoyándome en un bastón y embarcándome en una simple navecilla. Finalmente, tras arduas negociaciones se estableció el día y la hora del encuentro de los pontífices: el 29 de octubre de 1407  en la ciudad de Savona. Benedicto se apresuró a acudir… En cambio, Gregorio, por influjo de sus nepotes y paniaguados, enemigos de la renuncia, pues podrían perder privilegios, y por las presiones de Ladislao de Nápoles, que temía un nombramiento papal favorable a Luis de Anjou, su enemigo, empezó a enfriar sus ardores para recobrar la unidad perdida. Gregorio XII era ya un anciano venerable y, al decir de sus contemporáneos, no tenía la fortaleza necesaria para resistir las tentaciones que le invitaban a demorar un costoso viaje por tierra insegura, como era Génova, enemiga de su patria Venecia. 

En fin, que Gregorio XII había hablado demasiado y también empeñado su palabra. Emprendió a regañadientes su viaje y, lentamente, para agotar los plazos, se puso en marcha: de Roma a Viterbo hasta llegar a Siena, excusándose de no poder llegar a Savona, lugar del encuentro. El Papa Luna por su parte se puso en camino hasta llegar hasta Porto Venere y el otro viajó hasta Lucca. Estaban a siete leguas de distancia el uno del otro, pero no llegaron a verse ni siquiera por medio de delegados. Verdaderamente trágico.

La cristiandad empezó entonces a indignarse ante esa especie de chusco juego del escondite, ante esa falta de seriedad y de conciencia. La situación de Benedicto XIII empezaba a ser insostenible para sus partidarios en Francia: había sido asesinado en las calles de París el duque de Orleáns, hermano del rey y su principal valedor. Lo había hecho matar el duque de Borgoña, enemigo del papa. Inmediatamente los teólogos de París hicieron un piadoso elogio del tiranicidio… Así las gastan los teólogos a sueldo del poder, antes y ahora. 

Entonces Carlos VI de Francia volvió la espalda a Benedicto y sólo escuchó a sus adversarios. A pesar de que el papa Luna intentó un golpe de mano definitivo para conquistar Roma con la complicidad de su gobernador y la ayuda de la flotilla pontificia y de algunas naves genovesas, Ladislao de Nápoles se le adelantó y sacó de apuros al taciturno Gregorio XII. Quedaba entonces el posible encuentro al arbitrio del tal Ladislao que exigía estar presente en él, rompiendo así el equilibrio de fuerzas y violando la independencia y libertad de los papas para decidir. La via conventionis había fracasado definitivamente.

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En Francia se rasgó públicamente en la corte la bula de excomunión del papa Luna contra los que aceptasen la substracción de obediencia. Los teólogos de París, deseosos de agradar al rey, acusaron a Benedicto de  cismático, hereje, perturbador de la paz y perseguidor de la Iglesia. Finalmente el rey anunció que, mientras durase el cisma, quedaba prohibido en su reino obedecer a ninguno de los dos papas. Así pudo apropiarse las rentas de uno y otro.

Por su parte, el papa Gregorio violentó los términos de su elección nombrando cuatro nuevos purpurados y desequilibró así la paridad de los dos colegios. Sus cardenales, descontentos hacía tiempo por su actitud vacilante en las negociaciones con Benedicto, le abandonaron y huyeron a Pisa en mayo de 1408.

El papa Luna empezó a temer por la seguridad de su persona. Salió de Porto Venere y su flota puso rumbo a Perpiñán, donde había convocado un concilio para el día de Todos los Santos de aquel año. La mayoría de sus cardenales no le siguieron, sino que se reunieron en Pisa a finales de agosto con los cardenales de Gregorio y resolvieron con ellos convocar un concilio allí mismo para lograr la unidad. Mientras tanto, en noviembre comenzó en Perpiñán el concilio de Benedicto, que aprovechó para exponer documentalmente todos sus esfuerzos para lograr la unidad. Hasta tal punto lo hizo que aún ahora es la fuente histórica más importante de la época. Ciertamente, los numerosos participantes (obispos, abades, superiores de conventos, cabildos catedralicios, ordenes militares…) también exhortaron a  D. Pedro de Luna a abdicar, pero sólo consiguieron el envío de una embajada al concilio de Pisa. La situación se complicaba cada vez más…

Los cardenales reunidos en Pisa no se quedaron atrás, pues consiguieron reunir 24 cardenales y cuatro patriarcas, 80 arzobispos y obispos, otros tantos abades, procuradores de más de 100 obispos y 200 abades, muchos representantes de príncipes y universidades y numerosos doctores en teología y derecho canónico. El 15 de marzo de 1409 se abrió el concilio en la catedral de Pisa con toda solemnidad. Como el concilio no lo había convocado ninguno de los dos papas se consideró que la presidencia pertenecía al colegio cardenalicio en su totalidad y su representación recayó sobre el cardenal decano. Pensaban que el derecho les asistía pues había fallado el papa como fundamento de unidad. Era doctrina universalmente aceptada entonces por teólogos y canonistas que el concilio podía juzgar a un papa hereje o simoníaco y deponerlo por contumacia. Así pues, se trataba fundamentalmente de procesar a los dos pontífices y destituirlos. Para ello se constituyó una comisión de instrucción. Los emisarios del monarca alemán, fiel partidario de Gregorio XII, protestaron a favor de su papa. También fueron oídos los embajadores del rey Martín de Aragón y los enviados del mismo Benedicto fueron expulsados a cajas destempladas por presentarse como nuncios del santísimo padre el papa Benedicto XIII. El proceso quiso ser minucioso y duró cuatro meses. Fueron oídos 62 testigos, presencialmente o por escrito. Como este procedimiento perseguía la deposición de los pontífices, se les reprochó la falta de voluntad de cesión. Sobre los dos papas en litigio se hizo recaer toda la responsabilidad de la larga duración del cisma (30 años ya en aquel momento) sin tener en cuenta lo confuso de la situación y la actuación interesada de los príncipes que desbarató muchos intentos de entendimiento. 

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Debemos concluir que los cargos contra Gregorio XII y Benedicto XIII tienen un núcleo de verdad histórica, pero se convierten en exagerados en las acusaciones y en las declaraciones de los testigos. El proceso del concilio de Pisa no iba dirigido a desentrañar la verdad como al principio del cisma, sino a buscar su solución, destituyendo a los dos papas para elegir al que ellos creyesen indiscutido. Los dos pontífices fueron citados reiteradamente al concilio para defenderse. Como es lógico y conociéndoles, ninguno acudió. Finalmente, el 5 de junio fue leída la sentencia ante Simón de Cremaud, patriarca de Alejandría, que se sentaba como juez: como cismáticos y fautores notorios del cisma, como herejes y perjuros obstinados, son excluidos de la Iglesia Gregorio XII y Benedicto XIII y se les sustrae la obediencia, declarándose vacante la sede papal. La sentencia fue suscrita por casi toda la asamblea, y se pasó a la preparación del cónclave para cuya validez se exigió una mayoría de dos tercios por cada obediencia. El 26 de diciembre de 1409 fue elegido por unanimidad Pedro Filargi, franciscano, arzobispo de Milán y legado pontificio para el norte de Italia: Alejandro V. Confirmó las decisiones del concilio, presidió las últimas sesiones y se declaró dispuesto a trabajar por la reforma eclesiástica.

Sin embargo, el papa romano y el de Aviñón seguían vivitos y coleando, apoyados en sus respectivas curias y en sus ahora menguados colegios cardenalicios. La confusión era máxima. La Iglesia ya tenía tres papas enfrentados gracias a la inteligente jugada de unos cardenales traidores a una y otra obediencia.

Benedicto XIII se retiró a Barcelona, protegido por su amigo el rey Martín el Humano y acompañado de S. Vicente Ferrer, fulminando con terribles anatemas a los cardenales traidores. También Gregorio XII hubo de refugiarse en Gaeta por temor a los venecianos, que habían aceptado a Alejandro V, y bajo la protección del ambicioso Ladislao Durazzo, rey de Nápoles, El papa de Pisa, por su parte, apoyaba las pretensiones de Luis de Anjou al trono de Nápoles. Por ello, Luis II atacó los estados pontificios, llegando a conquistarlos con el apoyo de Francia y las tropas del belicoso e influyente cardenal de Bolonia, Baltasar Cossa. Alejandro V se aprestaba a trasladarse a Roma y afianzarse como el papa verdaderamente romano cuando la muerte trastocó sus planes: falleció en Bolonia el 3 de mayo de 1410. Fue el mismo cardenal Baltasar Cossa su sucesor: Juan XXIII.

Así pues, la cristiandad tricéfala yacía maltrecha en una Europa gravemente herida por un cisma lacerante, y por el creciente poder de unos reyes que querían fortalecer sus estados apropiándose descaradamente de las rentas eclesiásticas con la excusa de la substracción de la obediencia. Por ello, la autoridad pontificia había quedado irremediablemente desacreditada: la veneración y el respeto que se tenía al pontífice mermó gravemente al ver el papado dividido entre tres personajes enconadamente enfrentados.

En aquella situación los tres papas necesitaban apoyarse en los reyes y príncipes, pues de ellos dependía que el pontífice fuese reconocido en sus naciones. En consecuencia, los lisonjeaban concediéndoles favores y privilegios inusitados, dando su brazo a torcer para tenerlos de su parte. Contra sus detractores abusaron los papas de anatemas y excomuniones, desacreditando así  estas censuras y haciendo que fuesen públicamente despreciadas. El apego de los papas a su dignidad, su resistencia a renunciar a ella por el bien de la Iglesia, les granjeó fama de egoístas e interesados en perjuicio directo de su pontificia autoridad en favor de los príncipes seculares. Muchos de ellos llegaron a exigir el placet real para la aplicación de los decretos pontificios. Aún ahora, desde Roma se comunica al Ministerio del Interior de España -dicen eufemísticamente que por cortesíael nombramiento de cada nuevo obispo por si hubiese alguna objeción por parte del gobierno. Así pues, todavía el Estado español conserva una especie de discreto derecho de veto. Esto me aseguró a mí personalmente un conocido ministro. Y es que de aquellos polvos, vienen estos lodos… ¿O no?

Custodio Ballester Bielsa, Pbro. – www.sacerdotesporlavida.info

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