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Historia

Rendirse al poder del mundo (XVIII). Evolución del concepto eclesial

A comienzos del siglo XIV, fuertes contrastes y tensiones sociopolíticas amenazaban con romper el equilibrio Iglesia-Imperio que, a través de diversas vicisitudes, se había mantenido durante el milenio en el que la Edad Antigua se convirtió en Medievo. Es en la segunda mitad de éste cuando el indiscutido status Ecclesia-Imperium entrará en una crisis tan violenta que amenazará los cimientos y hasta la existencia misma de la Iglesia como tal. Y fue precisamente el concepto de potestad papal lo que hizo colapsar el statu quo Iglesia-Estado, universalmente admitido hasta entonces, cuya tendencia era la identificación de ambas realidades. El enconado enfrentamiento entre Bonifacio VIII y el rey de Francia resquebrajó definitivamente el precario equilibrio que conservó su validez durante más de un milenio.

Mientras uno pertenecía a la primitiva Iglesia por la decisión de la fe y el signo sacramental del bautismo y vivía en un contexto hostil, el anuncio del Evangelio de la salvación en Cristo y el discurso escatológico (muerte-juicio-infierno-Cielo) eran esenciales. A partir de la paz constantiniana y el fin de la persecución, la posterior tolerancia (religión lícita) y, al final, con el emperador Teodosio, convertido el cristianismo en religión oficial y única el imperio, los obispos se identificaron con los funcionarios del Estado y el Sumo Pontífice adquirió prerrogativas imperiales. Asimismo, el emperador también exigió exige el correspondiente acatamiento en toda la comunidad eclesial. Comienza entonces un proceso de absorción de la Iglesia por parte del imperio y de sus instituciones. Ésta lo aceptó resignadamente, valorando las ventajas que le ofrecía la nueva situación: poder extender su influencia con rapidez, transformándose de pusillus grex (pequeño rebaño) en populus christianus.

Así pues, la Iglesia se transforma en domina, imperatrix… Es el Reino de Dios ya inaugurado, que se desarrolla y extiende hasta los confines del imperio romano. Lo cual se percibe como aquel signo de los tiempos en los que habla Dios mismo. En consecuencia, la Iglesia acaba renunciando a denunciar la intromisión del poder civil en el ámbito eclesiástico y haciéndose cada vez más de este mundo, que aparece ya como el mejor de los posibles para ella.

Durante el primer milenio, el poder político más eficiente -emperadores y príncipes seculares- domina sin discusión una sociedad convertida, con la aquiescencia de la Iglesia, en teocracia imperial primerio y medieval después. Los emperadores y príncipes controlaban la elección del papa, las investiduras para los oficios eclesiásticos y otras gestiones de las iglesias locales.

Sólo al inicio del siglo XI, de la mano movimientos de reforma monásticos secundados en primer término por el papa Gregorio VIII, la Iglesia hallará fuerzas para oponerse a la descarada interferencia del poder civil en sus asuntos. La intención primera era devolver a la comunidad eclesial su justa libertad. Sin embargo, como en toda reacción, no se trataba ya simplemente de recuperar lo que por derecho le pertenecía, sino de desplazar a la autoridad temporal de su papel de guía de la cristiandad. La Iglesia, para tutelar el honor de Dios, pasó a reclamar para sí misma la plena supremacía e intentar ejercerla sobre el poder político. El Pontífice se creyó entonces con el derecho de instituir o deponer reyes y príncipes, declaró los Estados feudos del papa, constituyéndose así en señor feudal de todos los señores de este mundo, que sólo podían ejercer su función mediante el mandato del obispo de Roma.

Esta nueva situación, en la que la autoridad de la Iglesia en su jerarquía se había vuelto predominante y superior a cualquier otra, se aceptó en toda la cristiandad como un orden fuera de toda discusión. La sede apostólica -compartida hasta entonces por otras sedes fundadas por los apóstoles: Antioquía, Constantinopla, Alejandría- se reservó entonces únicamente para la sede romana. Los títulos vicarius Christi y mater Ecclesia pasaron a designar unívocamente al sucesor de Pedro y a la Iglesia romana. Lo que antes pertenecía a toda la congregatio fidelium se aplicará a la jerarquía eclesiástica como contrapuesta al laicado.

Será en el inicio del siglo XIV, cuando este orden constituido entre papado e imperio, entre el sacerdotium y el regnum, cuyo centro de gravedad recae en la jerarquía eclesial, comience a percibirse como insostenible por unos Estados nacionales que van consolidándose a marchas forzadas.

El colapso lo acabó provocando el durísimo enfrentamiento entre Bonifacio VIII y el Rey de Francia, Felipe el Hermoso. El conflicto comenzó en 1296 cuando Bonifacio recordó la prohibición que pesaba sobre los príncipes cristianos de imponer tasas sobre los bienes eclesiásticos, cosa que estaba haciendo el rey para poder llevar adelante la guerra con Inglaterra. Felipe, por su parte, respondió prohibiendo la salida de oro y plata del reino al exterior y la permanencia de extranjeros en Francia, lo que perjudicaba a las finanzas pontificias y los beneficiarios italianos que vivían en Francia. La relación fue deteriorándose cada vez más hasta que, en el sínodo de 1302, el papa decidió excomulgar a todos los que impidiesen la comunicación con el papa, promulgando la bula Unam Sanctam. En ella, la llamada teoría de las dos espadas, símbolo de la división de los dos poderes (civil y eclesiástico), según la cual los dos están en manos del pontífice -el espiritual directamente y el temporal por delegación papal- penetró peligrosamente los mismos fundamentos de la Iglesia.  

“Por las palabras del Evangelio -afirma la Bula de Bonifacio- somos instruidos de que, en ésta y en su potestad, hay dos espadas: la espiritual y la temporal… Una y otra espada, pues, están en la potestad de la Iglesia, la espiritual y la material. Mas ésta ha de esgrimirse en favor de la Iglesia; aquella por la Iglesia misma. Una por mano del sacerdote, otra por mano del rey y de los soldados, si bien a indicación y consentimiento del sacerdote. Pero es menester que la espada esté bajo la espada y que la autoridad temporal se someta a la espiritual… Que la potestad espiritual aventaje en dignidad y nobleza a cualquier potestad terrena, hemos de confesarlo con tanta más claridad, cuanto aventaja lo espiritual a lo temporal… Porque, según atestigua la Verdad, la potestad espiritual tiene que instituir a la temporal, y juzgarla si no fuere buena… Luego si la potestad terrena se desvía, será juzgada por la potestad espiritual; si se desvía la espiritual menor, por su superior; mas si la suprema, por Dios solo, no por el hombre podrá ser juzgada”. 

Felipe el Hermoso, rey de Francia 

Bonifacio VIII seguramente no intuyó que, gradualmente, se había ido perdiendo el sentido católico y universalista del Sacro imperio romano – ideal cristiano de las relaciones Iglesia – y que los estados nacionales, surgidos de esa incipiente demolición, reclamaban una autonomía cada vez más amplia frente a un papado al que se consideraba opresor. La humillación que, finalmente, Felipe el Hermoso infligió al papa Bonifacio por mano de su abyecto esbirro Nogaret, la consiguiente debilidad del papado y su traslado a Aviñón durante más de setenta años, mostraron crudamente la descomposición de aquella Europa unida bajo la autoridad espiritual del papa y con la protección del emperador. 

El arrollador despertar de unos estados nacionales, convertidos ahora en enemigos y rivales, y unos monarcas exclusivamente interesados por fortalecer su poder político-económico en detrimento de cualquier otra consideración, propició la aparición de multitud de leguleyos que conformaron concienzudamente un concepto filosófico absolutista del príncipe y del Estado por encima hasta del mismo papa. ¡Buenos eran ellos!

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Por otro lado, la reforma gregoriana contra las injustas intromisiones del poder civil en el eclesiástico, queriendo acabar con la confusión entre los dos ámbitos, consumó la neta distinción pastores-grex (jerarquía-laicos), acentuando la posición de los primeros en detrimento de los demás. A partir de ahí, empezó la progresiva desacralización del Estado medieval, pues la absorbente primacía de los eclesiásticos los llevó a identificarse con la misma Iglesia, convertida así en un orden hierocrático (gobierno de los clérigos) en cuyo vértice estaba el Sumo Pontífice. Edigio Romano había llegado a afirmar que sólo el papa es quien puede decir iglesia.

Es precisamente en torno al siglo XIV cuando movimientos laicales de corte espiritualista reclaman sus derechos ante el omnímodo estamento clerical. Empiezan a surgir juristas, humanistas, poetas, médicos, que son consejeros reales, diplomáticos y rectores de la universidad, que salen de la pasividad y empiezan a orientar la cultura por caminos menos clericales, pero todavía aún dentro de los postulados doctrinales de la Iglesia.

Puede leer:  La nobleza de Europa en la batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571)

Durante la práctica totalidad del Medievo, la Iglesia -imperatrix et domina- y el papado como su vértice supremo, reivindicaron para sí la función de dirigir el destino espiritual y temporal de la cristiandad, y así fue en general aceptado como un dato de hecho. Esta Ecclesia militans defendió su status de sus enemigos interiores: Los herejes valdenses, cátaros, apostólicos, pobres de Cristo… fueron neutralizados con cierta facilidad pues, a la energía teológica de la Iglesia, se sumaba el fanatismo irracional de unas sectas que se tornaron autodestructivas. Asimismo, para enfrentar a los adversarios exteriores surgieron iniciativas tan populares como las ordenes militares y las cruzadas para liberar Tierra Santa de los musulmanes.

Sin embargo, esas críticas a la Iglesia se aliaron con un poder civil que buscaba ganar independencia frente a ella. Al principio, adoptarán maneras de verdadera reforma evangélica para evolucionar rápidamente hasta llegar a John Wiclif y a Johannes Hus que, con su herética Iglesia espiritual y de los predestinados, abrirán el camino al radicalismo de la Reforma protestante.

Según los primeros reformistas, la Iglesia estaría en la comunión de los santos y no en sus estructuras visibles y jerárquicas, mundanizadas en el ejercicio del poder y en la gestión de grandes riquezas. En estos deseos de interioridad y renovación se atisba ya esa Ecclesia spiritualis, oculta e invisible en el interior de cada cual, en la que Joaquín de Fiori ve un futuro esplendoroso en la llamada edad del Espíritu. En cambio, el movimiento reformista iniciado por San Francisco de Asís permaneció, salvo excepciones, fiel a la Iglesia y a sus pastores.

Guillermo de Ockham

Las críticas más duras contra este orden eclesial, que dominaba sobre la sociedad y la cultura medieval, no iban dirigidas tanto contra los concretos y reales abusos de autoridad del papa, de sus cardenales y obispos, sino contra la estructura visible que la configuraba socialmente. En esa línea de pensamiento, Dante, Marsilio de Padua y Guillermo de Ockham dieron fundamentos teológicos a las aspiraciones de mayor autonomía de las iglesias locales y de reconocimiento del episcopado universal en un nuevo sistema que, regulado por el concilio, sustituyese al papalismo medieval. Sin embargo, ni aún entonces el pontífice gozó de una autoridad tan omnímoda como la actual, ya que también el papa se sabía sometido a las leyes de la Iglesia, no sólo a su conciencia como ahora.

Al cabo, todo ello degeneró en un furibundo ataque contra la Iglesia concreta y visible al objeto de reformar -a excepción de los príncipes, claro está- toda la congregatio fidelium, sobre todo el papado, dividido por un cisma hasta entonces incorregible. Sumamente desprestigiado por el cautiverio de Aviñón, el papado era arrastrado por el cieno de la división en manos de tres pontífices y una multitud de curiales, preocupados tan solo por salvaguardar sus intereses materiales. Ante esta situación, los espirituales pensaron que la Iglesia concreta de su tiempo, prisionera de la institución, no era la verdadera. Por ello, Wilclif y Hus atisbaron ya, con sus erróneos postulados, el concepto luterano de Iglesia: espiritual e invisible. Punto redondo.

Finalmente, en el campo del conocimiento, se levantó la razón individual, que busca en sí misma y en la naturaleza de las cosas sus propios caminos, contra el principio de autoridad y jerarquía. En esa línea, Duns Escoto y Ockham acabaron separando la razón de la fe, subrayando el subjetivismo y el voluntarismo del sujeto del conocimiento, hasta el punto de concebir a un individuo -apenas considerado en el universo eclesiológico del Medievo- que vive más para sí mismo que para la comunidad. Lo único absoluto para el cristiano sería entonces la Palabra de Dios depositada en la Escritura. 

Juan Duns Escoto

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Con estos presupuestos individualistas, se buscará la relación con Dios directamente, sin humanos intermediarios, llegando incluso a despreciar la misión mediadora de la Iglesia. Poco a poco, la devotio individualista hará menguar piedad sacramental y litúrgica, llegando a hacer innecesaria la mediación de la Iglesia para la salvación. Esa exaltación del individuo como criterio de todos los valores puso los cimientos de aquel humanismo para el cual todas las tendencias de la naturaleza eran buenas y, por ello, el fin del hombre se reducía a la posesión de las realidades terrenas.

Así pues, el ocaso de la Edad Media se convirtió en una especie barril de pólvora que el Cisma de Occidente hizo estallar violentamente, y que llevó al retortero a la misma Iglesia y a todo el orden social, cultural, político y religioso que en ella encontraba, hasta entonces, sólido fundamento. Tal vez por ello, la actualidad eclesial se caracteriza por un tipo de mimetización ambiental, un género de camuflaje que, evitando todo contraste con el mundo, busca minimizar los daños que pueda producir a la Iglesia un poder político, que intenta silenciar toda verdad que no se haya previamente cocinado en ese Deep State (Estado Profundo), que parece condicionarlo todo.

Custodio Ballester Bielsa, Pbro. – www.sacerdotesporlavida.info

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