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Historia

Rendirse al poder del mundo (XXVII)

Concilio y Primado

Durante mucho tiempo se consideró la definición del concilio Vaticano I (1869) en la constitución dogmática Pastor Aeternus, sobre el primado pontificio y su infalibilidad, como el triunfo de la tendencia curialista y papal, que se había ido fortaleciendo con el paso de del tiempo. Sin embargo, el texto realmente no confirmó ni el papalismo clásico ni el episcopalismo, sino una “tercera posición”, la cual no permite hacer del primado una mera función del episcopado ni convertir tampoco el episcopado en un simple instrumento del papado. 

El documento del Vaticano I se refiere con insistencia a la Iglesia universal y a los concilios ecuménicos y quiere ser entendido tal como está en las actas de los concilios ecuménicos y en los sagrados cánones. Es decir, como lo atestigua la constante tradición de la Iglesia universal. Por tanto, el propio texto hace de la tradición de la Iglesia antigua y de sus concilios criterios de interpretación. Así pues, Pastor Aeternus debe ser entendido en la dirección que apuntan las realidades de la Iglesia antigua que también el Vaticano I entiende a la luz de la evolución posterior.

Benedicto XIII sabía, a tenor de su obra jurídica, que la maltrecha unidad de la Iglesia de su época exigía, según la multisecular comprensión católica, el someterse a la interpretación definitoria de la fe por el papa. Por ello, el concilio no podía votar sobre la verdad -lo cual es imposible- ni sobre la legitimidad del verdadero pontífice, sino que debe afirmar la unanimidad de la fe en comunión con el verdadero sucesor de Pedro. Por otra parte, la crítica de las manifestaciones papales sólo será posible y hasta necesaria en la medida que les falte la cobertura de la Escritura y del credo o fe de la Iglesia universal. El papa Luna, fiel a su conocimiento canónico y firme en la profesión de la fe católica, reconocía que el verdadero pontífice puede renunciar libremente, sí, pero no destituirse ni ser juzgado por personas de rango inferior. Tampoco -diría Benedicto XIII- pierde su cargo inmediatamente si cae en herejía, sino sólo si permanece incorregible. Sin embargo, Benedicto XIII también afirmará que el verdadero pontífice no puede convertirse en cismático en absoluto pues el papa está en la Iglesia y la Iglesia está en él.

A algunos historiadores, la tenacidad de la postura de D. Pedro de Luna les da la impresión de que le preocupaba más la afirmación de un principio -su propia e indiscutible legitimidad- que el intento honesto de encontrar una solución al problema más amenazador hasta entonces: la división de la Iglesia. 

Ciertamente, la Iglesia es por esencia la mediadora de la presencia viva de la Palabra de Dios en el mundo y comunidad del Cuerpo del Señor en la recepción de los sacramentos. Así pues, partiendo de que la Palabra hecha carne habita entre nosotros, podemos afirmar que la Iglesia está al servicio de la presencia del Verbo de Dios en el mundo y es en la recepción del Cuerpo de Señor donde ella se convierte continuamente en unidad corpórea compuesta de muchos miembros. Por eso, la Iglesia es también participación en la vida de Cristo, comunión de vida con él y con aquella vida que viene ordenada por la estructura -jurídica, al fin y al cabo- y sin la cual la misma estructura se quedaría a la postre en vacío armazón. Por ello, la comunidad eclesial ha de entenderse como presencia del poder salvador de Cristo y como ordenamiento -jurídico- que precede a la vida de los individuos y como estructura que configura la realidad eclesial. 

Del hecho de que la Palabra revelada de Dios se da por la mediación viva y testificante de la Iglesia y que por ella está realmente en el mundo, deriva su infalibilidad teórica. Siendo la Iglesia entera la presencia viva de la Palabra divina, no puede nunca descarriarse como Iglesia universal presidida por el legítimo pontífice. Eso precisamente es lo que Benedicto XIII defendió frente a la conveniencia política del momento que le tocó vivir. La estructura jurídica no podía retorcerse desde un concilio en aras de un pretendido “bien mayor”: una unidad de la Iglesia conseguida a cualquier precio.

Los concilios, afirmará el historiador eclesiástico Humbert Jedin, son, según el vigente derecho canónico, asamblea de obispos y de otros determinados representantes de la jurisdicción que son convocados por el papa y, bajo su presidencia, dan decretos sobre asuntos de la fe cristiana y de disciplina eclesiástica que necesitan de la confirmación del papa. En cambio, el antiguo Código de Derecho Canónico (1917) no dará una definición positiva del concilio, sino que habla sólo negativamente de su limitación por el papa: No puede haber concilio ecuménico, si no ha sido convocado por el Romano Pontífice. El código sigue aquí literalmente el esquema de los Decreta Gratiani (1140), en los que era reputado experto D. Pedro de Luna, que hablan de la vigencia inmutable del derecho de los ocho primeros concilios ecuménicos, que aparecen como una magnitud conclusa del pasado. Graciano queriendo mantener el orden de la Iglesia antigua, lo recoge ampliamente y le da así nueva validez. Verá este orden a través del prisma de la cohesión jurídica y desde el ángulo visual de una construcción histórica estrictamente papal, en que la autonomía del elemento conciliar queda completamente absorbida por la norma única de la Sedes apostolica. De esta forma marcó Graciano la imagen histórica y el pensamiento teológico, señaladamente la eclesiología, hasta la actualidad.

Siendo el radio del concilio mucho más corto que el de la Iglesia en general, la asamblea conciliar es esencialmente una asamblea deliberante y legislativa. Ejerce una función de dirección, tiene tareas de orden y configuración. Está al servicio de la Iglesia terrena en este mundo, en las situaciones particulares del tiempo. Sin embargo, la Iglesia como tal no es una asamblea deliberante, sino la congregación en torno a la palabra y a la eucaristía, la participación anticipada en el convite de las bodas divinas. Así pues, lo que el concilio ha deliberado y decretado resulta caduco, si caduca este mundo y muchas cosas incluso ya mucho antes. Ahí está la ingenua Constitución del Vaticano II sobre la Iglesia y el mundo actual Gaudium et Spes (1965), absolutamente desbordada por la actual decrepitud moral de un mundo que ha aborrecido sus raíces cristianas. Sin embargo, a pesar de todo, lo que la Iglesia es por su propia esencia no pasa, sino que remite más allá de este mundo y, cuando éste se deshace, llega a su entero cumplimiento.

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El concilio, por tanto, no representa a la Iglesia, afirmará Joseph Ratzinger en su obra El nuevo Pueblo de Dios. No es la Iglesia, como lo es, en cambio, toda celebración de la Eucaristía, sino que está únicamente destinado a servir a la Iglesia. Es decir, al servicio de su gobierno y de su unidad. En el concilio debieran subsistir, por una parte, el primado del obispo de Roma que le da autoridad con independencia del colegio de los obispos para decidir obligatoriamente y, por otra, la autoridad del colegio que, en comunión con el pontífice, emiten un magisterio ordinario y universal. En lo que el papa y los obispos predican en común y unánimemente, como doctrina de fe, son infalibles.

Aunque los obispos no son meros administradores eclesiásticos puestos por el papa, sino que el episcopado es también de derecho divino inmediato, el papa puede hablar siempre por sí mismo infaliblemente y no está sometido a la censura superior de los obispos reunidos en concilio. No hay ni puede haber apelación de él y contra él al concilio (totalidad de los obispos). La sentencia definitoria -y por tanto extraordinaria- del papa es jurídicamente completa e inapelable, aún sin el concilio. La sentencia, sin embargo, que se diera sin el papa no sería de ninguna manera jurídicamente completa y no sería obligatoria sin el asentimiento del pontífice. Ahí está el singular concilio de Constanza al que Benedicto XIII acusó precisamente de eso: de actuar contra el pontífice, invalidando por ello todas sus sentencias y decretos. 

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Sin embargo, la palabra del papa -afirmará el Vaticano II con toda la tradición de la Iglesia- saca su sentido y legitimidad de que expresa el verdadero consesum fidelium, la voz infalsificada de la Esposa de Cristo, que devuelve la palabra al Señor de quien ella la recibiera. Y así como los obispos no representan al pueblo -nadie los ha votado-, sino a Cristo, de quien reciben la misión y la consagración; así como no hablan tampoco hablan en lugar y por mandato del pueblo, sino en lugar y por mandato de Jesucristo, el papa, a su vez, no es un simple oráculo de los obispos, alguien al que ellos escogiesen y que estuviese totalmente a su disposición. El sucesor de Pedro está puesto en responsabilidad directa ante el Señor, para encarnar y asegurar la unidad de la palabra y obra de Cristo. A causa de su sumisión completa al Señor, tampoco puede ser un sátrapa o un monarca absoluto. Es el Servus servorum Dei

El Concilio de Constanza fue, por tanto, gravemente irregular: convocado por el pisano Juan XXIII (1413) bajo presión imperial y reconvocado por el romano Gregorio XII -ya sin apoyos- para congraciarse con Segismundo, que había arrestado al papa Juan por haber huido del concilio que pensaba deponerle. Las decisiones de la asamblea conciliar fueron tomadas por países -es decir, los reyes- que tenían un voto cada uno: Inglaterra, Francia, Alemania, España… con el colegio de cardenales que, corporativamente, se convirtió en un voto más. La elección de Martín V, tras deponer solemnemente a Benedicto XIII -los otros dos se habían quitado de en medio-, se hizo de esa manera. Nada de cónclave de cardenales…Violando todas las normas canónicas y la secular praxis eclesial, se eligió al papa con los votos de los reyes y uno solo de todos los cardenales, que votaron como una nación más. Martin V, Otón Colonna, resultó elegido. Él debía ser el papa “indiscutido”, que acabase con el Cisma.

Y aunque la mayoría de los historiadores han comprado la versión oficial, es decir, un concilio ad casum para resolver un problema muy concreto, el cúmulo de presiones fue de tal calado, la rotura de la tradición canónica de tal profundidad… que hay quien dice que se abrió entonces una verdadera ruptura de la sucesión apostólica en la Sede de Pedro. Y si no lo fue al final materialmente -a la muerte del papa Luna, su sucesor Clemente VIII, abdicó (1429) y en el cónclave posterior se eligió en Peñíscola a Martín V-, seguramente lo fue en el ánimo de una Iglesia profundamente herida y descerrajada por unos príncipes seculares ensorbecidos por su éxito en controlar los acontecimientos eclesiales, y prestos a explotar el sometimiento de los cardenales a sus designios.

Sólo D. Pedro de Luna, Benedicto XIII, permaneció enhiesto defendiendo, en medio de la tormenta política, la libertad de una Iglesia cada vez más débil y sometida al poder del mundo. Sólo el papa Luna, desde su roca de Peñíscola, se mantuvo perseverante como firme defensor de una ley canónica pensada para defendernos de los abusos, tanto de los eclesiásticos como de los políticos. El Cisma de occidente fue una circunstancia ciertamente desgraciada, que se resolvió por la fuerza del emperador Segismundo, pero en falso. Y las consecuencias llegan hasta nosotros.

Custodio Ballester Bielsa, Pbro. www.sacerdotesporlavida.info

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