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Análisis

Los que rechazan su propio cuerpo y su identidad. Enseñanzas de Santo Tomás.

En el mundo moderno, como dijimos, un mundo sin alma, el cuerpo de la persona es visto con los ojos modernos como mero cuerpo animal y, a veces, menos que animal: cuerpo-cosa

Santo Tomás de Aquino

El mundo moderno es un mundo sin alma. El gran Santo Tomás, siguiendo el magisterio de Aristóteles, enseña que el alma es el principio vital del viviente. Podría decirse que el alma, en sí misma, no se ve, pero de lo que hay completa seguridad es que sí se echan de ver sus manifestaciones. Algo análogo sucede con la energía en el campo de la física. La energía implicada en un trabajo es ostensible en ese mismo trabajo. Hay alma manifiesta en el conocimiento y en la movilidad. Viviríamos en un cosmos sin alma si en él no hubiera entes con capacidad de conocimiento y sin entes que pueden iniciar por sí mismos la movilidad.

El Doctor Angélico señala que toda alma es principio vital, pero que no todo principio vital es alma. El campo de la biología es un campo en el que se estudian los entes con disposición al conocimiento y a la propia movilidad, y esa disposición viene dada por los órganos que son para ella condiciones necesarias pero no suficientes. El ojo es un órgano que puede ver, está dispuesto para ver pero no es –en sí mismo- el principio para la visión. Como dice el Aquinate, el ojo no se da a sí mismo el acto de ver. Es menester otro principio que constituya algo en acto: siempre distinguimos lo potencial (dispuesto a) para realizarse, y el principio vital que constituye el acto, que cumple y lleva a términos la realización.

Cuanto se diga con el ejemplo de ojo y el principio de la visión, puede servir de analogía para la relación que media entre todo el cuerpo humano y su principio vital y constitutivo (el principio para constituir la persona) que es el alma.

En el mundo moderno, como dijimos, un mundo sin alma, el cuerpo de la persona es visto con los ojos modernos como mero cuerpo animal y, a veces, menos que animal: cuerpo-cosa. El mundo moderno es incapaz de ver en el cuerpo humano la espiritualidad y sacralidad que le anima. La filosofía clásica, tanto la del estagirita como la del Aquinate, coincide en llamar alma al Primer Principio de un cuerpo organizado. Cuando en el cuerpo de la persona se muestra la belleza, no ya de formas físicas sino de vida espiritual, el alma asoma a la piel y a las facciones. No es de extrañar: el alma es el acto primero del cuerpo.

Un cuerpo humano realiza innúmeros actos a lo largo de todo el día, y en todos los días de su vida. Hay actos, y actos específicos del hombre, incluso durmiendo. Pero los actos de bajo orden se subordinan y se ensamblan en actos supremos, y el más supremo de ellos, en el hombre no es sino existir como hombre. El acto primero del existir un hombre es poseer un alma: al poseerla, todos los demás actos van de suyo, incluso el funcionamiento metabólico de las células, las reacciones químicas que acontecen dentro y fuera de ellas, las más elementales cadenas físico-químicas que forman parte de su biología.

Una persona es un ente con un principio primero –que es acto primero- que da el ser o pone en acto a todos los demás actos de su existencia, tanto biológica como espiritual. Ese acto primero, salvando las distancias abismales, es análogo al Primer Motor que es Dios en lo que hace a su relación con la Creación: mueve sin ser movido: otorga el ser a cada parte de la persona, pone en acto cada partícula y disposición. El alma de una persona es como llevar a Dios consigo, con la capacidad creadora y “actualizadora” de cada una de las más ínfimas parcelas o esferas de nuestro ser. La compleja ciudad, el sutil reino, el bello templo en el cual consiste nuestro cuerpo, posee un sabio regidor: el alma como Principio Primero. Ella existe “primero”, y todo lo demás le obedece y se le subordina.

Para el católico, resulta absurdo no reconocerse en el propio cuerpo. Si fuera yo un perito en materia teológica, casi os diría que es un grave pecado. El cuerpo es la expresión inmediata de ese acto primero de existir como persona: poseer un alma, un alma de ser humano que irradia y actualiza a cada fibra de mi biología. No hay parte fea ni abyecta, pudenda o ajena a mi ser, incluido mi ser biológico, pues así fue querido por el Creador, y se puede decir que en ella, en la parte que me avergüenza, ya está mi alma. Y esto se puede afirmar bajo la segura guía de un buen tomismo.

A veces es el pecado del orgullo: “no reconozco este cuerpo como mío”. El orgullo de creerse Dios y no aceptar los dones de Dios. Si a un hombre noble se le revuelven las entrañas al ver cómo un regalo es objeto de desprecio ¿qué no habrá de pensar el creyente al tener noticia de hombres “que no se reconocen” en cuerpos de macho humano, y en féminas “que no se reconocen” en cuerpos de féminas? El creyente debe pensar, dejando a un lado las cuestiones psicopatológicas, en la grave ofensa a Dios que tales “no reconocimientos” suponen. Estas personas, indoctrinadas en el dualismo, ven el cuerpo como un traje: si el talle o el color disgusta al comprador, éste puede solicitar de la tienda un cambio o una devolución del importe. Pero la naturaleza no admite cambios de la sustancia de la persona. No somos espíritus puros a quienes se les asignen trajes de macho o de hembra. Somos cuerpos que expresan viril o femenilmente nuestra alma, alma única, personal e intransferible que existe de inmediato en la corporeidad, una corporeidad que no es otra cosa que el rostro de ese acto primero de existir.

No: el cuerpo, incluyendo el cuerpo que Dios ha querido como cuerpo sexuado, no es como un traje. Ni Dios, ni la naturaleza, te lo pueden descambiar. Dios no hizo un cosmos de comerciantes o burgueses sometidos al capricho. Poseemos una estructura personal íntima, irrenunciable. Es como un fulgor intransferible: mi vida “brilla” o “refulge” para mí, y sólo por amor a la vida y a los demás llenamos con el brillo y la luz a los demás. La técnica, el ingenio humano que es capaz de de-formar las cosas, nunca es creadora. La técnica es manipulación. La técnica no sirve para conocer lo que es el hombre. Acaso sirve para deformar nuestros conocimientos: manipulando la realidad dada, nos alejamos de ella infatuándonos. Triste época ésta: creemos que con prótesis y mutilaciones vamos a ajustar nuestros cuerpos a nuestras almas.

El alma entra en contacto virtual con el cuerpo, con su cuerpo. Sólo por el amor el alma entra en comunicación con los compuestos ajenos a mí (vale decir, otras personas que son alma-cuerpo). Por medio del contacto físico, puede mi mano derecha coger a la izquierda, tocarme la punta de la nariz o del pie. Por medio del contacto virtual, puede mi alma alborozada dibujar sonrisas en los músculos faciales. Estas fibras de mi cara son materia, pero el “artista” que dibuja alegría en la faz los mueve sin cables ni hilos, sin palancas ni resortes. No existe eso que en la neurociencia denominan “el problema del interfaz”. Mi cara es espejo del alma, sin intermediarios: la verdad es que es aspecto del alma, su expresión inmediata y realizada, como el mundo entero creado lo es de Dios.

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De ahí que produzca espontáneamente mucha tristeza ver a las cosas materiales, que de por sí son buenas y expresan una propia esencia, desnaturalizadas. La mente del niño desea que el malo sea feo. En su psique sana y sin deformación, la belleza malvada provoca desconcierto. Lo mismo sucede con los hermosos cuerpos, gráciles y sin afectación, cayendo en la obscenidad. El cuerpo pornográfico debe poseer un no sé qué aire de impersonal mercancía y profunda fealdad, bajo musculaturas marcadas y armonías sin alma. El cuerpo bello y con alma, con personalidad, si es prostituido y se rebaja en mera cosa, embarga con profundo pesar a quien lo contempla o emplea. Es como ver caídos a los dioses, a los ángeles. Es como lo excelso, mancillado por lo inferior: un espectáculo propio del infierno.

Lo semejante conoce lo semejante. El alma del hombre, así como “da el ser” al cuerpo que ella posee, y da sentido y existencia a todos sus actos, justo como si fuera un dios que llevamos con nosotros, es un alma que conoce llevando las cosas “a su propio terreno”: el de la inmaterialidad. El alma, siendo inmaterial, “inmaterializa” todo lo físico para acomodarlo al modo propio de la inteligencia humana. Es una verdad muy hermosa y muy profunda: conocemos lo bello y lo bueno, así como lo verdadero del mundo, inicialmente, cuando recibimos impacto. Es penetrándonos tales cosas valiosas por medio de los sentidos, que esperan esparcidos por lo ancho y largo de nuestro cuerpo. Pero este impacto penetrante sólo es el comienzo: el alma –que es inmaterial en su naturaleza- abstrae y desmaterializa las cosas que, si ya son sumamente valiosas en su condición de compuesto (todas las de la naturaleza lo son: materia y forma, cuerpo y alma, esencia y existencia), aún más lo van a ser para el alma que conoce. Pues el alma, como principio de vida, es vida más intensa y refulgente cuando conoce, esto es, cuando arroja su luz sobre el aspecto formal y esencial de la cosa, haciéndolo suyo con la mente cognoscente, que es semejante a ese aspecto poseído.

El alma de la persona no pierde nada al darse, amando y conociendo. Es inmaterial, no se desgasta. La linterna, que es foco material de una luz artificial, pierde luminosidad al ir perdiendo baterías y al haber ido derramando la energía prestada por la batería. La energía es que es poseída por el aparato, y que en forma de luz nos puede “dar” es aquella y sólo aquella que le ha sido prestada artificialmente. Pero quien da cosas del alma no pierde con los regalos: la ciencia del maestro pasa al discípulo, y al maestro no se le “agotan las pilas” de su ciencia por el mero hecho de traspasársela al discípulo. Donde hay ciencia verdadera, y verdaderos maestros y discentes, se da el milagro de los panes y los peces: de unas pocas mentes esclarecidas pasamos a miles, si el proceso de repartimiento de ciencia es auténtico.

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“Somos imagen de Dios en el alma”. Esto nos da un poder transmisor de lo que es específico del alma: amor y conocimiento. No es crear de la nada, pues esto tan sólo lo puede Dios, pero se le parece. El hombre es una criatura que, dentro de las criaturas naturales y compuestas (de cuerpo y alma) posee una máxima dignidad: ella ya “diviniza” –por delegación y prerrogativa concedida por el Único ser divino- todo cuanto ama y conoce verdaderamente. Posee el poder de desmaterializar aquello que existe físicamente, aquello que es “mera cosa”. Pero el hombre descubre que hasta el más ínfimo grano de arena, incluso la más insignificante brizna de hierba, posee el fulgor divino que el Creador le prestó, como el ascua retirada de un gran incendio, y éste divino chispazo es la forma cognoscible que hace que una mente contacte realmente con todo cuanto existe. Si hay digno y bello fulgor en el interior del guijarro o en la minúscula mota de polvo, imaginad qué no habrá en el interior de la persona humana, incluso la que ya ha renunciado a su propia identidad, la que abomina del bien y de la existencia, la que se ha dejado pervertir y repele la misión para la cual ha sido creada. Esa criatura es persona y brilla en valor más que un millón de soles.

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Carlos Javier Blanco, asturiano, Doctor en Filosofía. Autor de diversos libros como "La Caballería Espiritual", "La Luz del Norte", "Oswald Spengler y la Europa Fáustica", "De Covadonga a la Nación Española".

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