¿Quién es el protagonista en el libro de Tolkien “El Señor de los Anillos”? Una cuestión que despierta perplejidades entre los lectores modernos, aficionados y conocedores, pero también entre aquellos cuyo único contacto con la obra ha sido por medio de la trilogía de largometrajes dirigida por Peter Jackson. ¿Qué personaje desempeña el papel fundamental y determinante en la obra? Es un tema sobre el que se ha discutido mucho –en gran diversidad de foros- y al que quiero aportar una reflexión personal con un triple propósito: enriquecer el abanico de interpretaciones de aquellos que no se han contentado con ver en el Señor de los Anillos poco más que una aventura, intentar un acercamiento al corazón y a la mente de este genio de la literatura inglesa y extender esta ruta de sentido a la vida del hombre de hoy.
Varios son los candidatos a ocupar el título de “protagonista”. Tres, principalmente: Frodo, Aragorn y Gandalf. Tres personajes cuyo papel es determinante en la obra. En el momento central de la obra, cuando la trama se trifurca y el éxito de la misión se encuentra en su punto más delicado, la historia de cada uno de esos tres caminos se centra en estos tres personajes. El protagonismo de cada uno de estos tres candidatos puede defenderse con argumentos igualmente sólidos y coherentes.
También se escucha una opinión algo extendida –sobre todo en los círculos de quienes conocen el conjunto de la obra- que se refiere al protagonismo del pueblo élfico en el contexto de su historia, comenzada en el Silmarillion. Según esta postura el Señor de los Anillos es, de alguna forma, el zenit de la historia del pueblo élfico, los primeros hijos de Eru y los “preferidos” del mismo Tolkien. Todos sus escritos, los textos publicados: Silmarillion, el Hobbit y el Señor de los Anillos, parecen centrarse, en su conjunto, en la historia del pecado, caída y salvación de este pueblo antecesor. En esta línea de lectura el papel protagónico lo asumirían quizá, concretamente, Elrond, Galadriel, o la misma Arwen, aunque al final decide sacrificar su eternidad por amor a Aragorn (símbolo de la unión de los pueblos y la vocación de ambos a la eternidad, otro tema muy importante en la narrativa tolkeniana). O podría ser el mismo pueblo de los hombres, pero sólo en cuanto epítome humano de la tragedia de los elfos.
La última opinión que se debe tener en cuenta se refiere también al conjunto de la obra de Tolkien. Según algunos así como el Silmarillion –con su seriedad épica, casi bíblica- es la historia de los elfos, y el Hobbit es, de alguna forma (con su candor y su sabor a cuento de niños), la historia de un hobbit, el Señor de los Anillos sería una historia centrada en el pueblo de los hombres. Esta última interpretación no resulta tan plausible por el hecho de que discrimina el otro tercer gran pueblo libre de la Tierra Media: los enanos. De todas formas todas estas interpretaciones tienen algunos elementos aceptables y otros que pueden resultar insatisfactorios.
El problema de esta aparente falta de claridad en torno a la figura del protagonista cobra un sentido propio en el contexto de la literatura épica en la que descubrimos una ausencia casi deliberada de protagonismo, al menos tal y como lo entendemos hoy en día. La literatura de hoy sigue un esquema fijo, singularmente proclive a girar en torno a un personaje cuyo primado en la acción y la trama resulta indiscutible. Se puede argumentar que se trata de la dependencia que sufre la literatura actual hacia la gran pantalla, pero ese no es el punto.
Hagamos un breve repaso de la literatura épica antigua, medieval y moderna. Obras a las que Tolkien tuvo acceso, que seguramente leyó y que quizá tuvieron cierto influjo en su pensamiento y su obra. El punto que pretendo demostrar con esta comparación es el hecho de que cuanto más se acerca una obra a los valores épicos –al carácter de “epopeya”-, más se tiende a que la importancia del individuo se disuelva en la trascendencia del mundo que lo circunda y su redención.
Por ejemplo, la Ilíada. “Canta, oh Musa, la cólera del pelida Aquiles”. La gran epopeya homérica depende radicalmente de la cólera de este príncipe de los aqueos, Aquiles, en primer lugar en contra de su propio líder, el egoísta Agamenón, y en segundo lugar, tras la muerte de Patroclo, su mejor amigo, en contra de los troyanos y de Héctor, su príncipe y campeón. Y sin embargo realmente no sabemos gran cosa de Aquiles, ni de su infancia, ni de sus gustos alimenticios, ni de su ropa. Se pueden suponer muchas cosas, pero realmente no sabemos nada ni de su estatura, ni de su corte de pelo, ni del color de sus ojos. Sí sabemos que era el más veloz entre los hombres. De ahí descripción como “el de los pies ligeros”. Aquiles aparece en menos de la mitad de los cantos de la Ilíada. A veces parece no ser más que la excusa para desarrollar la principalía de Diomedes (en el canto V), el combate de Ájax Telamonio con Héctor (en el canto VII) o las gestas de Patroclo y Menelao (en los cantos XVI y XVII respectivamente).
Algo similar sucede en los ciclos artúricos, tomando como referencia los textos de la Vulgata. Parece que el protagonismo de la obra, independientemente de su título, cae en los hombros de Lanzarote del Lago, el Caballero de la Carreta y el primero de los llamados a la más grande de las aventuras: la búsqueda del Santo Grial. Sin embargo su pecado de adulterio con la reina Ginebra desata un desenlace imprevisto: aparece Galahad, su hijo, para tomar su puesto. Y es su hijo, junto a Perceval el Galés y Bohores De Gaunes (imagen triádica de los ideales caballerescos de virginidad, pureza y castidad respectivamente) los que acaban culminando la hazaña.
Incluso en la última parte de la obra, preferida unívocamente por el romanticismo inglés, francés y alemán, “La Muerte del Rey Arturo”, la tensión épica de la obra se divide entre sir Lanzarote y el sobrino de Arturo, sir Galván.
Podrían seguirse enumerando ejemplos, desde la literatura más antigua (oriental, occidental, clásico-latina, clásico-griega, nórdica, germana…) hasta la literatura más moderna (los Miserables o los hermanos Karamazov, por ejemplo). En todas descubrimos esa misma tendencia: cuanto más épica es la obra, más tenue resulta la individualidad del protagonista, menos porcentaje de páginas se le dedican o, incluso, más difícil resulta distinguir quién es realmente quien desempeña tal protagonismo.
En Tolkien encontramos esta misma tendencia. Pero encontramos igualmente otras dos tendencias que pueden contrarrestar la primera: una tendencia moderna y una tendencia cristiana.
A veces se acentúa mucho la herencia de la literatura nórdica en las obras de Tolkien (aunque a él mismo no le gustaba ese adjetivo por las connotaciones político-raciales que suponía en aquella época hitleriana). Es algo patente. Su tensión épico/trágica tiene mucho de nórdico. Pero poco se ha escrito sobre la influencia inmediata de Tolkien. La que recibió de Newman, por medio del P. Francis. O la que recibió de sus lecturas juveniles de George McDonald y William Morris y del romanticismo inglés.
El Movimiento de Oxford, fundado e impulsado por el Card. John H. Newman buscaba hacer una revisión histórica de la cultura inglesa decimonónica para sacar a la luz sus raíces católicas. El catolicismo latente de gran parte de la intelectualidad inglesa de las últimas décadas del siglo XIX y de la primera mitad del XX, se adhirió con entusiasmo a este movimiento. Grandes pensadores y periodistas, como H. Belloc o Chesterton, se convirtieron sus más fieles divulgadores y en los promotores de su desarrollo a todas las ramas de la sociedad: desde la economía y la política hasta el debate universitario.
En este contexto –y en su propio ámbito de especialidad- Tolkien siempre sintió que a su pueblo originario, la “Pequeña Inglaterra” cristiana, le faltaba una pieza fundamental de su constitutivo cultural esencial: le faltaba un mito propio. El pueblo inglés, en cuanto tal, carecía de una mitología originaria. Beowulf es, ciertamente, un poema anglosajón de gran valor épico. Y Tolkien lo apreciaba como tal, pero no podían encontrarse en aquella obra las semillas de la cultura inglesa. Por supuesto estaban también las semillas del cristianismo, que habían hecho culturalmente fecundas a todas las naciones de lengua latina, a los pueblos eslavos y también a los anglosajones. Pero a Inglaterra parecía faltarle un matiz propio. O, si lo tenía, le faltaba fertilidad cultural.
Por otro lado el cristianismo es la religión que conduce al nacimiento del personaje-antihéroe, algo de lo que ya he tratado en otro artículo. Y en esto contrasta vivamente con la épica anterior. En la Ilíada es trascendental la figura de Aquiles, el hombre perfecto, siguiendo el ideal estético/religioso de los griegos: hombres como dioses, dioses como hombres. En el cristianismo el Hombre más importante, el Dios-hecho-hombre, se ha humillado hasta la forma más horrible y degradante de muerte. Y de ahí surge nuestra salvación. Además toda la épica no cristiana es trágica: acaba en la muerte. En cambio la épica cristiana es de esperanza: acaba en la promesa de vida más allá de la muerte, la resurrección.
Estas otras tendencias nos ayudan a configurar mejor la decisión de Tolkien. El Señor de los Anillos es una novela épica, epopéyica. La misión es clara y supera a cualquier individuo: se trata de salvar el mundo de los hombres y la partida de los últimos elfos a los Puertos Grises, en Valinor, la Tierra de la Promesa. Pero es también un mundo con sentido, con vida más allá de la muerte, con una Providencia. Y la Providencia no actúa por sí sola con fines egoístas o procurando seguir el dictamen de un “fatum” ciego, como los dioses homéricos. La Providencia cristiana se encarna en el actuar humano, incluso en sus debilidades, de los que Dios saca un bien (ejemplo patente en el caso de Gollum y el papel que desempeña en el contexto de la obra).
Y no se trata de buscar una explicación alegórica. No es una interpretación en ese sentido. Tolkien está creando un mito por medio de su obra y en cuanto “sub-creador” de fantasía épica no puede sino recurrir a su propio hummus cultural: la épica cristiana.
Visto lo cual tenemos que analizar el papel de la Providencia en nuestro mundo para encontrar el reflejo en la Tierra Media. Por medio del sacramento del bautismo un católico se convierte en sacerdote, profeta y rey. No en el sentido ministerial de la palabra, sino en el sentido de la gracia sacramental recibida. Es decir, el bautizado no es sacerdote, profeta y rey en el sentido en el que lo son el párroco de un pueblo, el profeta Elías o el rey David. Realmente sólo Cristo es sacerdote, profeta y rey en sentido propio y auténtico. Participando de su gracia por el bautismo, el católico está llamado al sacerdocio que consiste en “hacer sagrado” todo lo que hace, a “ofrecer su vida en sacrificio al Padre” por la salvación del mundo (cf. Lumen Gentium, 31). Igualmente está llamado a profetizar: a anunciar a los hombres la Palabra de Dios y a impulsarlos a que obren según la misma (cf. Lumen Gentium, 12). Por último, el bautizado, en cuanto partícipe de la realeza de Cristo, está llamado a “sanear las estructuras del mundo las condiciones del mundo, de tal forma que, si algunas de sus costumbres incitan al pecado, todas ellas sean conformes con las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las virtudes. Obrando así, impregnarán de valores morales toda la cultura y las realizaciones humanas” (Lumen Gentium, 36).
Creo que estas tres palabras nos dan la clave para descubrir el triple protagonismo en el Señor de los Anillos a la luz de la acción de la Providencia cristiana en la Tierra Media.
Frodo es el sacerdote, el que debe subir al Monte del Destino, el altar del sacrificio, con el peso del anillo sobre sus hombros. El anillo es la representación del mal de los pueblos libres: todos fueron subyugados por el poder ofrecido por los anillos y esa influencia ha corrompido sus corazones y sus reinos. Frodo sube al Monte del Destino para destruir ese mal. Pero como mero mortal sus fuerzas al final le fallan y sucumbe él mismo al pecado. Entonces la Providencia vuelve a tomar las riendas de la acción. El final, conocido por todos, es a la vez un ejemplo perfecto de cómo actúa la Providencia en el mundo y un ejemplo igualmente perfecto del poder únicamente autodestructor del mal.
Gandalf es el profeta, el que impulsa a los demás a la acción. En la obra de “Los Cuentos Inconclusos”, en el capítulo sobre los Istari, los magos, Cirdan el elfo, al entregarle el anillo de fuego, Narya, resume la misión del mago con estas palabras: “toma este anillo, pues trabajos y fatigas te esperan. Éste es el Anillo de Fuego, y con él tal vez puedas reanimar los corazones y procurarles el valor de antaño en un mundo que se enfría”. Pero incluso Gandalf, un Maia, un ser angélico, cae en el cumplimiento de su misión tras derrotar al Balrog de las Minas de Moria. Y otra vez debe intervenir la Providencia directamente para resucitarlo y otorgarle el poder necesario para culminar su misión.
Por último Aragorn es el rey, el que está llamado a “curar las estructuras del mundo”. El Imperio de los hombres, gobernado desde la capital, Gondor (la ciudad de las siete murallas), ha ido decayendo año tras año bajo el gobierno de los senescales, después de que la línea hereditaria de la casa real se hubiera perdido. Esta corrupción queda simbolizada en la muerte del árbol blanco, Nimloth, en la plaza del Manantial. En el tercer volumen del libro Aragorn, el heredero perdido, vuelve a Gondor para reclamar su trono y a dirigir los últimos esfuerzos de los hombres contra la Sombra. Nimloth muere, pero hay esperanza. Después de la Batalla frente a la Puerta Negra, Aragorn encuentra un retoño de Nimloth en las faldas del Mindolluin y lo traslada de nuevo a la Ciudadela de Gondor. Las intervenciones de la Providencia en la misión de Aragorn son constantes: desde el viento que se levanta para llevar a los barcos de Umbar hacia la batalla de Pelennor, hasta la aparición de las águilas en la batalla final. Los paralelismos que se pueden trazar entre Aragorn y la figura de Cristo Rey son más de los que puedo incluir en estas líneas. Baste la referencia de uno de sus nombres más usados: Estel, que en élfico significa “esperanza”. De alguna forma Aragorn está llamado a encarnar la esperanza para el pueblo de los hombres. Pero Aragorn también es Elessar, “piedra de elfo”, el encuentro de las dos dinastías: la del pueblo de los elfos, que debe partir hacia su destino final y la de los hombres, que apenas acaba de comenzar su andadura por el mundo.
En este contexto de “épica cristiana” se entiende quizá mejor el concepto de protagonismo en el Señor de los Anillos. No pretendo haber presentado una solución definitiva al problema. Simplemente espero haber logrado darle una perspectiva adecuada y una solución posible en el amplísimo marco de interpretación abierto por el mismo Tolkien en su obra.
Y me gusta pensar, de forma completamente personal, que todos los cristianos estamos llamados por igual a ser protagonistas en este mundo en el que nos ha tocado vivir. Y, en ese sentido, viene a mi memoria el emotivo diálogo que sostienen Frodo y Sam al final de la película de Las Dos Torres:
-No puedo hacer esto, Sam.
-Lo sé. Ha sido un error. No deberíamos ni haber llegado hasta aquí. Pero hennos aquí, igual que en las grandes historias, señor Frodo, las que realmente importan, llenas de oscuridad y de constantes peligros. Esas de las que no quieres saber el final, porque… ¿cómo van a acabar bien? ¿Cómo volverá el mundo a ser lo que era después de tanta maldad como ha sufrido? Pero al final, todo es pasajero. Como esta sombra. Incluso la oscuridad se acaba para dar paso a un nuevo día. Y cuando el sol brilla, brilla más radiante aún. Esas son las historias que llegan al corazón, porque tienen mucho sentido, aun cuando eres demasiado pequeño para entenderlas. Pero creo, señor Frodo, que ya lo entiendo. Ahora lo entiendo. Los protagonistas de esas historias se rendirían si quisieran pero no lo hacen. Siguen adelante. Porque todos luchan por algo.
-¿Y por qué luchas tú, Sam?
–Para que el bien reine en el mundo, señor Frodo. Se puede luchar por eso.