Etimológicamente, la palabra “Hispanidad” deriva de Hispania, nombre que los romanos dieron a la provincia cuya extensión alcanzaba la Península Ibérica y el archipiélago Balear, así como la zona norte del actual Marruecos. Por extensión, la expresión “hispano” ha terminado abarcando a las personas de habla hispana o cultura de ese origen, que viven en América y España.
La expresión hispanidad o hispano se utiliza para denominar a las personas, países y comunidades que comparten el idioma español y poseen una cultura relacionada con España debido a la llegada de los primeros españoles a América, terra incognita, hasta su descubrimiento por Cristóbal Colón el 12 de octubre de 1492, uno de los hechos más importantes de la historia europea que condicionó la evolución política, social y económica de los siglos siguientes. La Corona Española no obtuvo las especias de las Indias. Pero en su lugar consiguió algo mucho más importante: la oportunidad de construir un gran Imperio preocupándose por la conversión y el trato justo de los amerindios. La Reina Católica, al contrario que otros países posteriormente, los consideró personas y aún más, súbditos de la Corona de Castilla. Ésta es una de las claves más importantes en la evolución del tratamiento jurídico del indio que, no sólo no ha sido suficientemente destacada sino que ha sido ocultada. En las instrucciones, dadas a Nicolás de Ovando el 16 de septiembre de 1501 se recogía perfectamente esta nueva situación jurídica del indio. Concretamente pretendía un doble objetivo, a saber: primero, que los indios fuesen convertidos a la fe católica con lo que, por un lado se cumplía con lo dispuesto en las bulas Alejandrinas, y por el otro, contribuía a la consolidación de la soberanía en los nuevos territorios. Y segundo, que fuesen bien tratados “como nuestros buenos súbditos y vasallos, y que ninguno sea osado de les hacer mal ni daño”. De esta forma la Reina se adelantaba cuarenta y un años a las famosas Leyes Nuevas en las que Carlos V prohibió la esclavitud del aborigen, atendiendo a que eran “vasallos nuestros de la Corona de Castilla”.
El rey Fernando, muerta ya Isabel, regente de Castilla en nombre de su hija, aprobó en Burgos el 27 de diciembre de 1512 las que se denominaron Ordenanzas Reales para el Buen Regimiento y Tratamiento de los Yndios. Sus 35 artículos establecían unos derechos para los trabajadores que no existían ni en España, como por ejemplo el que daba protección a la mujer embarazada para las que decretaba que dejarían de trabajar en las minas cuando estuvieran de cuatro meses y se limitarían al trabajo doméstico y, tras dar a luz, no regresarían a las minas hasta que los hijos hubieran cumplido tres años “sin que en todo este tiempo le manden yr a las minas ni hazer montones ni otra cosa en que la criatura rreçiba perjuyzio” (para sí querrían este artículo muchas mujeres actualmente).
Pero el más importante de los artículos es aquel que dispone que el indio es un ser humano, libre y con derechos de propiedad. Se regulaba su obligación de trabajar (cosa que les violentaba porque no estaban acostumbrados) pero también su derecho a un salario y a que el trabajo fuera digno. Los indios solo podían trabajar 8 meses al año, los otros 4 eran para ellos, para labrar sus tierras y atender sus propiedades. En cierto modo las Leyes de Burgos toman en cuenta la organización social de los Amerindios acordando a los caciques y a sus hijos un trato particular.
La religión constituye el meollo de las Leyes de Burgos. Al encomendero le exige que disponga de una iglesia, le manda rezar con los indios, que provea su traslado y que les acompañe a la ida y vuelta y que “es importante que lleguen a la iglesia descansados”. La ley cuarta subraya la obligación de “enseñar a los indios los diez mandamientos e syete pecados mortales e los artículos de la fee … pero esto sea con mucho amor e dulçura”(sic). En cuanto a los clérigos, tienen la obligación de “confesar a los indios, por lo menos, una vez al año, de bautizar a los recién nacidos a la primera semana de nacer, de casar a los indios por la iglesia y de enterrar a los muertos cristianamente”.
Estas normas fueron, para la época, absolutamente revolucionarias y, si bien el concepto de libertad era totalmente distinto al de ahora, lo importante es que se reconoció ese derecho. La mera invención del concepto de derechos humanos, independiente de la nacionalidad, la religión… es un concepto totalmente revolucionario. Como consecuencia, se pasa a considerar que las relaciones entre estados debían estar basadas en el derecho, en la justicia, y no en la fuerza.
Las Leyes de Burgos son novedosas también por las cincuenta copias impresas. Nunca se había hecho antes. Fueron pregonadas públicamente por las “plaças e mercados e otros lugares acostumbrados desa dicha ysla por pregonero e ante escrivano publico.” Eso muestra la importancia que el Rey Católico dio a la divulgación de las leyes que constituyen la primera legislación para los pueblos del Mundo Nuevo. El Rey Fernando nos aparece sumamente moderno en su afán de comunicación. Desgraciadamente, por la gran distancia entre el Mundo Viejo y el Mundo Nuevo, lo largo de los viajes, la difícil información, siempre indirecta, del monarca, dieron lugar a toda clase de abusos denunciados por los misioneros en las tierras conquistadas, especialmente los dominicos Fray Pedro de Córdoba, superior de los Dominicos en la Española y Fray Matías de Paz, teólogo salmantino, quienes junto a la convulsión que causó el famoso sermón de Montesinos, misionero en la Española, dieron lugar a las Leyes de Burgos. Pena que no esté reconocida esa labor pionera de los frailes, tan importante, que lleva al profesor Juan Cruz Monje a defender que en estas Leyes de Burgos de 1512 y en la Escuela de Salamanca, con Francisco de Vitoria a la cabeza, se encuentra el primer precedente del Derecho Internacional y no tanto en Hugo Grocio, quien aparece en las teorías clásicas como precursor.
Esta aventura prodigiosa que condujo al descubrimiento de un nuevo continente, la colonización de tan vasto territorio por tan pocos hombres, el transmitir, junto con nuestro idioma, la religión católica y los valores que, a través de la Historia, heredamos de griegos y latinos, constituye la forja de la Hispanidad de la que tan orgullosos debemos sentirnos. Pero la hegemonía que eso conllevaba, produjo un odio en Europa contra España que han vertido en numerosos escritos, fomentando lo que se ha dado en llamar la Leyenda Negra. Surge a mediados del siglo XVI, en el contexto de la Reforma protestante que España decide combatir con la máxima energía. Aunque surge con Carlos V, cristaliza, posteriormente, en torno a tres ejes: Felipe II, el rey más poderoso de la cristiandad, presentado por sus enemigos como epítome del oscurantismo represivo y la crueldad total; la Inquisición, sus autos de fe, y la conquista de América; tristemente, contribuyen a ello con gran eficacia las famosas Relaciones escritas por Antonio Pérez, ex secretario del monarca, (quien, conociendo a fondo el entorno del rey, combina verdad y mentira hábilmente), Montano, que se encargará de engordar la fábula con un libro-libelo donde narra “las bárbaras, sangrientas e inhumanas prácticas de la Inquisición española” (ocultando que era práctica conocida en Europa: los tribunales ingleses quemaban a supuestas brujas todos los días) y fray Bartolomé de las Casas, con su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, un libro que reduce la colonización de América a una interminable matanza.
Hay que repetir hasta la saciedad que esta teoría ha tenido éxito por el interés en que lo tenga, no porque sea una realidad. Solo con comparar la conquista de América del Sur con la del Norte, sobra todo comentario. En la colonización de lo que luego fueron los Estados Unidos, los británicos no llevaron leyes similares a las españolas... y las consecuencias se conocen ampliamente. Los valores que España llevó a América, sirvieron para que se formase una sociedad culta, prolongación de la europea occidental, la criolla. En los países de la América hispana ha habido presidentes descendientes de indígenas (Rafael Carrera en Guatemala, Benito Juárez y Lázaro Cárdenas en México, Alejandro Toledo en Perú, Evo Morales en Bolivia…), mientras que en Estados Unidos los indios han sido exterminados y reducidos a reservas.
Pero si esta amalgama de medias verdades y mentiras monstruosas tomó carta de naturaleza es porque los propios españoles terminaron por creerse la leyenda negra. A este respecto, decir que en las Cortes de Cádiz, los grandes próceres de aquel Parlamento, y los poetas que les acompañaban, daban por buena toda la basura vertida contra su país a lo largo de los siglos. No supieron determinar los factores interesados en que ese descrédito se produjera.
Desde fines del siglo XVIII la corona inglesa, por medio de la Compañía de Indias Orientales, venía realizando planes para la conquista de esta parte de América, con el propósito de insertar sus productos y manufacturas en la sociedad hispanoamericana y encontrar una solución luego de su fracaso en el acceso a América Central. El año 1810 Londres estuvo dominado por las noticias que llegaban de España acerca del desmoronamiento de la monarquía, ante la consolidación de la ocupación napoleónica y el resurgimiento de las autonomías locales como mecanismo de resistencia ante el invasor. Se expandía igualmente el temor de que los codiciados territorios americanos cayeran también en manos de Napoleón. Inglaterra actuó en un doble sentido: en la península ayudaron a combatir al emperador francés, pero en la América hispana utilizaron el poder oculto de sus influyentes logias azuzando a los descontentos en la lucha entre el absolutismo centralizador de la monarquía borbónica de signo francés y el régimen tradicional criollo de los Cabildos abiertos y de los Congresos generales. La España oficial, el equipo dirigente de la Nación, había renegado de los valores que los engendraron a la existencia histórica. Ya el 30 de marzo de 1751, el Marqués de la Ensenada escribía al embajador Figueroa: “Hemos sido unos piojosos llenos de vanidad y de ignorancia”, quizás en referencia a que su ceguera no les permitió ver que la tierra se movía bajo sus pies.
A fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, cuando surgen los primeros movimientos emancipadores en América, la masonería verdaderamente política no era la inglesa sino la francesa, primero revolucionaria y luego bonapartista. Su influencia y sus vínculos eran poderosos y se extendían fuera de Francia. De hecho, los primeros movimientos revolucionarios en las colonias españolas y portuguesas -la de Nariño en Bogotá en 1794, la de Gual y España en Caracas en 1797 y la de Pernambuco en 1801-, fueron liderados por masones con fuertes vínculos con sus hermanos franceses. Los masones pernambucanos incluso llegaron a solicitar la protección de Napoleón, quien ya era Primer Cónsul de Francia. La masonería no era (no es) una organización monolítica que respondía a un único líder, como lo era la iglesia Católica, sino una organización internacional descentralizada con múltiples sectas, ritos y hermandades, que no siempre coincidían entre ellas y muchas veces se oponían abiertamente, pero la “fraternidad entre hermanos” les facilitó mucha ayuda externa, como la prestada por la Sociedad de Tammany o la de la Sociedad de los Caballeros Racionales. En todas las épocas, y en el mundo entero, las sociedades secretas se han constituido como fuente dinámica en el proceso de transformación social y política, y se han comportado como fundamental estímulo en los procesos revolucionarios.
La guerra de Cuba fue el último acto de heroísmo imperial español. La pérdida de esta guerra dio motivo a los “regeneracionistas” y a los intelectuales liberales para atacar la política reinante y poner de manifiesto el “engaño político en que vivía España”. El impacto del “desastre colonial del 98” fue grande. La derrota colonial no fue más que el punto de partida, que no la causa, para que un grupo de intelectuales impulsara un cambio de rumbo en la política nacional y en la mentalidad popular. La protesta contra la política oficial ya estaba ahí desde el movimiento regeneracionista que reclamaba una radical reforma socio-política a todos los niveles.
La sociedad española de finales del siglo XIX y comienzos del XX estaba pasando una grave crisis. A finales del XIX, durante la Restauración, España vivía inmersa en una profunda depresión económica y social. El caciquismo viciaba toda la vida democrática. El país estaba regido por una administración ineficaz y corrupta. El Parlamento no representaba a la ciudadanía. Un desánimo general invadía a una nación que antaño había sido un gran imperio “en el que no se ponía el sol”.
Esta situación de depresión propició el surgimiento de un pequeño grupo de la clase media que intentó presentar alternativas al estancamiento político y cultural del país proponiendo una “regeneración” nacional a nivel económico, político y social. Ante la desmoralización colectiva los “regeneracionistas” intentan levantar una sociedad en ruinas. Su líder, Joaquín Costa, manifiesta una repulsa hacia el estado de cosas que lo había hecho posible y la exigencia de un cambio rotundo de la vida española. La Generación del 98 estaba casi obsesivamente preocupada por lo que se llamó el “problema español”. Todos los autores del 98, nacidos en la periferia peninsular, contemplan la vida con “gravedad castellana” y ven en la frivolidad y en la oratoria vacía el peor defecto de la Restauración. “Les duele la triste realidad española” y, como nuevos románticos, reaccionan con amargo pesimismo ante el lamentable espectáculo que la patria les ofrece. Idealismo, gravedad, sobriedad y agudo espíritu individualista les caracteriza.
El afán principal de la intelectualidad del 98 será buscar los valores propios españoles, los valores auténticos, pervertidos o encubiertos por la “España oficial”; los valores espirituales que distinguen a España de las demás naciones que nos llevó a la gesta gloriosa de la Hispanidad. Muchas de esas ideas del 98 y varias de las ideas políticas de Ortega y Gasset serán asumidas por el fundador de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera. Si se exceptúa a Pío Baroja, que fue toda vida consecuente con sus ideas nietzscheanas de un vitalismo anarquista en su búsqueda de aquellos valores, todos los demás miembros del 98 evolucionaron o a una extrema derecha, como Ramiro de Maeztu, o a un conservadurismo tradicional, como Azorín. En el fondo, todos siguieron siendo apolíticos y su ideología mantuvo un marcado carácter espiritual e intimista.
La Hispanidad era lo permanente, el espíritu con fuerza y energía creadora y fecundante, capaz de corporeizarse, de hacerse visible y operar a través de esquemas distintos. No supimos tampoco caracterizar y calificar el hecho doloroso de la separación. Creímos que las Provincias emancipadas hacían, con el gesto independiente, una manifestación tajante, definitiva y pública de repudio a la España materna y progenitora que repelía a la más noble juventud de América. Las provincias españolas de América y de Asia, ̶ Hispanoamérica y Filipinas,̶ repudiaron a esa España en metamorfosis que se había traicionado a sí misma, pero no repudiaron a la Hispanidad.
Llegados a este punto cabe preguntarse ¿por qué en España se es tan reticente a la celebración del día del descubrimiento de América? ¿Por qué los españoles no sienten el orgullo de haber realizado semejante gesta? Es significativo que el investigador mejicano Alberto Escalona Ramos, se pregunte: “¿Por qué se oculta en las historias oficiales de mi país que durante los siglos virreinales Méjico era la capital de un mundo que se alargaba desde Honduras al Canadá?” o que Vasconcelos[1] proteste indignado: “¿Es qué acaso se quiere que reneguemos de un pasado grandioso, que liquidemos nuestra médula cristiana y española y nos transformemos y convirtamos en parias del espíritu?”. Los españoles podríamos plantearnos preguntas similares; sin embargo, la mayoría del pueblo español, muy influido por las ideas disolventes de la masonería, (cada vez más en auge desde la muerte de Franco) manifiesta no ya indiferencia, sino hostilidad hacia la conmemoración y recuerdo, de modo que ninguno de los nombres que se le ha dado, ha sido bien aceptado.
La denominación Día de la Raza fue creada por el ex ministro español Faustino Rodríguez-San Pedro, quien como Presidente de la Unión Ibero-Americana en 1913, pensó en una celebración que uniese a España e Iberoamérica, eligiendo para ello el día 12 de octubre. Posteriormente, las izquierdas alegaron que era un término fascista; seguramente, en su ignorancia pensaron que era creación de Franco.
Hacia 1929 el sacerdote católico español Zacarías de Vizcarra, radicado en Argentina, propuso, en un artículo publicado en la revista Criterio, de Buenos Aires, que “Hispanidad” debiera sustituir a “Raza” en la denominación de las celebraciones del doce de octubre. El término, utilizado ya por Unamuno en un artículo publicado por La Nación, de Buenos Aires, el 11 de marzo de 1910, comenzó a florecer a partir de 1926, de la mano del médico argentino Avelino Gutiérrez y de dos periodistas españoles, el socialista Luis Araquistain y el liberal Dionisio Pérez, quienes se convierten, durante los años 1926 y 1927, en principales propagadores de su uso (particularmente en medios pertenecientes a Nicolás María de Urgoiti, como El Sol y La Voz).El 15 de diciembre de 1931, Ramiro de Maeztu que había sido Embajador de España en la Argentina en 1928 y 1929, inició la revista Acción Española con un artículo, ”La Hispanidad” que comienza:
“El 12 de octubre, mal titulado el Día de la Raza, deberá ser en lo sucesivo el Día de la Hispanidad.” Con estas palabras encabezaba su extraordinario del 12 de octubre último un modesto semanario de Buenos Aires, El Eco de España. La palabra se debe a un sacerdote español y patriota que en la Argentina reside, D. Zacarías de Vizcarra. Si el concepto de Cristiandad comprende y a la vez caracteriza a todos los pueblos cristianos, ¿por qué no ha de acuñarse otra palabra, como ésta de Hispanidad, que comprenda también y caracterice a la totalidad de los pueblos hispánicos?”
A lo largo de 1932 y 1933 Maeztu fue puliendo y popularizando en Acción Española su idea de la Hispanidad, que quedó consolidada en la primavera de 1934, cuando apareció su libro Defensa de la Hispanidad. En la plenitud de la segunda República Española, el 12 de octubre de 1935, celebraba en Madrid, por vez primera, el Día de la Hispanidad, y publica el artículo así titulado, en una revista titulada precisamente Hispanidad –“la revista de exaltación de España”–. Un año después, en octubre de 1936, Ramiro de Maeztu, prisionero de la República en la cárcel de Madrid, fue asesinado sin juicio en una de aquellas tristemente famosas sacas. Pero su Defensa de la Hispanidad volvió a publicarse en 1938, en plena guerra civil española, y sus ideas se convirtieron en uno de los principales soportes ideológicos de quienes alcanzaron la Victoria y pudieron establecer la Paz sobre quienes entonces preferían convertir España en una república bolchevique satélite de la Unión Soviética. No es de extrañar, por tanto, que con esa facilidad que siempre tienen las izquierdas para manejar pensamientos y aún la Historia, quieran ocultar el concepto, aunque jamás podrán ocultar la verdad de los hechos. Y hay que recalcar que oficialmente esa denominación no alcanzó reconocimiento durante el gobierno de Franco hasta el 10 de enero de 1958, cuando, por un decreto de la Presidencia del Gobierno, declaró el 12 de octubre fiesta nacional, bajo ese nombre de Día de la Hispanidad.
Con la llegada del periodo democrático surgió el debate de sí era conveniente cambiar el Día de la Fiesta Nacional de España al 6 de diciembre, fecha en la que se aprobó la Constitución de 1978, siempre tratando, por todos los medios, de minimizar la importancia de la labor llevada a cabo por España. No obstante, una ley publicada en 1987 ratificó el 12 de octubre como festividad asociada al Descubrimiento. Su único artículo indica:
Se declara Fiesta Nacional de España, a todos los efectos, el día 12 de octubre, omitiendo la relación de la fecha establecida con la sin par proeza llevada a cabo por un puñado de españoles.
[1] José María Albino Vasconcelos Calderón (Oaxaca, 27 de febrero de 1882-Ciudad de México, 30 de junio de 1959) fue un abogado, político, escritor, educador, …
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