En ocasiones surge la pregunta: ¿seguir adelante con el embarazo y poner en peligro el propio trabajo? Una pregunta tremenda, porque se coloca en el horizonte del aborto. Una pregunta dramática, porque existen sociedades donde la mujer puede perder su trabajo si tiene un hijo.
Plantearse la alternativa entre el trabajo y el hijo es posible por motivos diversos. A veces, porque la misma mujer piensa que ese hijo llega en un mal momento. A veces, porque en el puesto del trabajo hay jefes que no desean que las mujeres queden embarazadas. A veces, porque la misma vida familiar está herida por tensiones más o menos profundas.
Pero la existencia de un hijo, de cualquier hijo, venga en buenos o en malos momentos, no es nunca una amenaza, sino una oportunidad y un reto. Una oportunidad para reajustar la propia vida desde el cariño y el respeto a ese pequeño ser humano que vive en el seno de su madre. Un reto, porque todo cambia, aunque a veces el horizonte sea oscuro, o incluso surja la terrible amenaza de perder el puesto de trabajo.
Mientras la “cultura del descarte”, tantas veces denunciada por el Papa Francisco, facilita el terrible gesto del aborto, la cultura del amor, de la acogida, de la justicia, del respeto, de la generosidad, da fuerzas a la madre, al padre, para decir “sí” a ese hijo que ha empezado a existir.
Esa misma cultura del amor luchará para que las empresas cambien su mentalidad y no vean a la mujer que se embaraza como un obstáculo a los “beneficios”, sino como un momento de crecimiento en el espíritu de auténtica solidaridad y en el respeto a la justicia hacia la madre y hacia su hijo.
¿El trabajo o el hijo? Se trata de una pregunta malévola, propia de sociedades que tienen miedo a la vida, cuando necesitamos sociedades abiertas a la esperanza. Una pregunta que casi desaparecerá si hay más hombres y mujeres que aman y reconocen la dignidad del ser más indefenso entre los humanos: el hijo antes de nacer