El gobierno francés ha establecido el aborto gratuito para cualquier ciudadana que lo solicite, con lo cual se podrá acceder al mismo de manera gratuita, fácil y rápida, según manifestaron las autoridades.
No deja de llamar la atención una medida tan drástica como esta, sobre todo en Europa, donde el crudo invierno demográfico ocasionado por un colosal y al parecer irreversible descenso de la natalidad, literalmente, está haciendo desaparecer a sus habitantes. Es cosa de mirar su creciente población senil, la que unida a lo anterior, está también matando el Estado de bienestar, tal como lo conocemos hasta hoy.
Es decir, cuando se necesitan más políticas que incentiven los nacimientos, de manera casi demencial, se toma el camino exactamente opuesto, lo que no hace sino agravar aún más esta patética situación. Es como si un enfermo hiciera todo lo posible por acrecentar su dolencia, aun sabiendo que ella puede costarle la vida. De ahí que esta decisión pueda calificarse muy bien de suicida.
Pero además, lo anterior, permite darse cuenta que esta defensa a brazo partido del aborto sin trabas no obedece a un problema urgente que requiere de una solución, sino a un particular modo de entender el mundo, que además, quiere imponerse a quienes piensan distinto.
En efecto, a estas alturas, parece bastante obvio que el aborto no viene a solucionar un problema de salud pública, ni menos aún, a paliar un inexistente drama de superpoblación. El aborto, que cada vez campea más a sus anchas, se ha convertido para muchos sectores del mundo actual en una mentalidad –incluso en un dogma–, en una auténtica forma de vivir, y por desgracia, en uno de los aspectos más importantes de lo que ellos consideran un estilo de vida civilizado e incluso humanitario.
Es por eso que muchos estiman indigno para el hombre actual, que éste no pueda disponer con total libertad sobre su sexualidad y por ende, sobre su eventual descendencia, viendo cualquier elemento que no quede bajo su poder como una imposición inaceptable. Por eso se quiere tener un control absoluto respecto de los eventuales vástagos, no solo decidiendo soberanamente si se los acepta o no, sino también, en cuanto a sus características (salud, belleza, etc.). De ahí que un hijo no deseado o no planificado venga a ser una afrenta inaceptable.
“La suerte está echada”, pareciera decirnos a gritos esta embestida brutal de la cultura de la muerte, la que en su alocado frenesí por imponer su ideología, está destruyendo las mismas bases que la sociedad. Ante este suicidio cultural, ¿cómo evitar que Europa sea engullida por el islam?