Y se extraña el cabestro, se revuelve al ronzal, lo muerde y hace gala de su puñetera ignorancia con retóricas impresentables, como si fuese un periodista bien pagado por la mentira posmoderna. ¿Que le pague el Estado supone que puede decir lo que le parece, sin rigor alguno y según le plazca? ¿Puede hacer esto en lo que se refiere a las obras públicas y lecturas de balances, o ahí –me temo que sí- deja que opinen otros que sí saben, como los de Caminos? ¿Será posible tanta necedad? ¿Tanta caca de la vaca socialista? ¿Dónde vamos a parar con tanto enmerdamiento? ¿Quién tiene la culpa de esto? ¿Es cinismo? ¿Es inopia? ¿Se puede arreglar por las buenas? ¿Dónde está la información veraz? ¿Todo es opinable hasta estos extremos? ¿Hay una Academia de la Historia o lo es de las historias y según cómo le venga más cómodamente? ¿Por qué tanto silencio culpable? ¿Qué se pretende? ¿Hay una consigna retribuida acaso?
¿No podría haber un consultorio –no comisión- de la verdad, vinculada al academicismo, en la que se grabe todo a todos los que actúen para grandes públicos y se le llame al orden –un var- y se someta al que aventura barbaridades a la vergüenza pública, como en su día las picotas y los sambenitos? ¿Vamos a quitar de las manos de los irresponsables que luego desaparecen, lanzar semejantes mentiras cuando han desencadenado lo que no deben desencadenar, o es mejor hacerlo antes? Cuando afecta a la opinión pública tan gravemente hasta distorsionar los hechos ciertos y documentados ¿Se puede permitir la mentira abierta? ¿Se puede aventurar en público, en las primeras páginas de la prensa y reiteradamente que dos y dos son siete, o que el número pi ha sido cambiado por decreto ley sin que nadie diga nada? Me temo que no. ¿Nos importa algo el Derecho Natural? ¿Por qué se buscan los conflictos maliciosamente ante el silencio de quién debe salir al paso? ¿De quién es la mayor culpa? A mí no me cabe duda alguna, los incapacitados no son los responsables.
Se puede apelar a la bondad, a la amnistía, al perdón, al olvido, a la reconciliación, al me equivoqué y a esas cosas que cierren heridas, o que las restañen, pero no a la amnesia, a la tergiversación por escrito y a un solo efecto y al donde pone dije decir lo que le salga de los cojones al Diego este, o a quién le dé la gana y al gusto de sus avíos. ¿No estamos en la era de la información? ¿De qué sirve?
He presenciado cosas que deprimen, dan pena, sí, en lo que se refiere a los conocimientos de la juventud actual –de cierta juventud, por supuesto, pero que vota, amigo- que parecen de chiste si no de escarnio descalificativo y sobre cosas que, si no las han presenciado ellos mismos, les ha faltado un poquito para que lo hicieran. No te digo de cosas que sucedieron hace ochenta años o más y tienen cierto margen de opinabilidad…
La sensación es de fragilidad, de mucha y grave fragilidad, de ignorancia supina, que al final decae en manipulabilidad, en abducibilidad –al fin, falta de libertad- y de eso es evidente, que han tomado buena nota quienes van de sabios sin escrúpulos, los de la ingeniería social más miserable y aprovechada que buscan el voto en caladeros que entran al cebo programado, como los cangrejos a la carroña y a los que no se pone coto por quienes deben hacerlo (la Fiscalía, la Abogacía del estado, el Defensor del pueblo discapacitado, los académicos, coño), que cobran del peculio de todos para vestir la muceta y el birrete y tienen sitial aparte y por supuesto –y es exigible por lo del do ut facias– la obligación de molestarse por el pueblo soberano, el pueblo desasistido del que emanan la soberanía y los cuartos y al que se debe informar y formar en la libertad, en la independencia y el conocimiento y, por supuesto, poner coto a estos figurillas que hablan porque tienen boca, además de un dolor medular de salida y llevan el odio visceral de haberlo hecho muy mal quién no debió hacerlo y ser pillados con el carrito de los helados y pasados por ojo a base de bien.
A la hora de faltar, please, que lo hagan con sus muertos, no con los nuestros, al poder ser.